Jake lo miró. Ese era el concepto de suerte que había en Berlín. Rosen, sin embargo, miraba más allá, por encima de su hombro.
– ¿Quién es ese anciano? Lo conoce.
El profesor Brandt se acercaba a ellos con su viejo traje oscuro y el cuello almidonado de su camisa, tan rígido como sus andares.
– Buenos días -dijo-. ¿Así que también ha venido a despedirse de Emil?
– No, de otra persona -contestó Jake-. No sabía que iba en el avión.
– Pensé que quizá fuera la última vez -dijo el profesor Brandt dubitativo, como justificándose. Miró a Jake-. Al final resultó usted ser un amigo.
– No, no me ha necesitado. Se las ha arreglado bien solo.
– ¡Ah! -exclamó el profesor, perplejo, pero no ahondó en el tema. Se miró el reloj de bolsillo-. Llegarán tarde.
– No, allí están.
Emil y Shaeffer entraron en el vestíbulo en compañía de Breimer como si fueran la primera fila de un escuadrón militar, con los tacones retumbando en el suelo, seguidos de cerca por soldados estadounidenses cargados con sus macutos. Un soldado del aeropuerto, alertado por las estruendosas pisadas, apareció por una puerta del lateral del vestíbulo y los esperó al pie de la escalera con una carpeta sujetapapeles en la mano. Cuando los hombres llegaron a la puerta, se detuvieron en seco, sorprendidos de encontrar visita.
– ¿Qué coño haces aquí? -le preguntó Shaeffer a Jake.
Jake no respondió, se quedó mirando a Emil, que se dirigía hacia su padre.
– Bueno, papá -dijo Emil, desconcertado, con voz juvenil.
– ¿Así que ha venido a despedirse de los muchachos? -preguntó Breimer-. Bonito gesto, Geismar.
El profesor Brandt se quedó paralizado unos momentos, mirando a Emil, y luego alargó la mano.
– Entonces, adiós -dijo, con la voz temblorosa pese a la formalidad del gesto.
– Pero no es un adiós definitivo -respondió Emil con gran amabilidad, agarrando la mano de su padre, aunque intentando dejar de lado cualquier sentimiento-. Volveré algún día. Al fin y al cabo, éste es mi hogar.
– No -comentó el profesor Brandt tocándole el brazo-. Ya has hecho suficiente por Alemania. Vete. -Le soltó la mano y se quedó mirándolo-. Puede que las cosas cambien para ti a partir de ahora, en América.
– ¿Cambiar? -preguntó Emil, y se ruborizó, consciente de que los demás estaban observando.
Sin embargo, todos tenían la mirada clavada en el profesor Brandt, a quien habían empezado a temblarle los hombros, pues se había echado a llorar. Aquello los había pillado por sorpresa; era una emoción que nadie había previsto. Antes de que Emil pudiera reaccionar, el anciano se le acercó y le dio un fuerte abrazo, apresándolo con la rigidez de un cadáver. Jake quiso mirar hacia otro lado, pero en lugar de eso siguió observándolos, consternado. Puede que ésa fuera la única historia que importaba, los sempiternos lazos de sangre, enmarañados en un ovillo.
– Bueno, papá -dijo Emil, y se apartó.
– ¡Me hiciste tan feliz! -exclamó el profesor-. Cuando eras pequeño. ¡Tan feliz! -Seguía temblando, tenía la cara húmeda.
Los demás se habían girado, incomodados, como si el profesor sufriera algún tipo de incontinencia.
– Papá -dijo Emil, que seguía atrapado por el abrazo paterno.
El profesor se apartó, intentó recuperar la compostura y le dio una palmaditas a Emil en el hombro.
– ¡Bueno! Tus amigos también han venido. -Se volvió hacia Jake-. Discúlpeme. Son tonterías de viejos.
Se apartó, pero no se molestó en enjugarse las lágrimas.
Emil observó a Jake, extrañamente aliviado, agradecido por la interrupción, aunque sin estar demasiado seguro de qué hacer. Le tendió la mano.
– Bien está lo que bien acaba -sentenció.
– ¿Sí? -preguntó Jake, sin estrechársela.
Emil señaló con la cabeza el cabestrillo de Jake.
– ¿Está bien ese hombro?
No hubo respuesta.
– Fue un malentendido. Shaeffer me lo ha explicado.
– Nada de malentendidos.
Jake abrió la boca para volver a hablar, pero miró al profesor y, en lugar de decir nada, se volvió.
– Eso no está bien -dijo Breimer-. No, después de lo que ambos han pasado.
– No, desde luego no está bien -repitió Shaeffer dirigiéndose a Jake. Era una señal para que cogiera la mano de Emil.
Sin embargo, el momento había pasado ya, porque Emil se había vuelto para marcharse y se dirigía hacia la puerta de salidas, por donde Lena apareció con Erich doblando la esquina. Estaba inclinada, hablando al niño. Cuando levantó la vista y vio al grupo que esperaba, se detuvo y levantó poco a poco la cabeza. Pasado un instante, reemprendió la marcha con los hombros erguidos, con decisión, tal como había entrado en el comedor del Adlon. Aunque en esta ocasión no llevaba su mejor vestido, sino uno barato de florecillas, pero estaba guapa con esa prenda que captaba toda la luz.
– ¿Qué hace ella aquí? -dijo Shaeffer a medida que se acercaban.
– ¿La mujer? -preguntó Breimer-. ¿Por qué no iba a estar aquí? Ha venido a despedirse de su marido.
Lena estaba lo bastante cerca para oírlo, justo delante de Emil.
– No, se equivoca -le dijo a Breimer, pero miró a Emil-. Mi marido murió. En la guerra.
Pasó por delante de él y dejó una estela de silencio tras de sí. Jake miró a Emil. Tenía la misma expresión de confusión con la que había mirado al profesor; totalmente perdido, como si por fin hubiera visto un atisbo de la pieza que faltaba y ésta se hubiera desvanecido antes de poder discernir de qué se trataba.
– ¿En la guerra? -preguntó Breimer.
Lena cogió a Jake del brazo.
– Están embarcando. Vamos, Erich.
Rosen le puso una mano en el hombro al niño y ambos se dirigieron hacia la escalera que quedaba detrás de los soldados con talegos.
– Recuerda que tenéis que ir cogidos de la mano, ¿de acuerdo? -Lena se volvió hacia Rosen-. ¿Lleva el almuerzo?
El profesor levantó la bolsa con una paciente sonrisa.
Lena se arrodilló ante Erich.
– Como si fuera mamá gallina, eso es lo que piensa de mí. ¿Eso piensas tú también? -Erich sonrió de oreja a oreja-. Bueno, pues entonces dame un abrazo bien fuerte. Un abrazo de mi pollito. Me encanta. Te escribiré. ¿Te escribo en inglés? El doctor Rosen sabe leerlo, y tú también aprenderás. Puedes practicar, ¿qué te parece el plan? Y Jake también. Acércate -le dijo a Jake, levantándose-, dile adiós.
Jake se agachó y le puso una mano a Erich en el hombro.
– Pórtate bien y haz caso al doctor Rosen, ¿de acuerdo? Te lo pasarás muy bien, y yo iré a visitarte algún día.
– ¿No eres mi padre? -preguntó el niño, lleno de curiosidad.
– No. Tu padre está muerto, ya lo sabes. Ahora el doctor Rosen se encargará de ti.
– Me has puesto tu apellido.
– Ah, lo dices por eso. Bueno, es que todo el mundo se pone un apellido nuevo en América. Allí es la costumbre. Así que yo te he puesto el mío. ¿Te parece bien?
Erich asintió.
– Iré a visitarte, te lo prometo.
– Vale -comentó el niño, luego se puso de puntillas, agarró a Jake por el cuello y le dio un rápido abrazo, pero tuvo tanto cuidado con el cabestrillo que el periodista apenas notó el peso del bracito; era tan ligero como una hebra de lana-. Geismar -dijo-. ¿Es inglés? ¿No es alemán?
– Bueno, antes sí lo era. Ahora es americano.
– Como yo.
– Eso es, como tú. Venga, será mejor que te des prisa si quieres sentarte junto a la ventana -le dijo, y le dio un empujoncito para que se fuera con Rosen.
– No olvides despedirte con la mano -le dijo Lena mientras empezaban a bajar por la escalera-. Estaré mirándote.
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