Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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Cuando Jake llegó al palco presidencial, las primeras bandas habían pasado, una obertura de estridentes vientos. Recordó los otros desfiles que había visto en ese mismo lugar, cinco años antes, con los árboles de Unter den Linden estremeciéndose por el recio paso de botas que regresaban de Polonia. Éste era más relajado y colorido; los franceses parecían casi juguetones con sus borlas rojas; los británicos marchaban con tal informalidad que daba la impresión de que ya estuvieran desmovilizados, de camino a casa. La pulcritud había quedado relegada a los americanos de la 82. aDivisión Aerotransportada, que lucían cascos lustrosos y guantes blancos bajo las trabillas de los hombros, aunque con la música y los aplausos aislados el efecto resultaba más teatral que militar. Soldados artistas. Incluso el palco presidencial, adornado con banderines y micrófonos para los discursos que vendrían más tarde, se alzaba sobre la calle como un escenario, repleto de generales ataviados con uniformes tan sofisticados que más parecían barítonos a punto de arrancarse a cantar.

Zhukov era el más llamativo, con dos filas de medallas a ambos lados del pecho que le llegaban hasta la cadera. A su lado, la sencilla chaqueta de Patton, con apenas unas cintas, transmitía una especie de simplicidad desafiante. Sin embargo, la teatralidad estribaba en sus movimientos. Zhukov, al frente y en el centro, avanzó un paso, pero Patton avanzó con él, de modo que para cuando llegaron al balaústre ambos se habían convertido ya en un vodevil de generales haciéndose reverencias. La prensa reaccionó tomando fotografías desde su propio palco, y Jake observó que incluso el general Clay, habitualmente sobrio, intentaba contener una sonrisa y casi le guiñaba un ojo a Muller, que respondía mirando al cielo en un gesto de paciencia; el juez Harvey, de pelo plateado, permanecía inmóvil, sufriendo sus ridiculeces. Por un segundo, Jake deseó estar cubriendo todo aquello para Collier's : la estridencia del aire, las absurdas disputas, el Reichstag quemado como telón de fondo en la distancia. Tal vez una entrevista con Patton, que lo reconocería y siempre hacía buenas declaraciones. En lugar de eso, sin embargo, buscaba con ansia un rostro entre la muchedumbre. Lo que pensaba, a medida que desfilaban más tropas, era que en su vida había visto tantas armas y que Gunther se había equivocado: en absoluto se sentía protegido. Cualquiera de ellos, entre aquel enjambre, podía estar preparado para actuar en cualquier momento.

– ¿Vamos a ver el desfile? -preguntó Emil, confuso.

– Vamos a encontrarnos con alguien -contestó Jake. Consultó el reloj-. No tardará.

– ¿Quién?

– El hombre que te sacó de Kransberg.

– ¿Tully? Dijiste que había muerto.

– Su socio.

– O sea que se trata de otro truco. No me llevas con los americanos.

– Ya te lo he dicho, te necesitamos como señuelo. Después iremos a ver a tus amigos.

– ¿Y los documentos?

– También entran en el pacto. Les daré ambas cosas.

– No lo harás.

– No lo dudes.

– No puedes hacerlo. Piensa en lo que significará para Lena, un juicio.

– Es maravilloso ver que siempre piensas en ella. Oye, vas a salir adelante con tu vida. Eso es más de lo que puedes decir de los trabajadores del campo de Dora.

Emil entornó los ojos.

– Pues vete al infierno -espetó.

Dio media vuelta para marcharse.

Jake lo agarró de un brazo.

– Inténtalo y te pegaré un tiro en un pie. A mí me encantaría, pero a ti no. -Se miraron unos instantes, en tablas, y al fin Jake bajo la mano-. Ahora, contempla el desfile.

Jake paseó la vista por la multitud. Ni un solo rostro conocido. Aunque ¿por qué iba a ser alguien que él conociera? En el palco, Zhukov se había inclinado aún más sobre el balaustre, dispuesto a recibir el saludo de su cuerpo de lanceros. Más uniformes en escena, el retumbar sordo de las botas, las espadas desenfundadas y en alto, refulgiendo a la luz, pero ya no era cómico, la vieja advertencia de Goebbels, el azote del Este. Un reducido corrillo de desplazados se dio la vuelta y se alejó de la concurrencia volviendo las miradas hacia las espadas. En la intimidada curva de sus hombros, Jake vio que aquel espectáculo era en realidad ruso, que el resto de los Aliados no eran más que extras inofensivos. El mensaje no era la victoria, sino las apabullantes botas. Nadie puede detenernos. Era un desfile con vistas a la siguiente guerra. En el palco se desvanecieron las sonrisas. «¿Qué ocurrirá cuando todo termine?», se había preguntado. Que vendrá otra. Fue entonces, al observar a los rusos, cuando notó el codazo en los riñones.

– Bonito espectáculo.

Jake se volvió con la mano sobre la funda de la pistola.

– ¡Cuidado! -exclamó Brian, sorprendido por el movimiento brusco- Hola otra vez -le dijo a Emil-. Hoy sin uniforme, ¿eh?

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Jake.

– ¿Brian? Pero si él ya había tenido a Emil en sus manos…

– ¿Qué quieres decir? Todo el mundo está aquí. No hay nada como un desfile. Basta con mirar al viejo Zhukov. Esto es un espectáculo de variedades. ¿Vienes al palco de la prensa?

– Ahora, no, Brian. Lárgate.

Pero Brian mantenía la mirada clavada en los lanceros, por encima del hombro de Jake.

– Por su aspecto, diría que estarán en Hamburgo antes de Navidad.

– Hablo en serio. Te veré luego. -Miró a ambos lados, esperando a que llegara Gunther. Todo ocurría demasiado pronto.

– ¿Vas a dejarme al menos esperar a que lleguen las espadas? No querrás que me lo pierda… -Se volvió para mirar a Jake-. ¿Qué es esto? ¿En qué estás ahora?

– Nada. Largo -insistió Jake sin dejar de mirar a uno y otro lado con nerviosismo.

Brian lo observó, y después también a Emil.

– ¿Tres, multitud? Vale, me largo. ¿Te guardo un sitio?

– Sí, guárdame un sitio.

– Si el joven Ron da permiso para entrar… He conocido camareros con mejores modales. Eh, ahí llegan los gaiteros. -Volvió a mirar a Jake-. Cuídate.

Se abrió camino hacia delante, vaciló mientras pasaban los últimos rusos y después echó a correr por el repentino claro hasta los palcos del otro lado. Jake lo perdió de vista cuando se sumergió en la muchedumbre para alcanzar los asientos del fondo del palco de la prensa, y después lo vio reaparecer arriba, hablando con Ron. ¿Por qué no Ron? Se había marchado a media cena en Gelferstrasse aquella noche para jugar al póquer, pero podría haber ido a Grunewald. Ahora disfrutaba de una posición estratégica para localizar a Jake entre el público, podía esperar al momento adecuado, hacer un gesto afirmativo para hacer saltar la trampa. Sin embargo, ni él ni Brian miraban en su dirección, estaban enzarzados en lo suyo. Jake consultó de nuevo el reloj. ¿Dónde se había metido Gunther? Sólo unos minutos para la hora acordada. Tenía que estar apostado ya por allí cerca. Entonces, ¿por qué no se había presentado cuando había aparecido Brian? ¿Y si había sido él, que los despistaba sin siquiera hacer saltar el resorte?

Estuvo a punto de dar un brinco cuando las gaitas empezaron a gemir, crispándole los nervios. En el palco, los británicos se adelantaron y se recolocaron de modo que pudo ver a los dignatarios de visita y a los generales. Justo detrás de Clay estaba Breimer, con traje cruzado, que seguía retrasando su partida, con negocios inconclusos en Berlín. Jake imaginó cómo podría suceder: avistamiento desde el palco, excusa rápida para los demás, aproximación a Emil sin levantar sospechas, un coche a la espera. Jake miró detrás de ellos. Ningún coche. Además, Breimer jamás se arriesgaría a nada en persona. Estaba donde debía estar, en la plataforma del orador, lejos del combate. Incluso Ron era más probable. Volvió a mirar hacia el palco de la prensa. Ron estaba arrimado a un cámara, tomando planos del desfile. En realidad, nadie miraba a Jake. Sin embargo, debía de haber alguien.

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