Moví la cabeza en gesto de negativa.
– Tú nunca has tenido una conversación a través de las rejas, ¿verdad? -le pregunté-. Me refiero a esa sala donde tienen que hacerlo las mujeres y las novias y parientes. No se presta mucho a hablar del futuro, ¿sabes?
– ¿Y qué va a suceder? -preguntó Genevieve, presionándome.
– ¿Qué va a suceder? Que Shiloh tendrá que cumplir condena -insistí.
– Por hurto de vehículo -señaló Gen-. Una condena bastante leve. Y cuando salga, ¿qué va a suceder entre vosotros?
No había una respuesta clara a su pregunta. Desvié la mirada y miré por la ventana, el gélido reflejo plateado de la luna recién salida entre las ramas de los árboles vecinos.
Como había señalado el juez, Shiloh no volvería a trabajar en los Cuerpos de Seguridad Pública. En su vida adulta, prácticamente no había hecho otra cosa, desde que buscaba chicos perdidos en la agreste Montana hasta que detuvo a un fugitivo famoso en todo el país. Cuando, en una fecha indeterminada, Shiloh saliera por la puerta de alguna prisión, todo aquello por lo que había trabajado se habría echado a perder. Yo seguiría siendo policía y él, un ex convicto. Semejante desigualdad tenía todos los números para emponzoñar una relación. Lentamente. Dolorosamente.
Cada vez que Shiloh y yo habláramos, todo esto pendería sobre nuestras cabezas, imposible de olvidar y demasiado grave para aceptarlo.
– Lo afrontaremos cuando sea el momento -respondí.
Tenía la mano derecha apoyada en la repisa de la cocina y Genevieve posó la suya sobre ella, con suavidad.
– ¿Y tú? -me preguntó-. ¿Cómo te encuentras?
– No estoy segura de saberlo -respondí con franqueza.
Pasé por el trabajo para decirle a Vang que me reincorporaría al día siguiente, y que Genevieve ya no volvería más.
– Lo sé -me dijo-. Aquí, las noticias corren deprisa. Y eso me recuerda… -añadió, con voz más animada-. Han atrapado al tipo que hacía las llamadas a las mujeres y a las novias. ¿Recuerdas?
– Sí. Las llamadas del «muerto en acto de servicio».
– Exacto. El sargento Rowe se lo contó a su mujer. Ella instaló, por si acaso, un aparato de esos que permiten grabar llamadas. Llámala paranoica -se encogió de hombros-, pero dio resultado. El tipo la llamó y le dijo que Rowe había muerto en un tiroteo. Ella fingió que se lo tragaba y lo tuvo un buen rato al teléfono, contándole los detalles que iba inventando. Luego, Rowe nos trajo la cinta y la hicimos escuchar a bastante gente.
– ¿Y era alguien del Departamento?
– No exactamente. De la oficina del forense. Nadie conocía al tipo, siquiera; se llama…
– Frank Rossella -acabé la frase.
Vang me miró, sorprendido.
– ¿Cómo lo sabes?
Shiloh recibió una condena a veintidós meses de reclusión mayor. Una sentencia severa, poco habitual en Minnesota para un primer delito. El juez declaró que había elevado la pena porque Shiloh había recibido la confianza pública y la había traicionado. La verdad, para mí que tuvo presente la intención con la que Shiloh había robado el vehículo: la acusación de intento de asesinato de la que se había librado.
Era evidente que el tribunal no veía a Shiloh como una figura que mereciera comprensión. Sin embargo, había llevado adelante casos contra varios delincuentes violentos y peligrosos; aquellos hombres cumplían condena repartidos por todos los penales de Minnesota y la seguridad de Shiloh era un extremo que ningún juez podía descuidar. El magistrado trasladó el caso a Instituciones Penitenciarias, que dispuso que Shiloh ingresara en una prisión al otro lado de la frontera del estado, en Wisconsin.
El traslado se realizó inmediatamente después de leerse la sentencia. Fui a verlo una semana después, a primeros de diciembre. La noche anterior había caído la primera nevada. Los campos y graneros de Wisconsin estaban ridículamente encantadores con la blanca capa intacta.
No sé si fue cortesía profesional, pero me dejaron hablar con él en una salita privada. Volvía a estar perfectamente afeitado, pero no había recuperado el peso que había perdido aquellos días vagando por el campo. La camisa le quedaba demasiado holgada.
– ¿Cómo estás? -preguntó inmediatamente.
– Bien.
– ¿Te tratan bien en el trabajo?
La verdad era que ya echaba de menos a Genevieve, en parte porque sólo ella me habría tratado con normalidad. En el despacho, todo el mundo se había asombrado al saber lo que había hecho; cuando me veían, no sabían qué decirme. Casi en bloque, mis colegas afrontaban el hecho absteniéndose por completo de comentarlo.
– Claro.
Shiloh captó que mentía.
– En serio, ¿cómo están las cosas.
– Todos me tratan bien -insistí-. He venido a hablarte de otra cosa.
Miré a un lado y a otro. Aunque pareciese privado, sospechaba que en el cuartito podía haber algún aparato de escucha electrónica en funcionamiento, por lo que debía escoger las palabras con cuidado.
Esperé tanto que Shiloh volvió a hablar.
– Mira, Sarah -me dijo-, entenderé que lo que hice en Blue Earth pueda haber cambiado tus sentimientos hacia mí…
– No, no -repliqué-. No es nada de eso.
– Vamos -me instó con suavidad.
– La conocí-dije-. Sé por qué te marchaste de casa. Sé qué hicisteis en Nochebuena.
Había dicho lo único en el mundo que aún podía alarmarlo. En sus ojos de lince, en su manera de enfocarme, vi la confirmación que necesitaba. Hasta aquel instante, no había estado segura del todo.
– ¿Ella te lo dijo?
Asentí.
Sinclair no me había contado la verdad de sus tormentosas relaciones con su hermano; no con palabras, al menos. Lo había hecho con sus silencios, relatando la historia de su vida y dejando en blanco el aspecto más significativo.
Ella y Shiloh habían estado muy unidos. Sin embargo, cuando él había abandonado a la familia, no había ido a buscarla a Salt Lake City. Había huido en dirección contraria, al norte, a Montana.
Sólo se habían encontrado cuando ella había llegado a Minnesota. Sinclair por su parte no había mencionado peleas o discusiones, pero afirmaba que no habían vuelto a ponerse en contacto desde que ella se había marchado.
Mike, sin apellido, en el bar del aeropuerto, hacía cinco años, recién salido de «un asunto muy breve, muy equivocado».
No se me había ocurrido establecer la relación hasta que, sin proponérmelo, me había venido a la cabeza en el vuelo de regreso a casa. Sinclair se había referido a que había visto por última vez a su hermano en Minnesota, en invierno, por la época en que un accidente de tráfico había costado la vida a los tres alumnos de Carleton. No habría podido situar este suceso de no ser porque me contaba entre los agentes de patrulla que acudieron al lugar del accidente, una carretera secundaria en las afueras de Minneapolis, cubierta de hielo a finales de enero. Aquello había tenido lugar pocos días antes de que recibiera la noticia de la muerte de mi padre; pocos días antes de mi apresurado viaje al oeste, al término del cual había conocido a Shiloh, volcado en la bebida para olvidar un enredo sexual sobre el cual no había querido entrar en detalles, ni yo había querido preguntarle. Durante los meses y años que siguieron, nunca se me ocurrió hacerlo.
No me extrañaba que hubiera sabido ocultarme su intención de ir a Blue Earth. Shiloh había aprendido hacía tiempo a mantener en secreto sus planes y sus sentimientos.
Sinclair y él, estaba claro, habían intentado olvidar con todas sus fuerzas. Habían pasado toda su vida adulta evitándose; era el suyo un desapego que había terminado por abarcar a toda su familia. Shiloh incluso había dejado de lado a Naomi cuando ésta, con inocente interés, cruzó una línea invisible y fundamental al sugerir que volviera a casa.
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