Jodi Compton - 37 horas

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La regla básica en la investigación de casos de desaparecidos es recopilar toda la información y los indicios posibles en las primeras 36 horas tras el suceso, cuando la memoria de los testigos no está contaminada y las pistas todavía pueden ser fiables.
Sarah Pribek, una detective de la policía de Minneapolis especializada en este tipo de casos, conoce bien esta circunstancia. Cuando descubre que su marido, Shiloh, lleva desaparecido 48 horas y se pone a investigar, salen a la luz mu chas cosas que no sabía de él.

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Había acudido hasta allí convencida de que encontraría algo pero, en el fondo, no estaba preparada para afrontarlo. No sé cuánto tiempo habría seguido contemplando el documento si Gen no hubiera roto el silencio.

– ¿Qué demonios está pasando? -inquirió.

– ¿Dónde lo has encontrado?

Genevieve señaló algo y seguí con la linterna la dirección que indicaba. En el suelo había una mochila. También era de Shiloh. La había empleado en alguna ocasión, cuando iba a la biblioteca a documentarse y volvía con un montón de libros, pero de forma tan esporádica que, cuando había inspeccionado el armario, no había advertido que faltaba.

Di unos pasos hasta la bolsa y me agaché. Dentro había un mapa de carreteras y una manzana estropeada. Y el billetero, vacío.

– Shorty -mascullé-. ¡El hijo de puta!

– ¡Sí! -exclamó Genevieve-. ¿Pero qué ha sucedido? ¿Cómo has sabido que debías buscar aquí?

Apunté la linterna al techo blanco y así tuvimos una luz ambiente para vernos.

– No tenías razón -dije en voz baja, pero con suficiente firmeza-. Shorty no robó la camioneta. Fue Shiloh.

– ¿Shiloh? -repitió, incrédula.

– Vino la semana pasada, mientras yo te visitaba. Tan pronto salí de la ciudad, subió a escondidas a un mercancías.

– ¿Un tren?

– Él y sus hermanos lo hacían de chicos, por diversión. Es un experto. Por eso no dejó rastro: ni la Greyhound, ni la Amtrak, nada… Nadie lo vio, nadie lo llevó en autoestop. El tren lo trasladó directamente a la estación de la Amtrak, donde robó un vehículo que nadie echaría de menos durante un buen rato. Después, podía dejarlo y volver en otro mercancías.

– Pero ¿por qué?

– Kamareia -respondí. Me disponía a continuar cuando me distrajeron unos ruidos en el exterior, el chirrido y el golpe de una verja como la que separaba la propiedad de la carretera. Genevieve también lo oyó, se acercó a la ventana, sucia y sin cortinas, y pegó la cara al cristal para ver si distinguía algo en la penumbra.

– Parece que Shorty ya ha bebido suficiente por esta noche -dijo con considerable calma.

Me incorporé.

– Gen, no podemos quedarnos aquí -apunté-. Legalmente…

– No pienso huir de ese cerdo asesino. ¿Y tú? -me desafió.

– Tampoco. Toma la linterna. Apunta abajo.

Genevieve asintió y se acuclilló para estar más cerca del suelo. Yo me coloqué junto a la puerta. La grava crujió bajo unas pisadas y las dos observamos cómo giraba el tirador.

Tan pronto Shorty hubo cruzado la puerta, lancé el puño con todas mis fuerzas contra su plexo solar. Cuando se dobló hacia delante, lo agarré por el cabello y le pegué un rodillazo en la cara. Cayó al suelo con un jadeo de dolor.

– ¿Cómo te sienta esto, Shorty? -le dije-. No he quedado nada satisfecha con cómo han quedado las cosas en el bar. -Genevieve seguía apuntando al suelo con la linterna-. ¿Por qué no enciendes la luz del techo? -le sugerí.

Tiró del cordón y encendió la luz. Estábamos en un agujero infecto. Una bombilla desnuda en el techo y un catre estrecho. Una mesa de cartas, una silla plegable y una cómoda barata. Un baño al otro lado de la puerta en el que distinguí un extremo de una vieja bañera con patas y un lavamanos antiguo con el pie de porcelana. La cocina tenía un fregadero y una plancha. Pero Shorty tenía sus habilidades, y era evidente que estaba convirtiendo el cobertizo en una residencia. Vi herramientas de fontanero en el suelo del baño, una llave inglesa y unos tubos. En el salón había objetos que debía de utilizar en su trabajo de día: instrumentos de pintor, un mono de trabajo y una rasqueta para papel pintado, con un mango de un palmo y una hoja asimétrica, muy afilada.

Shorty rodó sobre un costado para mirar a Genevieve. Cuando la vio, se diría por su expresión que creía recibir la visita de las arpías.

– Háblame de Mike Shiloh -le dije, como si no hubiéramos salido del bar.

– A la mierda -murmuró. La vez anterior le había dado miedo decirle algo así a una policía, pero era evidente que la situación había cambiado.

– Tienes su mochila, su billetero vacío y su permiso de conducir. Esto tiene mal aspecto…-murmuré.

Shorty se incorporó hasta quedar sentado en el suelo.

– Todo eso lo encontré en una cuneta.

– ¿Una cuneta? ¿Dónde?

– En la carretera.

– ¿Cerca de donde dejaste tus huellas por toda la camioneta?

– Esto es ilegal -protestó-. Han entrado en mi casa sin permiso. ¿Creen que algún juez hará algo con cualquier cosa que encuentren aquí? ¡Este registro es absolutamente ilegal!

Shorty conocía un poco el sistema legal, como era de esperar en alguien con sus antecedentes, y vi en su expresión un asomo de esa astucia que, durante un rato, pudo incluso pasar por auténtica inteligencia.

Volví a sacar el arma y le apunté con ella.

– Ninguno de los que estamos aquí piensa en jueces -le aseguré-. Excepto tú.

Se puso en pie y me miró, desafiante. Aunque tenía la mitad inferior del rostro bañada en sangre, seguía siendo un tipo duro. No dijo nada. Con sólo observarme, había adivinado la verdad: que a pesar de cuanto había hecho, yo no apretaría el gatillo. Al momento, sus labios volvieron a esbozar la ligera mueca burlona que tenía en el bar.

Acto seguido, se volvió a Genevieve:

– A tu hija le encantó que me la follara.

Shorty me miró otra vez para ver cómo me sentaba la broma. Fue un error por su parte. Había concentrado su atención en mí y se descuidó de observar la expresión de Genevieve para adivinar su reacción.

– ¡Gen, no! -grité, pero ya era tarde. Como una centella, su mano asestó el golpe y le clavó profundamente la rasqueta para papel pintado en las arterias del cuello.

Él emitió un sonido como un carraspeo y no logré apartarme a tiempo de evitar que la sangre me salpicara. Retrocedió unos pasos tambaleándose y volvió la mirada hacia Genevieve. Ella lanzó otra cuchillada y le hundió de nuevo la hoja en el cuello, aún más profundamente.

– ¡Gen!

Detuve su brazo mientras Shorty se apartaba de nosotras con una mano en el cuello. Por entre los dedos escapaban borbotones de sangre roja arterial, de un rojo brillante.

– ¡Llama a urgencias! -le dije a Genevieve. Ella me miró y entendí lo que pasaba por su cabeza. Si Shorty moría y cubríamos nuestros pasos, no teníamos nada que temer. De lo contrario, adiós a nuestras carreras. Y a la libertad. Y todo por un violador y asesino. Comprendí que Genevieve no pensaba ir a buscar ayuda.

– No creo que aquí haya teléfono -respondió.

Shorty, caído en el suelo, emitió un sonido inarticulado que no prometía nada bueno.

– Ve a la casa grande, pues. Despiértalos -insistí. Genevieve contempló a Shorty, me miró, dio media vuelta y salió por la puerta.

La cantidad de sangre que cubría el suelo del cuchitril de Shorty era realmente asombrosa. Formaba un verdadero lago. Medio tendido, buscó mi mirada.

– Sigue apretando el cuello con la mano -le dije.

– No hay nadie… -susurró con voz quejumbrosa.

– ¿En la casa grande?

Temiendo que la herida se abriera aún más si lo asentía con la cabeza, permaneció inmóvil, pero su mirada lo confirmó.

Me arrodillé a su lado, a pesar de la sangre que me empapaba las piernas hasta los pies.

– Entonces, es probable que te haya llegado la hora -le dije-. Ya lo sabes, ¿verdad?

– Sí.

– Sólo quiero saber cómo sucedió -continué. La sangre me bañaba la piel de las piernas. La noté desagradablemente caliente-. Quiero llevármelo a casa y enterrarlo, si es posible. Pero, aunque no pueda, he de saber qué ha pasado, realmente.

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