John Verdon - Deja en paz al diablo

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Nada es nunca lo que parece. Y menos si David Gurney está involucrado.
Han pasado seis meses. David Gurney apenas ha conseguido reincorporarse a una cierta normalidad después de haberse encontrado al borde de la muerte tras resolver el caso más peligroso al que se había enfrentado. Madeleine, su esposa, está preocupada: ha sido diagnosticado con síndrome de estrés postraumático; nada parece alegrarle.
Hasta que recibe una llamada. Connie Clark, la periodista que creó la leyenda de superpoli, lo puso en la portada de una revista y lo catapultó a la fama, quiere pedirle ayuda. Su hija Kim está realizando un documental sobre las familias de las víctimas de un asesino en serie al que nunca atraparon, el Buen Pastor, y Connie quiere que Gurney supervise sus investigaciones y la guíe. En parte por aburrimiento y en parte por hacerle un favor a Connie, Gurney acepta.
Sin embargo, esto no será más que el principio. Incapaz de ponerle coto a su curiosidad y a su necesidad de resolver cada una de las incógnitas que se le presentan, David Gurney se verá arrastrado a una investigación para descubrir la verdadera identidad del asesino. Un asesino que es tan imprevisible como peligroso.
Si en Sé lo que estás pensando te asombró y en No abras los ojos te aterró, con Deja en paz al diablo, John Verdon consigue lo inesperado: sorprender al lector a cada página hasta dejarlo sin aliento.

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– Oh, sí, lo aflojaron a propósito. Dos veces. La primera vez, la policía echó un vistazo, pero dijeron que debía de ser una broma que alguien me había gastado. La segunda vez, ni siquiera se molestaron en enviar a nadie. Al policía que contestó al teléfono le pareció divertido.

– A mí no me suena divertido.

– Gracias.

– Sé que ya te lo he preguntado, pero…

– La respuesta es sí, estoy segura de que es Robby. Y no, no tengo ninguna prueba. Pero ¿quién más podría ser?

Sonó el timbre: un complejo tono musical.

– Oh, vaya. Fue idea de mi madre. Me lo regaló cuando me mudé aquí. No le gustaba nada el timbre que había antes. Un segundo. -Kim salió de la habitación hacia la puerta de la calle.

Regresó al cabo de un minuto con una caja grande de pizza y dos latas de Coca-Cola light.

– Buena sincronización. Las he pedido desde el móvil de camino aquí. Pensé que íbamos a necesitar algo de comer. ¿Te parece bien la pizza?

– La pizza está bien.

Kim puso la caja sobre la mesita de café, la abrió y arrastró uno de los sillones ligeros hacia la mesa. Gurney se sentó en el sofá.

– Está bien -dijo la chica, después de que cada uno se comiera una porción de pizza y bebiera un trago de refresco-. ¿Por dónde quieres empezar?

– Tuviste esta idea de hablar con las familias de las víctimas de asesinato, así que supongo que lo primero que tuviste que hacer fue averiguar qué asesinatos escoger.

– Exacto. -Ella lo estaba mirando fijamente.

– No hay escasez de casos de homicidio. Aunque te limites al estado de Nueva York y a un solo año, tendrías cientos para elegir.

– Exacto.

Gurney se inclinó hacia delante.

– Pues dime, ¿cómo elegiste? ¿Cuáles fueron los criterios?

– Los criterios fueron cambiando. Al principio, quería todos los tipos de víctimas, todos los tipos de homicidios, todos los tipos de familias, diferentes orígenes raciales y étnicos, diferentes periodos entre el tiempo en que se cometió el delito y el presente. ¡Variedad total! Pero el doctor Wilson no dejaba de decirme: «Simplifica, simplifica. Reduce las variables -me decía-, busca un gancho, algo que sea fácil de entender para el espectador. Cuanto más cierras el foco, más nítida es la imagen». Después de que me lo dijera al menos una docena de veces, lo entendí. Todo empezó a conectar, a encajar. Y después de eso, fue como: ¡claro! ¡Eso es! ¡Ya sé exactamente lo que voy a hacer!

Al escucharla, Gurney se sintió extrañamente conmovido por su entusiasmo.

– Entonces, ¿cuáles fueron los criterios finales?

– Hice casi todo lo que dijo Wilson: reducir las variables; cerrar el foco; encontrar un gancho. Una vez que empecé a pensar de esa manera, la respuesta simplemente se materializó. Vi que podía centrar todo el proyecto en las víctimas del Buen Pastor.

– ¿El hombre que disparaba a conductores de Mercedes, ese caso de hace ocho o nueve años?

– Diez. Hace justo diez años. Todos sus crímenes ocurrieron en la primavera del año 2000.

Gurney se recostó en el sofá, asintiendo con la cabeza, pensativo, recordando la infausta serie de seis asesinatos que logró que la mitad de la población del noreste tuviera miedo de conducir por la noche.

– Muy interesante. Así que la naturaleza del suceso desencadenante es la misma en los seis casos, el tiempo transcurrido desde el crimen hasta el presente es el mismo, el mismo asesino, el mismo nivel de atención investigadora.

– ¡Exacto! Y el mismo fracaso en llevar al asesino ante la justicia: la misma falta de cierre, la misma herida abierta. Esto hace que el caso del Buen Pastor sea una herramienta perfecta para examinar cómo diferentes familias reaccionan a lo largo del tiempo a la misma catástrofe, la forma en que conviven con la pérdida, el modo en que se enfrentan a la injusticia, las consecuencias para ellos, especialmente en el caso de los hijos. Resultados diferentes para una misma tragedia.

Kim se levantó y se dirigió al archivador que estaba situado junto a la mesa-escritorio. Sacó una carpeta azul brillante y se la entregó a Gurney. En la tapa había una etiqueta en negrita que decía: «Los huérfanos del crimen, propuesta de documental de Kim Corazon».

Tal vez porque se dio cuenta de que la mirada de Gurney se fijaba en el Corazon, Kim dijo: -¿Creías que me apellidaba Clarke?

Gurney volvió a pensar en el momento en que Connie lo entrevistó para el artículo de la revista de Nueva York.

– Creo que Clarke fue el único apellido que oí mencionar.

– Clarke es el apellido de soltera de Connie. Lo recuperó cuando se divorció de mi padre, cuando yo era todavía una niña. El apellido de mi padre era…, es… Corazon. Y el mío también.

Parecía haber un resentimiento evidente bajo sus palabras. Se preguntó si esa era la causa de que evitara referirse a Connie como «mamá» o «mi madre».

Gurney no tenía ganas de hurgar en esa herida. Abrió la carpeta y vio que contenía un documento grueso, de más de cincuenta páginas. La portada repetía el título. En la segunda página estaba el índice: concepto; descripción del documental; estilo y metodología; criterios de selección de casos; víctimas de homicidio del Buen Pastor y circunstancias; entrevistados potenciales; resúmenes de contactos y estado; transcripciones de las entrevistas iniciales; EBPMDI (apéndice).

Repasó una vez más el índice, más despacio.

– ¿Tú has escrito esto? ¿Lo has organizado de esta manera?

– Sí. ¿Hay algún problema?

– No, en absoluto.

– Entonces, ¿qué pasa?

– Antes mostraste mucha pasión al hablar de todo esto. La organización muestra una buena dosis de lógica.

Lo que estaba pensando era que la pasión de Kim le recordaba a Madeleine, y su lógica le recordaba a sí mismo.

– Esto parece algo que yo podría haber escrito.

La chica le dirigió una mirada maliciosa.

– Supongo que eso es un cumplido.

Gurney rio ruidosamente por primera vez ese día, tal vez por primera vez ese mes. Después de una pausa, volvió a mirar el último elemento del índice.

– Supongo que EBP significa «El Buen Pastor». ¿Qué significa MDI?

– Oh, eso era el titular de la explicación de veinte páginas que envió a los medios y la policía: «memorando de intenciones».

Gurney asintió.

– Ahora lo recuerdo. Los medios empezaron a llamarlo «un manifiesto», la misma etiqueta que le pusieron al documento de Unabomber cinco años antes.

Esta vez fue Kim la que asintió.

– Y eso nos lleva a una de las preguntas que quería hacerte, sobre toda la cuestión de los asesinatos en serie. Me parece confuso. A ver, Unabomber y el Buen Pastor no parecen tener mucho en común con Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, o con esos monstruos a los que detuviste, como Peter Piggert o Satanic Santa, que enviaba trozos de sus víctimas a los policías locales. Uf. Esa clase de comportamiento ni siquiera es humano. -Un visible temblor le recorrió el cuerpo. Se frotó los brazos con energía para entrar en calor.

Procedente de algún lugar del cielo gris de Siracusa, Gurney oyó el ruido característico del rotor de un helicóptero, cada vez más alto, luego más tenue y, por último, disolviéndose en el silencio.

– Algunos sociólogos se enfadarían conmigo por esto -dijo Gurney-, pero todo el concepto de asesino en serie, como mucha de la terminología del campo, tiene fronteras difusas. A veces creo que estos «científicos» son solo un puñado de gente autoconsagrada a la que le encanta poner etiquetas, y resulta que han logrado formar un club que da mucho dinero. Llevan a cabo investigaciones cuestionables, agrupan conductas o características similares en un «síndrome», le ponen un nombre que suene científico y luego ofrecen cursos de doctorado para que cabezas huecas que piensan como ellos memoricen las etiquetas, pasen un examen y se unan al club.

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