Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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Sujeté cuidadosamente la hoja con el pulgar y el índice (tras el incidente con el cristal, se me había sermoneado a voz en cuello sobre los peligros de los objetos cortantes), hice un pequeño corte en la parte inferior de la pegatina, procurando cortar exactamente por una línea decorativa, azul y roja, que iba casi de una punta a otra del papel.

Cuando levanté un poco el adhesivo por la incisión con la punta roma de la hoja de afeitar, cayó algo, que se precipitó al suelo con un leve crujido de papel. Era un sobrecito de papel siliconado, muy parecido a los que había visto entre el instrumental del sargento Graves. Dado que era semitransparente, advertí que en su interior había algo, algo cuadrado y opaco. Abrí el sobre y le di un golpecito con el dedo hasta que cayó algo sobre la palma de mi mano. De hecho, fueron dos cosas las que cayeron.

Eran dos sellos de correos: dos sellos de llamativo color naranja, cada uno en el interior de su minúscula funda traslúcida. Aparte del color, eran idénticos al Penny Black que habíamos encontrado ensartado en el pico de la agachadiza chica. Otra vez la imagen de la reina Victoria. ¡Qué decepción!

No dudaba de que mi padre se habría quedado extasiado ante el impecable estado de los dos sellos, fascinado por el grabado, maravillado por el dentado, deslumbrado por la suavidad del adhesivo…, pero para mí los sellos no eran más que esas cosas que se pegan a la carta que una le envía a la antipática tía Felicity de Hampshire para darle las gracias por el bonito álbum con dibujos de la ardilla Neddy.

Aun así, ¿para qué iba a preocuparme de dejarlos de nuevo en su sitio? Si el señor Sanders y el cadáver de nuestro jardín eran, cosa que yo ya sabía, la misma persona, estaba más que claro que esa persona no iba a necesitar ningún sello de correos.

«No -pensé-, me los quedaré.» Tal vez me resultaran útiles algún día para hacer un trueque con papá y salir así de un apuro, pues él era incapaz de pensar en sellos y disciplina al mismo tiempo.

Me metí el sobre en el bolsillo, me pasé la lengua por el dedo índice y humedecí la cara interior de la incisión que había practicado en el adhesivo del baúl. Luego lo alisé con el pulgar hasta cerrarlo. Nadie, ni siquiera el inspector Fabian de Scotland Yard, adivinaría jamás que alguien había rajado la pegatina para abrirla.

Se me acababa el tiempo. Eché un último vistazo a la habitación, me escabullí por el oscuro corredor y, tal y como me había ordenado Mary, me dirigí con sigilo hacia la escalera de atrás.

– ¡Eres más inútil que un toro con medias, Mary! ¿Cómo diantre voy a ocuparme yo de todo si lo único que haces tú es dejar que todo se vaya al garete?

Tully estaba subiendo por la escalera de atrás: una vuelta más, ¡y nos encontraríamos cara a cara!

Me alejé de puntillas en la dirección contraria, a través del serpenteante y tortuoso laberinto de pasillos: dos escalones arriba, tres abajo, y un segundo más tarde me detuve jadeando en lo alto de una escalera en forma de L que descendía hacia la entrada principal. Por lo que se veía, abajo no había nadie, así que descendí de puntillas, bajando los escalones de uno en uno.

Un largo corredor, del que colgaban infinidad de siniestros, grabados de caza, todos manchados de humedad, hacía las veces de vestíbulo en el que los arenques sacrificados durante siglos habían dejado sus ahumadas almas pegadas al papel pintado. Sólo el rectángulo de luz solar que penetraba a través de la puerta abierta disipaba un poco la penumbra.

A mi izquierda descubrí un pequeño mostrador con un teléfono, una guía telefónica, un jarroncito de cristal con pen samientos de color rojo y malva y un libro de contabilidad. ¡El registro!

Era obvio que el Trece Patos no era precisamente un hormiguero de huéspedes: en las páginas abiertas se podían leer los nombres de los viajeros que se habían hospedado allí durante la última semana e incluso antes. Ni siquiera me hizo falta tocar el libro. Allí estaba lo que buscaba:

2 de junio, 10.25 horas. F. X. Sanders, Londres

Ningún otro huésped se había registrado el día anterior, ni tampoco desde entonces.

Pero… ¿Londres? El inspector Hewitt había dicho que el muerto venía de Noruega, y yo sabía que el inspector Hewitt, lo mismo que el rey Jorge VI, no era muy amigo de las frivolidades.

Bueno, en realidad no había dicho exactamente eso: lo que había dicho era que el difunto había llegado recientemente de Noruega, lo que era harina de otro costal.

Antes de que tuviera tiempo de reflexionar acerca de esa cuestión, se oyó un alboroto en el piso de arriba. Era otra vez Tully, el omnipresente. Por su tono, supe que Mary se estaba llevando de nuevo la peor parte.

– No me mires así, jovencita, o te aseguro que tendrás motivos para lamentarlo.

Y en ese momento… ¡Tully empezó a bajar pesadamente por la escalera principal! No tardaría más que unos segundos en descubrirme. Pero justo cuando me disponía a salir disparada hacia la puerta, un abollado taxi negro se detuvo justo delante: en el techo se amontonaban las maletas, y de una de las ventanas sobresalían las patas de madera de un trípode de fotógrafo.

Tully se distrajo unos instantes.

– Aquí está el señor Pemberton -dijo en un teatral susurro-. Llega pronto. Te advertí que pasaría esto, jovencita. Muévete y deja esas sábanas sucias mientras yo voy a buscar a Ned.

¡Era mi oportunidad! Sólo tenía que pasar por delante de los grabados de caza, dirigirme corriendo al vestíbulo de atrás y salir al patio de la posada.

– ¡Ned! ¡Ven a subir el equipaje del señor Pemberton!

Tully estaba justo detrás de mí, siguiéndome hacia la parte de atrás de la posada. Aunque la luz radiante del sol me deslumbró momentáneamente, me di cuenta de que no había ni rastro de Ned, así que supuse que había terminado de descargar el camión y se dedicaba en ese momento a otros quehaceres.

Casi sin pensar en lo que hacía, subí de un salto a la parte de atrás del camión, me tendí en el suelo y me oculté tras una pila de quesos.

Escondida tras las ruedas de queso amontonadas, eché un vistazo y vi a Tully salir al patio de la posada, mirar a su alrededor y secarse la cara roja con el delantal. Iba vestido para servir pintas de cerveza, por lo que deduje que el bar estaba abierto.

– ¡Ned! -rugió.

Dado que Tully tenía el sol de cara, no podía verme en el interior en penumbra del camión, así que lo único que tenía que hacer era seguir tendida en el suelo y guardar silencio.

En eso estaba pensando cuando otras dos voces se sumaron a los rugidos de Tully.

– ¿Qué hay, Tully? -dijo una de las voces-. Gracias por la pinta.

– Hasta la vista, compañero -dijo la otra voz-. Nos vemos el sábado.

– Dile a George que puede jugarse hasta la camisa por Seastar…, pero ¡no le digas qué camisa!

Por supuesto, no era más que una de esas cosas absurdas que sueltan los hombres con el único objetivo de decir siempre la última. De hecho, no tenía la más mínima gracia. Aun así, los tres hombres se echaron a reír, y puede que hasta se dieran unas cuantas palmadas en las piernas para celebrar la ocurrencia. Un instante después, el camión se hundió sobre sus amortiguadores cuando los dos hombres treparon trabajosamente a la cabina. El motor carraspeó antes de arrancar y empezamos a movernos… hacia atrás.

Tully doblaba y desdoblaba los dedos, haciéndole señas al camión que circulaba marcha atrás para indicar que aún había espacio entre la puerta trasera del vehículo y el muro del patio. Me resultaba imposible saltar del vehículo sin caer directamente en brazos del posadero, así que no me iba a quedar más remedio que esperar hasta que cruzáramos el arco de entrada y saliéramos a la carretera.

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