Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– Ya lo sé, pero me siento mejor si echo un vistazo. -Neumann se apartó de la ventana-. Ha sido un día muy largo. Me vendría bien una taza de té.

– Todo lo que necesitas está en la cocina. Sírvete tú mismo. Neumann puso agua a hervir en el hornillo y volvió al salón.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Catherine-. Tu verdadero nombre.

– Horst Neumann.

– Eres militar. O al menos lo fuiste. ¿Qué graduación?

– Soy teniente.

Catherine sonrió.

– Vaya, pues la mía es más alta.

– Sí, lo sé: comandante.

– ¿Cuál es tu nombre de cobertura?

– James Porter.

– Déjame ver tu documentación.

Neumann se la tendió. Catherine la examinó atentamente. Era una falsificación excelente.

– Muy buena -dijo la muchacha-. Pero enséñala sólo cuando sea absolutamente imprescindible. ¿Tu tapadera?

– Resulté herido en Dunkerque y quedé inválido para el ejército. Ahora soy viajante de comercio.

– ¿Dónde resides?

– En la costa de Norfolk, en un pueblo llamado Hampton Sands. Vogel tiene allí un agente cuyo nombre es Sean Dogherty. Un simpatizante del IRA que lleva una granja.

– ¿Cómo entraste en el país?

– En paracaídas.

– Muy impresionante -afirmó Catherine, sincera-. ¿Y Dogherty te acogió? ¿Te estaba esperando?

– Sí.

– ¿Vogel se puso en contacto con él por radio?

– Eso supongo, sí.

– Lo que significa que el MI-5 te anda buscando.

– Me parece que localicé a dos de sus hombres en la calle Liverpool.

– Resulta lógico. Desde luego, estarán vigilando las estaciones. -Encendió un cigarrillo-. Tu inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendiste?

Mientras Neumann refería su historia, Catherine le observó atentamente por primera vez. Era bajo y de sobria constitución; muy bien pudo haber sido un atleta en otra época, un gimnasta o un tenista. Tenía el pelo moreno y los ojos de un azul penetrante. Resultaba obvio que era inteligente, no se trataba de uno de aquellos imbéciles que había visto en la escuela de espías de la Abwehren Berlín. Dudaba de que hubiese estado alguna vez como agente tras las líneas enemigas, pero no daba muestras de nerviosismo. Le formuló unas cuantas preguntas más antes de disponerse a escuchar lo que él tenía que decirle.

– ¿Cómo acabaste en este asunto?

Neumann contó su historia: que había sido miembro de los Fallschirmjäger y que había visto muchas más acciones de las que podía recordar. Le habló de París. De su traslado a la unidad de escuchas Funkabwehr del norte de Francia. Y de su reclutamiento por parte de Kurt Vogel.

– A nuestro Kurt se le da estupendamente encontrar trabajo a los elementos con inquietudes -dijo Catherine cuando Neumann hubo concluido-. Así pues, ¿qué me tiene reservado Vogel a mí?

– Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.

Silbó la tetera. Neumann fue a la cocina y se entretuvo preparando el té. «Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.» Y con un capacitadísimo antiguo paracaidista para ayudarla a escapar. Estaba conmovida. Siempre había supuesto lo peor: que cuando la guerra terminase, se vería abandonada en Gran Bretaña y obligada a arreglárselas sola, por su cuenta. Cuando llegase la inevitable victoria, británicos y estadounidenses se lanzarían sobre los archivos de la Abwehr que capturasen. Encontrarían su nombre, comprobarían que nunca llegaron a arrestarla e irían tras ella. Esa era otra de las razones por las que había ocultado tanta información a Vogel: no quería dejar un rastro que permitiese al enemigo seguirle la pista hasta Berlín. Pero era evidente que Vogel deseaba que ella volviera a Alemania, y había tomado las medidas pertinentes para asegurarse de que eso ocurriera.

Neumann regresó de la cocina cargado con una tetera y dos tazas. Lo depositó todo encima de la mesa y se sentó.

– Aparte de instruirme acerca de mi misión, ¿cuál es tu tarea? -le preguntó Catherine.

– Proporcionarte cuanto necesites, básicamente. Soy tu correo, tu agente de apoyo, tu radiotelegrafista. Vogel quiere que sigas sin aparecer por las ondas. Está convencido de que eso no es seguro. Sólo utilizarás la radio en el caso de que me necesites. Entonces te pondrás en contacto con Vogel mediante una señal acordada previamente y él se pondrá en contacto conmigo.

Catherine asintió con la cabeza y dijo:

– ¿Y cuando todo haya acabado? ¿Cómo se supone que saldremos de Gran Bretaña? Por favor, no me vengas con alguna heroicidad como robar una embarcación y zarpar rumbo a Francia, porque eso no es posible.

– Claro que no. Vogel te ha reservado un pasaje de primera a bordo de un sumergible.

– ¿Cuál?

– El U509.

– ¿Dónde?

– En el mar del Norte.

– Fabuloso. ¿En qué punto del mar del Norte?

– Spurn Head, en la costa del condado de Lincoln.

– Llevo viviendo aquí cinco años, teniente Neumann. Sé donde está Spurn Head. ¿Dónde se supone que hemos de abordar el submarino?

– Vogel tiene una embarcación con su capitán aguardando en un muelle del río Humber. Cuando llegue el momento de abandonar el país, me pongo en contacto con él y nos lleva hasta el submarino.

Catherine pensó: «De modo que Vogel tenía ya preparada una vía de escape y nunca me dijo una palabra.»

La muchacha tomó un sorbo de su té, al tiempo que observaba a Neumann por encima del borde de la taza. Existía le remota posibilidad de que fuera un hombre del MI-5 fingiéndose agente alemán. Ella podía someterle a una serie de ardides tontos, como poner a prueba su alemán o preguntarle acerca de algún café berlinés poco conocido, pero si realmente se trataba de un infiltrado del MI-5 sería lo bastante listo como para eludir una trampa tan patente. Neumann se sabía la lección, conocía una barbaridad de detalles acerca de Vogel y su historia parecía creíble. Decidió dejarle continuar. Cuando Neumann se disponía a tomar de nuevo la palabra, empezaron a sonar las sirenas de alarma.

– ¿Es preciso tomárselo en serio? -preguntó Neumann.

– ¿Has visto el edificio situado detrás de éste?

Neumann lo había visto: un montón de ladrillos rotos y maderas destrozada.

– ¿Dónde está el refugio más próximo?

– Al doblar la esquina. -Catherine le sonrió-. Bienvenido a Londres, teniente Neumann.

A primera hora de la tarde del día siguiente, el tren de Neumann se detenía en la estación de Hunstanton. Sean Dogherty fumaba nerviosamente en el andén cuando Neumann se apeó del vagón de ferrocarril.

– ¿Cómo te fue? -preguntó Dogherty, mientras caminaban hacia la camioneta.

– Todo como una seda.

Dogherty conducía desgradablemente de prisa por la carretera de carril único, ondulante y de firme en plena descomposición. La camioneta era una carraca chirriante que pedía a gritos una revisión total. Sombras opacas amortajaban los faros. Una babeante luz amarillo pálido se esforzaba infructuosamente en iluminar el camino. Neumann tenía la sensación de que caminaba por una extraña casa a oscuras, iluminándose sólo con la claridad que desprendía la llama de una cerilla. Atravesaron inhóspitas aldeas sumidas en tinieblas -Holme, Thornham, Tichwell- en las que no brillaba luz alguna y en las que casas y establecimientos comerciales tenían bajadas las persianas, sin que se apreciase el menor síntoma de vida humana. Dogherty le contaba cómo había pasado la jornada, pero Neumann fue desconectándose gradualmente para pensar en la noche que había pasado él.

Corrieron a una estación de metro, como todo el mundo, y permanecieron tres horas en un frío y húmedo andén, esperando a que las sirenas anunciaran que había pasado el peligro. Catherine. durmió un rato, permitiéndose apoyar la cabeza en el hombro de Neumann. Éste se preguntó si sería aquella la primera vez en seis años que la muchacha se consideraba segura. La contempló en la penumbra. Era una mujer extraordinariamente bonita, pero anidaba en ella una tristeza remota, como si en la infancia hubiese sufrido una herida, quizás una herida que le infligió algún adulto negligente. Se removió en sueños, agitada por alguna pesadilla. Neumann tocó el mechón de rizos que se derramaban sobre su hombro. Cuando sonó el fin de la alarma, Catherine se despertó como se despiertan todos los soldados en territorio enemigo, con brusquedad, abiertos los ojos de pronto, mientras se alarga la mano hacia el arma. En su caso era el bolso, donde Neumann supuso que guardaba un cuchillo o una pistola.

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