John Le Carre - La chica del tambor
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Durante el trayecto, apenas hablaron. Schulmann admiró el paisaje y sonrió con la serenidad propia de quien se ha ganado el descanso de la fiesta del sábado, a pesar de que la semana sólo estaba mediada. Alexis recordó que el avión de Schulmann partía de Colonia a primera hora de la tarde. Como un niño que espera le vayan a buscar a la escuela, Alexis contaba las horas que podría estar en compañía de Schulmann, presumiendo que éste no tenía otras citas concertadas, lo cual era una presunción ridícula pero maravillosa. En el restaurante, el patrón italiano trató, cual era de prever, con gran deferencia a Alexis, pero fue Schulmann quien realmente le encantó. Le dio el tratamiento de Herr Professor e insistió en situarlos en una gran mesa junto a una ventana, mesa en la que hubieran podido sentarse seis comensales. Abajo, se extendía la ciudad vieja, y más allá el sinuoso Rin, con sus colinas castañas y sus mellados castillos. Alexis conocía de memoria aquel paisaje, pero hoy, al través de la vista de su nuevo amigo Schulmann, le parecía que lo viera por primera vez. Alexis pidió dos whiskies y Schulmann no se opuso. Contemplando con evidente agrado el paisaje, mientras esperaban que les sirvieran las copas, Schulmann habló por fin:
- Quizá si Wagner hubiera dejado en paz a ese muchacho, Sigfrido, el mundo hubiera sido un poco mejor.
Durante un instante, Alexis no pudo comprender lo que había ocurrido. Hasta el momento, había tenido un día muy ocupado, con el estómago vacío y la mente tensa. ¡Schulmann había hablado en alemán! Con un denso y enmohecido acento sudeta que petardeaba como un motor en mal estado. Y, además, había esbozado una contrita sonrisa que era, al mismo tiempo, una confesión y una invitación a la conspiración. Alexis soltó una risita, Schulmann también rió, les sirvieron el whisky, brindaron y bebieron, aunque lo hicieron sin seguir el pesado rito alemán de «mirar, beber y volver a mirar», rito que a Alexis siempre le había parecido excesivo, principalmente si se practicaba con judíos, quienes instintivamente consideraban que los formalismos alemanes constituían una amenaza.
Cuando esta ceremonia de amistad hubo terminado, Schulmann observó, hablando de nuevo en alemán:
- Me han dicho que pronto le van a dar un nuevo destino, en Wiesbaden. Un trabajo burocrático. Más importante pero menos importante, según he oído decir. Dicen que usted es demasiado importante para la gente de aquí. Ahora que le conozco a usted y que conozco a esa gente, la noticia no me sorprende.
Alexis también se esforzó en no parecer sorprendido. Nadie le había hablado de un nuevo destino, aunque sabía que el asunto estaba en marcha. Incluso el hecho de haber sido sustituido por el silesio se trataba como si fuera un secreto. Alexis no había tenido tiempo de decir de ello ni media palabra a nadie, ni siquiera a su joven novia, con la que sostenía intrascendentes conversaciones telefónicas varias veces al día.
Filosóficamente, como si se dirigiera tanto al río como a Alexis, Schulmann observó:
- Así es la vida… Créame, en Jerusalén la carrera de un hombre es igualmente insegura. Ahora se va cuesta arriba, ahora se va cuesta abajo. Si., así son las cosas.
Schulmann parecía un poco defraudado, a pesar de todo. Interrumpiendo una vez más el curso de los pensamientos de Alexis, Schulmann añadió:
- Me han dicho que es una señorita encantadora, atractiva, inteligente, leal. Quizá sea demasiado mujer para esa gente.
Resistiendo la tentación de aprovechar la oportunidad para convertir la reunión en un seminario sobre los problemas de su vida, Alexis dirigió la conversación hacia la conferencia celebrada aquella misma mañana, pero Schulmann contestó con vaguedades, observando únicamente que los técnicos jamás resuelven nada, y que las bombas le aburrían. Había pedido pasta y la comió tal como comen los prisioneros, utilizando cuchara y tenedor, pero sin tomarse la molestia de mirar al plato. Alexis, temeroso de interrumpir los pensamientos de Schulmann, procuró hablar lo menos posible.
En primer lugar, Schulmann, con la tranquilidad con que hablan los hombres entrados en años, se embarcó en un moderado lamento acerca de los llamados aliados de los israelitas en la lucha antiterrorista. Con acentos de hogareños recuerdos, declaró:
- El pasado mes de enero, cuando estábamos ocupados en una investigación totalmente diferente, visitamos a nuestros amigos italianos. Les mostramos unas buenas pruebas, les dimos unas buenas señas. Los italianos poco tardaron en detener a unos cuantos italianos, mientras las personas en que Israel estaba interesado se encontraban seguras, en Libia, descansando y con la piel tostada, en espera de que les encomendaran otra misión. No era esto lo que nosotros queríamos.
Schulmann se llevó pasta a la boca. Se secó los labios con la servilleta. Alexis pensó que para Schulmann la comida era lo mismo que el combustible para un motor. Come para poder luchar. Schulmann prosiguió:
- En marzo, cuando surgió otro problema, ocurrió exactamente lo mismo, pero en esta ocasión tratábamos con Paris. Detuvieron a unos cuantos franceses, y a nadie más. Algunos funcionarios fueron elogiados, y gracias a nosotros, ascendidos. Pero los árabes…
Schulmann encogió los hombros con resignada benevolencia, y siguió:
- Esta actitud quizá sea expeditiva. Es buena para la política petrolera, para la economía, es buena para todo. Pero no para la justicia. Y lo que nosotros queremos es justicia.
Schulmann ensanchó la sonrisa, en directo contraste con el significado de sus palabras.
Dijo:
- Por esto, hemos aprendido a ser reticentes. Más vale que, al hablar, pequemos por poco que por mucho. Ahora bien, cuando nos encontramos con una persona que esta bien dispuesta con respecto a nosotros, con un historial brillante, y con un padre ejemplar, cual es su caso, pues bien, en este caso colaboramos. Con discreción. Sin formalidades. Entre amigos. Si esta persona puede utilizar constructivamente nuestra información en su beneficio, si ello puede servirle para progresar en su carrera, pues tanto mejor, sí, ya que nos gusta que nuestros amigos lleguen a ser influyentes en su oficio. Pero también queremos la parte de beneficios que nos corresponde. Esperamos resultados. Y los esperamos principalmente de aquellos que son amigos nuestros.
Estas palabras fueron las que más se acercaron, en aquel día o en cualquiera de los posteriores, a algo parecido a una propuesta. Alexis nada dijo. Con su silencio expresó su simpatía. Y Schulmann, quien tan bien comprendía a Alexis, también comprendió su actitud, ya que reanudó la conversación como si el trato hubiera quedado cerrado, y los dos colaborasen plenamente. Comenzó diciendo, en el tono de quien recuerda:
- Hace unos años, un grupo de palestinos nos creó ciertos problemas en Israel. Por lo general, los palestinos son gente de poca valía. Muchachos campesinos esforzándose en ser héroes. Cruzan subrepticiamente la frontera, se esconden en un pueblo, ponen sus bombas y salen a todo correr. Si no los cogernos en la primera ocasión, los cogemos en la segunda, caso de que haya tal segunda ocasión. Sin embargo, los hombres a quienes me refería al principio eran diferentes. Tenían un buen mando. Sabían moverse. Sabían evitar a los confidentes, borrar su rastro, organizarse por sí mismos, redactar sus propias órdenes. La primera vez atacaron un supermercado en Beit Shean. La segunda vez atacaron una escuela, después atacaron unos grupos de colonos, luego otra tienda, hasta que, por fin, su campaña comenzó a ser monótona. Luego comenzaron a atacar a nuestros soldados, cuando, estando de permiso, hacían autostop para ir a su casa. Y entonces comenzaron a aparecer las madres indignadas, los artículos periodísticos y todo lo demás. El grito unánime era: «Atrapad a esa gente.» Nos pusimos alerta, y dimos las oportunas órdenes a todo quisque. Descubrimos que aquella gente se servía de cuevas en el valle del Jordán. Descansaban. Vivían sobre el terreno. Pero no podíamos encontrarlos. La propaganda que los apoyaba los llamaba el «Comando Ocho», pero nosotros conocíamos del derecho y del revés el Comando Ocho, el tal comando no hubiera podido siquiera encender una cerilla sin que nosotros lo supiéramos con una antelación sobradamente cómoda. Con respecto a los nuevos atacantes se decía que eran hermanos. Si, un negocio familiar. Un confidente había contado tres, otro había contado cuatro. Pero, con toda certeza, se trataba de hermanos y, tal como ya sabíamos, tenían su base de operaciones en el Jordán. Formamos un equipo y comenzamos a buscarlos. Les llamamos Sayaret, se trata de equipos pequeños, formados por hombres duros. Nos enteramos de que el comandante palestino era un hombre solitario, muy poco proclive a otorgar su confianza a alguien que no fuera de la familia. Estaba obsesionado con el traicionero carácter árabe. Jamás dimos con él. Pero sus dos hermanos no eran tan escurridizos. Uno de ellos andaba encaprichado con una chica de Amán. Una mariana, al salir de casa de esta chica, cayó ametrallado. El segundo cometió el error de visitar a un amigo, en Sidón, en cuya casa pasó una semana. Nuestras fuerzas aéreas hicieron trizas su automóvil, mientras viajaba por la carretera de la costa.
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