John Le Carre - La chica del tambor
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Sin embargo, el imperio del empeño de Schulmann era lo que Alexis percibía con más fuerza. Schulmann era una especie de ultimátum humano que comunicaba a sus hombres las presiones que él sentía en sí mismo, e imponía una presión casi insoportable sobre sus tareas. Podemos vencer, pero también podemos perder, venía a decir Schulmann en la vívida imaginación del doctor Alexis. Y, además, nos hemos demorado demasiado, durante demasiado tiempo. Schulmann era el empresario, el director, el general, todo al mismo tiempo, pero, a la vez, era un hombre muy mandado por otros. Por lo menos ésta era la manera en que Alexis interpretaba a Schulmann, y Alexis no siempre se equivocaba. Lo interpretaba así en méritos de la dura e interrogativa manera en que sus hombres le trataban, y lo hacían, no en averiguación de los detalles en las investigaciones, sino en los avances de las mismas: ¿es un paso adelante? ¿Contribuye al esclarecimiento? Alexis advirtió que Schulmann tenía un ademán característico, consistente en subirse la manga de la chaqueta, agarrando con la mano su recio antebrazo, y después se retorcía la muñeca con tal fuerza que parecía estimara fuese la muñeca de otro, hasta el momento en que su reloj de pulsera, de acero, le devolvía en reflejo la mirada. Alexis pensó que Schulmann también tenía un plazo límite. Si, a sus pies también tenía una bomba de relojería, haciendo tictac. Sí, y esta bomba la llevaba el sacasillas en su cartera de hombre de negocios.
La interacción entre los dos hombres fascinaba a Alexis, y constituía un bienvenido descanso en su tensión. Cuando Schulmann daba un paseo por la Drosselstrasse y se detenía ante las deleznables ruinas de la casa volada por la bomba, alargaba impulsivamente el brazo, como pidiendo disculpas, y miraba su reloj, comportándose tan indignadamente como si aquella casa hubiera sido la suya, y entonces, el sacasillas de Schulmann se ocultaba en las sombras cual si fuese la conciencia del otro, con sus esqueléticas manos puestas enérgicamente en sus costados, causando la impresión de refrenar a su jefe, mediante la musitada confesión de sus creencias. Cuando Schulmann citaba al agregado laboral, para tener con él una última conversación privada, y cuando el diálogo entre los dos, oído a medias al través del tabique, llegaba a tono de gritos, y luego descendía hasta el bajo tono del confesionario, era el sacasillas quien sacaba de la estancia al destrozado interrogado, y quien personalmente le devolvía a los cuidados de la embajada, con lo cual confirmaba una teoría que Alexis había alentado desde un principio, pero que las autoridades de Colonia le habían ordenado no desarrollar bajo pretexto alguno.
Todo conducía a esta teoría. La introvertida y ansiosa esposa dedicada solamente a soñar en su hogar sagrado; el aterrador sentido de culpabilidad del agregado laboral; su absurdamente generosa recepción de la muchacha llamada Katrin, con la que se atribuyó, prácticamente, el papel de hermano por poderes, otorgados en ausencia de Elke; su curiosa confesión de que había entrado en el dormitorio de Elke, cosa que su esposa jamás hacía. Para Alexis, quien se había encontrado en situaciones parecidas, en pasados tiempos, y que ahora volvía a encontrarse en la misma situación -desgarrado por sentimientos de culpabilidad, y con los nervios sensibles a las más leves brisas sexuales-, los síntomas se encontraban escritos claramente en todo el expediente, y, en secreto, a Alexis, le gustaba que Schulmann también se hubiera dado cuenta de ello. Ahora bien, las autoridades de Colonia se cerraban de banda ante estos hechos, las autoridades de Bonn, por su parte, explotaban histéricamente las circunstancias. El agregado laboral era un héroe, padre de un hijo muerto, marido de una mujer mutilada. Era la víctima de una salvajada antisemítica cometida en tierra alemana, era un diplomático acreditado en Bonn, y, por definición, era el judío más respetable entre cuantos judíos hayan sido inventados. ¿Quiénes eran los alemanes, nada menos que los alemanes, se preguntaban a sí mismos, para denunciar a tal persona en concepto de infiel al vínculo matrimonial? Aquella misma noche, el desdichado agregado laboral acompañó al cadáver de su hijo a Israel, y el telediario de ámbito nacional inició el programa con la imagen de la ancha espalda del agregado subiendo la escalerilla, mientras el omnipresente Alexis, sombrero en mano, con pétreo respeto le contemplaba partir.
Algunas actividades de Schulmann no llegaron a oídos de Alexis hasta después de que el equipo israelita hubiera partido rumbo a Israel. Por ejemplo, descubrió casi por casualidad, aunque no del todo, que Schulrann y su sacasillas habían efectuado conjuntamente investigaciones acerca de Elke, con independencia de los investigadores alemanes, y que la habían convencido, a altas horas de la noche, de que demorase su provecto de regresar a Suecia, con el fin de que los tres pudieran gozar de una conversación privada totalmente voluntaria y bien pagada. Los dos israelitas pasaron una tarde entera interrogando a la muchacha en el dormitorio de un hotel, y, después, en contraste con la economía de que hacían gala en otras ocasiones sociales, los dos acompañaron a la muchacha en taxi hasta el aeropuerto. Alexis intuía que hicieron lo anterior con la finalidad de descubrir quiénes eran los verdaderos amigos de Elke, y a dónde iba Elke a divertirse cuando su novio quedaba a buen recaudo, en manos del ejército. Y en dónde compraba Elke la marijuana y las anfetaminas que encontraron entre los restos de su dormitorio. O para averiguar, lo cual era más probable, quién la obsequiaba con estos productos, y en los brazos de quién prefería abandonarse para hablar de sí misma y de la familia en la que trabajaba, cuando se sentía realmente a gusto y tranquila. Alexis dedujo todo lo anterior debido, en parte, a que sus propios hombres le entregaron un informe confidencial sobre Elke, y las preguntas que Alexis atribuía a Schulmann eran exactamente las mis-mas que él hubiera formulado a la muchacha, si Bonn no le hubiera amordazado, prohibiéndole esta clase de investigaciones.
Las autoridades de Bonn siempre decían que era preciso no jugar sucio, dejar, primero, que creciera la hierba sobre las ruinas. Y Alexis, que ahora estaba luchando por su supervivencia, comprendió estas insinuaciones y se calló, sí, debido a que de día en día el prestigio del silesio iba en alza, mientras el de Alexis iba en baja.
De todas maneras, Alexis hubiera apostado cualquier cosa a que habría acertado la clase de respuestas que Schulmann, con el ejercicio de su frenética y despiadada presión, pudo extraer de la muchacha, entre miradas a aquel reloj que llevaba, con el retrato a pluma de un viril estudiante árabe o de un agregado diplomático principiante en algún puesto de escasa importancia, aunque también cabía la posibilidad de que se tratase de un cubano, contando con dinero sobrado así como con los pertinentes paquetitos de droga, y una insólita predisposición a escuchar. Mucho después, cuando ello carecía ya de importancia, Alexis también se enteró -gracias a los servicios de seguridad suecos quienes también se sintieron interesados por la vida amorosa de Elke- que Schulmann y su sacasillas habían exhibido a altas horas de la madrugada, mientras los demás dormían, una colección de fotografías de los más probables candidatos. Y que de entre estas fotografías, Elke eligió una correspondiente a un hombre que se decía chipriota, a quien Elke había conocido con el nombre de Marius, nombre que el hombre en cuestión exigía se pronunciara a la francesa. Y Alexis también supo que Elke había firmado una declaración al efecto -«Sí, éste es el Marius con quien me acosté»- que, según Schulmann y su sacasillas dijeron a la muchacha: necesitaban para llevársela a Jerusalén. ¿Y a santo de qué?, se preguntó Alexis. ¿Para que Schulmann consiguiera que le ampliaran el plazo concedido? ¿Para conseguir crédito en la base? Alexis comprendía esas cosas. Y cuanto más pensaba en ellas, mayor era su sentimiento de afinidad con Schulmann, y su sentido de camaradería y comprensión. Alexis pensaba: tú y yo somos iguales. Luchamos, percibimos, vemos.
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