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John Le Carre: La chica del tambor

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Lo que sí recordaba era que la muchacha tenía bonitas piernas y el cuello muy blanco. Mangas largas, efectivamente, ya que de lo contrario se hubiera fijado en sus brazos. Si., llevaba viso o algo parecido, ya que de lo contrario hubiera percibido el perfil de su cuerpo, a contraluz. ¿Sujetador? Pues quizá no lo llevara, ya que la chica tenía busto de moderado volumen y podía evitarse tal prenda. Los investigadores llamaron a modelos vivas y las vistieron para que el agregado laboral las examinara. Seguramente vio cien vestidos azules diferentes, enviados por todos los almacenes de prendas femeninas a lo largo y ancho de Alemania, pero el agregado cultural no podía recordar, ni que le mataran, si el vestido de aquella muchacha tenía puños y cuello de diferente color, y la tortura espiritual que el agregado padecía en nada contribuía a mejorar su memoria. Cuanto más le preguntaban, más flaca era su memoria. Los habituales testigos fortuitos confirmaron parcialmente las declaraciones del agregado, pero nada importante añadieron. Las patrullas de la policía nada vieron, y probablemente el atentado se organizó para que así fuera. La maleta podía ser de veinte marcas diferentes. El automóvil, ya privado, ya de servicio público, era un Opel o un Ford, era gris, no estaba muy limpio, no era nuevo ni viejo, llevaba matrícula de Bonn, no, de Bonn no, de Siegburg. Sí llevaba el distintivo de taxi en lo alto. No, el techo era corredizo, y alguien había oído música en el interior del vehículo, aunque no pudo concretar de qué programa de radio se trataba. Sí, llevaba antena de radio. No, no la llevaba. El conductor era un hombre de raza blanca, pero también podía ser turco. Lo habían hecho los turcos. Iba con la cara afeitada, llevaba bigote, tenía el cabello negro. No, rubio. Era delgado, pero también podía tratarse de una mujer disfrazada. Alguien tenía la certeza de que tras el vidrio trasero colgaba la menuda figura de un deshollinador. Pero también podía tratarse de una pegatina. Si, era una pegatina. Alguien dijo que el conductor llevaba un anorak. O quizá fuera un jersey.

Al llegar a este punto muerto, el equipo israelita pareció caer en un estado de coma colectivo. Quedaron todos aletargados, llegaban tarde y se iban pronto, pasaban mucho tiempo en su embajada, a la que iban para recibir nuevas instrucciones. Pasaron los días y Alexis concluyó que los miembros del equipo de investigación esperaban algo. Dejaban pasar el tiempo pero estaban un tanto excitados. Parecían dominados por una sensación de inquietud, pero al mismo tiempo estaban inactivos, lo cual también le ocurría a menudo al propio Alexis. Si, ya que Alexis estaba insólitamente bien dotado para prever desde lejos los acontecimientos mucho antes que sus colegas. En lo referente al trato con los judíos, Alexis concluyó que le había tocado tratar con mediocridades. El tercer día, al equipo de investigadores judíos se unió un hombre mayor que los otros, de ancho rostro, que dijo llamarse Schulmann, y que iba casi siempre acompañado de una especie de ayudante o sacasillas, muy delgado, que parecía contar la mitad de los años de Schulmann. A Alexis le gustaba comparar a aquel par con César y Cassius, aunque en versión judía.

La llegada de Schulmann y su ayudante fue para el buen Alexis un insólito alivio del dominado frenesí de su propia investigación, y de la pesadez de tener que aguantar siempre al policía de la Silesia, al silesio, que comenzaba a comportarse antes como un sucesor que como un ayudante. Lo primero que Alexis observó con referencia a Schulmann fue que su llegada tuvo la virtud de elevar, inmediatamente, la temperatura del equipo de investigación israelita. Hasta la llegada de Schulmann, aquellos seis hombres habían tenido cierto aire de que les faltara algo. Se habían comportado con cortesía, no habían bebido alcohol, habían tendido pacientemente sus redes, y habían mantenido entre sí la cohesión propia de una unidad de lucha, con el aire oriental propio de hombres con los ojos negros. El dominio que de sí mismos tenían resultaba un tanto desalentador para aquellos que no lo compartían, y cuando, durante un rápido almuerzo en el comedor comunitario, el pesado silesio decidió gastar bromas acerca de la comida kosher, y hablar con aire de superioridad de las bellezas de la patria de los judíos, permitiéndose una referencia claramente insultante a la calidad del vino de Israel, los del equipo judío aceptaron este homenaje con una cortesía que a Alexis le constaba les costaba sangre. Y cuando el silesio prosiguió, hablando del renacimiento de la Kultur judía en Alemania, y de la astucia con que los nuevos judíos habían dominado el mercado inmobiliario en Frankfurt y en Berlin, los miembros del equipo judío siguieron callados, a pesar de que las acrobacias financieras de los judíos stettel que no habían dado respuesta a las llamadas de Israel les desagradaban, en secreto, tanto como la rudeza de sus anfitriones. Después, de repente, con la llegada de Schulmann, todo quedó clarificado o con una diferente orientación. Schulmann era el jefe que habían estado esperando. La llegada de Schulmann, procedente de Jerusalén, fue anunciada con pocas horas de anticipación, mediante una llamada telefónica, un tanto pasmada, efectuada desde el cuartel general de Colonia.

- Mandan a otro especialista que ya se encargará por sí mismo de entrar en contacto con usted.

Alexis, quien, en una reacción muy poco alemana, tenía antipatía a las personas con títulos, preguntó:

- ¿Especialista en qué?

No lo sabían. Pero, de repente, llegó Schulmann, quien, en opinión de Alexis, no era un especialista, sino un hombre de cabeza grande, activo veterano de todas las guerras habidas desde las Termópilas, de una edad comprendida entre los cuarenta y los noventa años, cuadrado, eslavo, fuerte, mucho más europeo que israelita, con ancho pecho, que caminaba a largas zancadas de luchador, y con unos modales que temían la virtud de tranquilizar a cuantos le trataban. Con él iba aquel acólito del que nadie había hecho mención. Este último quizá no fuera un Cassius, sino, antes bien, el arquetípico estudiante dostoievscano: hambriento y en lucha contra los demonios. Cuando Schulmann sonreía, en su rostro se formaban unas arrugas que parecían haber sido trazadas, a lo largo de siglos, por el paso de las aguas sobre las mismas rocas, y sus ojos casi quedaban cerrados, como los de un chino. Luego, mucho después de que Schulmann hubiera sonreído, su sacasillas también sonreía, cual si al hacerlo reconociera en la actitud de su jefe un retorcido y oculto significado. Cuando Schulmann saludaba a alguien, su brazo derecho, íntegramente, avanzaba hacia la persona saludada, en un movimiento parecido al de dar un puñetazo de abajo arriba, capaz de tumbar al saludado, en el caso de que éste no bloqueara el golpe. Pero el sacasillas mantenía los brazos caídos al costado, como si no tuviera en ellos la confianza precisa para dejarles salir solos. Cuando Schulmann hablaba, lanzaba una porción de ideas contradictorias, como un chorro de postas, y esperaba a ver cuáles de ellas daban en el blanco y cuáles le eran devueltas. A continuación sonaba la voz del sacasillas, como si cumpliera la función de un equipo de camilleros, recogiendo serenamente los muertos.

En un inglés de fuerte acento extranjero y en tono alegre, Schulmann dijo:

- Me llamo Schulmann. Es un placer conocerle, doctor Alexis. Schulmann, solamente.

Sin nombre de pila, sin rango o graduación, sin título académico, sin clasificación administrativa, sin función determinada. Y el discípulo ni siquiera tenía nombre, al menos para los alemanes. Sin nombre, sin sonrisas, sin conversación ociosa. Según la interpretación de Alexis, aquel hombre, Schulmann, era un jefe popular, un hombre que daba esperanzas, una fuente de energías, un extraordinario hombre de acción, un supuesto especialista que exigía un espacio exclusivamente para él y que, en el mismo día en que lo pedía, lo conseguía. Sí, porque el sacasillas se ocupaba de ello. Poco tardó en llegar el momento en que, de puertas adentro, la incesante voz de Schulmann tuvo el tono de un abogado rural que examinara y valorase la labor llevada a cabo hasta el momento. No era preciso ser un erudito en la ley mosaica para comprender los porqué, los cómo, los cuándo y los por qué no. Alexis pensó que aquel hombre improvisaba, que era un guerrillero urbano nato. Y cuando Schulmann guardaba silencio, Alexis oía también todo lo anterior, y se preguntaba qué diablos Schulmann pensaba, así, de repente, que fuera lo bastante interesante para inducirle a callar -¿o es que acaso rezaba?-. ¿Rezaban aquellos judíos? A veces, era el turno del sacasillas, y cuando éste hablaba, Alexis no oía siquiera el menor sonido, ni un murmullo, porque la voz del muchacho, cuando hablaba entre alemanes, tenía un volumen tan escaso como su propio cuerpo.

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