John Le Carre - La chica del tambor

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Alexis no pudo reprimir una sonrisa de excitación, y murmuró: -No había bastante hilo conductor.

Pero Schulmann optó por fingir que no oía estas palabras. Schulmann prosiguió:

- A la sazón, ya sabíamos quiénes eran estos hermanos. Se trataba de una familia de la orilla Oeste, de un pueblecito dedicado al cultivo de viñedos, cerca de Hebrón, que había huido después de la guerra del sesenta y siete. Había un cuarto hermano, pero era demasiado joven para pelear, incluso de acuerdo con el criterio palestino. Había dos hermanas, aunque una de ellas murió en un bombardeo de represalias que tuvimos que efectuar al sur del río Litani. Con ello, el tal ejército había quedado muy menguado. A pesar de todo, seguimos buscando a nuestro hombre. Esperábamos que obtuviera refuerzos y volviera a la carga. No lo hizo. Dejó de actuar. Pasaron seis meses. Pasó un año. Nos dijimos: «Olvidémonos de él, probablemente los suyos le han matado, ya que esto es normal.» Nos dijeron que los sirios le habían tratado con cierta dureza, por lo que bien cabía la posibilidad de que hubiera muerto. Hace pocos meses nos llegó el rumor de que este hombre había venido a Europa. Aquí. Que había formado un equipo, varios de cuyos miembros eran muchachas, la mayoría de ellos alemanes y jóvenes.

Se llevó más comida a la boca, y, con expresión meditativa, masticó y tragó. Terminado este trámite, prosiguió:

- Dirigía el equipo a distancia, interpretando el papel de Mefistófeles árabe ante un puñado de críos impresionables.

Al principio, en el silencio que siguió a estas palabras, Alexis no pudo examinar la cara de Schulmann. El sol se había situado detrás de las colinas castañas a las que la ventana daba. A consecuencia de ello, era difícil interpretar la expresión del rostro de Schulmann. Discretamente, Alexis movió la cabeza y volvió a mirar a Schulmann. Se preguntó a qué podía deberse la aparición de aquel lechoso velo que cubría sus oscuros ojos. ¿Y era realmente la nueva luz del sol lo que había dejado desteñida la piel de Schulmann, dejándola agrietada, enfermiza o muerta? Después, en el curso de aquel día tan abundante en percepciones luminosas y, en ocasiones, dolorosas, Alexis vio la pasión que hasta aquel instante había estado oculta a su percepción allí, en el restaurante, y abajo en la dormida ciudad balneario, con sus grandes edificios ministeriales. De la misma forma que se ve que ciertos hombres aman, Schulmann estaba poseído por un profundo y terrible odio.

Schulmann se fue aquella misma tarde. El resto del equipo se quedó dos días más. Se pretendió celebrar una fiesta de despedida con la que el silesio quería destacar las excelentes relaciones que tradicionalmente sostenían ambos servicios. Se trataba de una reunión vespertina con cerveza y salchichas que Alexis abortó discretamente mediante el hecho de advertir que, teniendo en consideración que el gobierno de Bonn había decidido, aquel mismo día, difundir clarísimas indirectas de un posible y próximo suministro de armas a la Arabia Saudí, era muy poco probable que los invitados a la fiesta estuvieran de humor festivo. Este fue quizás el último acto de servicio eficaz que llevó a cabo Alexis en el desempeño de su cargo. Un mes después, tal como Schulmann había predicho, Alexis fue trasladado a Wiesbaden. Se trataba de un cargo oscuro que teóricamente constituía un ascenso, pero que reducía en mucho las iniciativas de la caprichosa individualidad de Alexis. Un periódico poco amable, que en otros tiempos se había contado entre los defensores del buen doctor, comentó aviesamente que la pérdida sufrida por Bonn se traduciría en ganancia del espectador de televisión. El único consuelo de Alexis, en un momento en que muchos de sus amigos alemanes se apresuraban a distanciarse de él, fue la recepción de una cariñosa nota manuscrita, con expresión de buenos deseos, con matasellos de Jerusalén, que encontró en su nueva mesa escritorio, el primer día que ocupó su nuevo cargo. Con la firma «Siempre suyo, Schulmann», la nota le deseaba buena suerte, y los deseos de un nuevo encuentro, fuera oficial, fuera privado. En una amarga postdata Schulmann daba a entender que tampoco él estaba pasando una buena temporada. La nota decía: «A no ser que consiga resultados pronto, mucho temo que me encontraré en una situación semejante a la suya.» Con una sonrisa, Alexis metió la nota en un cajón en donde cualquiera podría leerla y, sin duda, sería leída. Sabía exactamente lo que Schulmann hacía, y le admiraba por ello. Schulmann estaba sentando inocentemente las bases de su próxima relación. Un par de semanas después, cuando el doctor Alexis y su joven novia contrajeron matrimonio discretamente, las rosas enviadas por Schulmann fueron, entre todos los obsequios, el que más alegró y divirtió a Alexis, quien pensó: «¡Y ni siquiera le dije que iba a casarme!»

Aquellas rosas fueron como la promesa de un nuevo amor, precisamente en el momento en que Alexis más lo necesitaba.

2

Casi ocho semanas pasaron antes de que el hombre a quien Alexis conocía como Schulmann regresara a Alemania. Durante este período, las investigaciones y el planeamiento de los equipos de Jerusalén habían dado tantos y tan extraordinarios saltos, que aquellos que aún trabajaban entre las ruinas de Bad Godesberg apenas podían reconocer el caso. Si se hubiera tratado solamente de un asunto consistente en castigar a los culpables -si el siniestro de Godesberg hubiera sido aislado, en vez de formar parte de una concatenada serie-, Schulmann no se hubiera tomado la molestia de intervenir, por cuanto su finalidad era más ambiciosa que la de castigar pura v simplemente, y estaba íntimamente relacionada con su supervivencia profesional. Ahora, ya durante meses, y bajo la incesante insistencia de Schulmann, sus equipos habían estado buscando lo que él llamaba una ventana lo bastante ancha para que alguien penetrara por ella y derrotara al enemigo desde el interior de la casa, en vez de atacarle con tanques y artillería desde el terreno frontero a la casa, siendo esto último el más destacado deseo de Jerusalén en la actualidad. Gracias al caso de Godesberg, se creía, haber encontrado tal ventana. Mientras los investigadores de la Alemania Occidental aún se perdían entre vagas pistas, los burócratas de Schulmann en Jerusalén estaban formando disimulados vínculos en lugares tan apartados como Ankara y el Berlín Oriental, así como trazando las Líneas de mando posibles, antes de lanzarse al ataque por esta o aquella vía diplomática. Los veteranos ya hablaban de imágenes reflejadas en un espejo, es decir, de la formación, en Europa, de organizaciones harto conocidas en el Oriente Medio, hacía dos años.

Schulmann no fue a Bonn, sino a Munich, y no fue allá como un tal Schulmann, y además, ni Alexis ni su sucesor, el silesio, se enteraron de su llegada, que era precisamente lo que Schulmann quería. Ahora, su nombre era Kurtz, aunque lo usaba tan poco que incluso se le podría perdonar en el caso de que algún día se olvidara de él. Kurtz, que significa «corto». Kurtz, el del camino corto, decían algunos. Y sus víctimas decían, Kurtz, el de la mecha corta. Otros hacían complicadas comparaciones con el personaje de Joseph Conrad. Pero la verdad monda y lironda era que el hombre procedía de la Moravia y, originariamente, se escribía Kurz, hasta que un policía británico, durante el Mandato, llevado por su sabiduría le añadió una «t». Y el apellido había conservado la «t», como una pequeña daga clavada en el cuerpo de su identidad, cual si de un chivo expiatorio se tratara.

Nuestro hombre llegó a Munich, vía Estambul, después de haber cambiado pasaporte dos veces, y de haber utilizado tres aviones. Antes, había pasado una semana en Londres, aunque allí apenas se le vio. En todos los Lugares en que estuvo, se ocupó de rectificar situaciones, comprobar resultados, conseguir ayudas, persuadir a personas, dándoles coberturas y el auxilio de verdades a medias, dando ímpetu a los remisos mediante su extraordinaria y constante energía, así como mediante el volumen y el alcance de su planeamiento avanzado, aun cuando a veces se repetía, u olvidaba alguna orden menor dada por él mismo. Solía decir, acompañando sus palabras con un guiño, que vivimos muy poco tiempo, y que estamos muertos durante demasiado tiempo. Esto era lo más parecido a una disculpa que nuestro hombre decía, y su personal solución del problema consistía en no dormir. En Jerusalén se solía decir que Kurtz dormía con la misma velocidad con que trabajaba. Y era mucha velocidad. Kurtz, le explicaban a uno, era el jefe de las operaciones de Europa. Kurtz era el que abría camino donde no podía abrirse. Kurtz hacía florecer el desierto. Kurtz regateaba e intrigaba y mentía incluso en sus oraciones, pero se ganaba una buena suerte cual los judíos no habían tenido en el curso de dos mil años.

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