Él hizo un sonido áspero y se acercó a ella, sujetando sus brazos y levantándola de la silla.
– Por favor, no, cariño, no puedo soportarlo. Nunca te he visto llorar antes -su voz era ronca todavía, y los brazos que la sostenían eran gentiles, pero curiosamente fieros.
Antonia no podía parar; sollozó contra su ancho pecho en una tormenta de dolor. Poco a poco, sin embargo, se dio cuenta de sus murmullos, del calor duro de su cuerpo, y de la fuerza de sus brazos a su alrededor. Todavía estaba dolida, pero el instinto le advirtió que tenía que retirarse de él antes de que sus caóticas emociones provocaran otro tipo de tormenta.
Finalmente, fue capaz de levantar la cabeza, pero antes de que pudiera hablar, él rodeó su rostro con las manos, sus dedos pulgares suavemente borrando la última de sus lágrimas.
– Toni…
Él estaba demasiado cerca. Su rostro llenaba su visión, su corazón, su alma. La ternura en sus ojos fue su perdición. Ella trató, pero no había fuerza alguna, ninguna certeza, detrás de su petición murmurada.
– Por favor… por favor, sólo vete.
Al principio, pareció que él lo haría. Pero entonces su rostro se endureció, y su cabeza se inclinó hacia la de ella.
– No puedo -susurró justo antes de que sus labios tocaran los de ella-. No puedo alejarme de ti otra vez.
Antonia no pudo pedírselo una segunda vez. El primer contacto de su boca trajo todos sus sentidos a la vida, y aunque una parte pequeña de su conciencia le susurraba que después se arrepentiría, ella no la escuchó. La tristeza de la tragedia que esperaba a los amantes fantasmas había hecho el dolor de su propio amor más agudo que nunca. Tomaría lo que pudiera, aunque sólo fuera por una noche.
La besó como si sintiera la misma necesidad desesperada, su boca inclinada sobre la de ella para profundizar el contacto y sus brazos atrayéndola aún más cerca hacia su cuerpo duro. Sintió la seda gruesa de su pelo bajo sus dedos, y sólo entonces se dio cuenta de que ella había deslizado sus brazos alrededor de su cuello. Una fiebre de deseo surgió desde el centro de ella, extendiéndose hacia el exterior, hasta que todo lo que sentía era calor y deseo.
Ella le estaba devolviendo los besos y, al igual que en ese cómodo establo tantos meses atrás, se olvidó de que era una dama y sólo sabía que era una mujer.
Ella murmuró una protesta sin palabras cuando sus labios abandonaron los suyos, pero se estremeció de placer ante su tacto aterciopelado en el cuello. Las manos de Richard desataron la cinta de su bata, y ella ciegamente se encogió de hombros para deshacerse de la prenda.
– Toni… déjame amarte, cariño…
Ella no le respondió en voz alta, pero cuando sus labios volvieron a los de ella, no tuvo que volver a preguntar. Su lengua se deslizó en su boca ávida acariciando la de ella, y sus manos se movieron por su espalda para abarcar su trasero, la batista de su camisa de dormir proporcionando una fricción suave entre su carne y la de él. Antonia podía sentir todo su cuerpo moldeándose contra el suyo, como si no tuviera huesos, y la dureza de su excitación la hacía dolorosamente consciente del vacío en su interior. Sus pechos se presionaban contra su torso y se sentían palpitantes, hinchados por la necesidad de su contacto.
Ella quería tocarle, quería sentir sus manos sobre su piel desnuda. Era un deseo irresistible, una necesidad tan intensa que nada más importaba, excepto satisfacerla de una vez. Sintió que él la levantaba, cargándola un par de pasos, y luego la suavidad de la cama estaba debajo de ella.
Con sus ojos aún cerrados y su boca fiera bajo la de él, tiró con impaciencia de su bata hasta que él tuvo que forcejear para sacarse la prenda. Durante un tiempo, entonces, ella no supo quien estaba haciendo qué, sólo que su camisón desapareció y ella sintió el impacto sensual de su cuerpo contra el suyo.
En el establo, no se habían desnudado por completo, la brevedad de su tiempo juntos y su prisa por tenerse el uno al otro, habían hecho de ello un lujo que no podían permitirse. Pero ahora tenían toda la noche y una asegurada privacidad, y Antonia quería llorar o reír en voz alta ante esa gloriosa libertad.
Un pequeño gemido se le escapó cuando él hizo con sus labios un camino descendente por su garganta, y eso la obligó a abrir los ojos. Él estaba mirando su cuerpo desnudo, sus ojos oscurecidos, y en su rostro duro una expresión de maravilla que ella le había visto sólo una vez antes.
– Toni… Oh, Dios, eres tan bella…
Antonia no sintió timidez, ni siquiera una pizca de vergüenza, no importaba lo que esa voz susurrante propia de la educación de una dama insistiera. Se alegró de que la encontrara hermosa, contenta de que su cuerpo le gustara. Sus manos tocaron sus anchos hombros, la columna fuerte de su cuello, y luego sus dedos se deslizaron entre su cabello cuando su cabeza se inclinó hacia ella de nuevo.
Sus labios se perdieron en la pendiente satinada de su pecho, y luego sintió el placer ardiente de su boca cerrándose sobre un endurecido pezón. Ella gritó de sorpresa, su cuerpo arqueándose por su propia voluntad, aturdida por las oleadas de sensaciones que la inundaban. Su mano fue acariciando y amasando su carne, su boca hambrienta sobre su pezón, y ella supo que él podía sentir, tal vez incluso oír, el atronador latido de su corazón.
El calor fue acumulándose dentro de ella, ardiendo, y ella parecía no poder mantener su cuerpo quieto. Sintió que su mano se deslizaba lentamente por su vientre, haciendo temblar todos sus músculos, y cuando tocó los rizos de color rojo bruñido sobre su montículo, todo su cuerpo se sacudió ante la descarga de placer. Sus piernas se apartaron para él, y su mano la cubrió, un dedo sondeando suavemente.
Antonia gemía salvajemente, toda su conciencia centrada en su mano y en su boca, y en la creciente respuesta de su cuerpo ante su toque experto. Él la estaba acariciando su insistencia, tocando su carne húmeda e inflamada hasta que no creyó que pudiera soportar otro momento de esa tensión en espiral. Era dolor y placer, y ella se estremeció ante las gigantescas sensaciones que la asaltaban.
– Richard… por favor… no puedo…
Ella oyó su propia voz débil como de muy lejos. Sin decir una palabra, tiró de su hombro, y casi lloró cuando él inmediatamente cambió su peso para cubrir su tenso y tembloroso cuerpo. Ella sintió el empuje duro, contundente de su virilidad, y luego la sensación sorprendentemente íntima de su canal extendiéndose para admitirlo.
No fue… del todo… doloroso. Ella lo había tenido en su interior una sola vez, meses antes, y él era un hombre grande. Fue casi como la primera vez. Se sintió abrumada por un instante, y unos temblores la sacudieron cuando su cuerpo lo aceptó. La cruda cercanía era impactante, pero su intensa satisfacción cuando se instaló plenamente en la cuna de sus muslos hizo a un lado todo lo demás. Podía sentirlo, en lo profundo de su interior, y su peso sobre ella era un placer más allá de las palabras.
Él puso sus brazos por debajo de sus hombros para acercarla más aún y ella pudo sentir cómo se estremecía todo su poderoso cuerpo.
– Se siente tan bien, cielo -susurró, y su mandíbula se endureció cuando ella se movió ligeramente por debajo de él-. Dios, Toni -su boca tomó la de ella con avidez, y él comenzó a moverse.
Antonia se perdió, y no le importó. Lo sostenía, moviéndose con él, su cuerpo acoplándose a su ritmo con unos instintos femeninos tan antiguos como las cavernas. La tensión se retorcía con más y más fuerza, agarrando todos sus músculos, mientras el fuego creciente incendiaba sus sentidos. Era como estar en alguna desesperada carrera que tenía que ganar sin importar lo que le costara a su corazón palpitante y al esfuerzo de su cuerpo.
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