Mervyn intentó conectar por radio con el clipper, pero no obtuvo respuesta. Nancy se olvidó de sus problemas cuando el Ganso voló en círculos alrededor del avión. ¿Qué había pasado? ¿Estaba ilesa la gente que viajaba a bordo? El avión no parecía haber sufrido daños, pero no se veían señales de vida.
– Hemos de bajar a ver si necesitan ayuda -gritó Mervyn, haciéndose oír por encima del rugido del motor.
Nancy asintió vigorosamente con la cabeza.
– Abróchate el cinturón. El oleaje dificultará el amaraje.
Nancy obedeció y miró por la ventana. La mar estaba picada y las olas eran enormes. Ned, el piloto, condujo el avión en línea paralela a la cresta de las olas. El casco tocó agua sobre el lomo de una ola, y el hidroavión cabalgó sobre ella como un aficionado al surf de Hawai. No fue tan duro como Nancy temía.
Una lancha motora estaba amarrada al morro del clipper . Un hombre vestido con mono y una gorra apareció en el puente y les hizo señas. Quería que el Ganso abarbara junto a la lancha, supuso Nancy. La puerta de proa del clipper estaba abierta, de manera que entrarían por allí. Nancy enseguida supo por qué. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y resultaría difícil entrar por la puerta habitual.
Ned dirigió el hidroavión hacia la lancha. Nancy imaginó que, con esta mar, era una maniobra difícil. Sin embargo, el Ganso era un monoplano con las alas situadas a bastante altura, que quedaban por encima de la superestructura de la lancha, y podrían deslizarse a su lado. El casco del avión golpeaba contra la fila de neumáticos colocados en el costado de la barca. El hombre que estaba en cubierta había amarrado al avión la proa y la popa de su embarcación.
Mientras Ned cortaba el motor del hidroavión, Mervyn abrió la puerta y soltó la pasarela.
– He de quedarme en el avión -dijo Ned a Mervyn-. Será mejor que vaya usted a ver qué pasa.
– Yo también voy -dijo Nancy.
Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Mervyn al hombre de la lancha.
– Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.
– No pude conectar por radio con ellos.
El hombre se encogió de hombros.
– Será mejor que suba a bordo.
Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.
En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.
– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Mervyn.
– Un aterrizaje de emergencia -contestó el joven-. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.
– ¿Qué le pasa a la radio?
– No lo sé.
Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.
– Iré a hablar con el capitán -dijo, impaciente.
– Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.
El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.
El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.
Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.
– Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? -exclamó Mervyn. -Sigan avanzando -dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.
– ¿Usted lo mató? -preguntó, encolerizada.
– ¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!
Entraron en el comedor.
Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.
El señor Luther habló.
– Los dioses están de mi parte, Lovesey. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor de Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.
Mervyn le dirigió una dura mirada, pero no dijo nada. El hombre del traje a rayas intervino.
– Démonos prisa, antes de que la Marina se impaciente y venga a investigar. Kid, encárgate de Lovesey. Su novia se quedará aquí.
– Muy bien, Vinnie.
Nancy no estaba muy segura de lo que estaba pasando, pero sabía que no quería quedarse. Si Mervyn tenía problemas, prefería estar a su lado. Sólo que nadie se había interesado por sus preferencias.
El hombre llamado Vincini continuó dando instrucciones.
– Luther, encárgate del comedor de salchichas. Nancy se preguntó por qué se llevaban a Carl Hartmann.
Había dado por sentado que todo tenía relación con Frankie Gordino, pero no se le veía por ninguna parte.
– Joe, trae a la rubia -dijo Vincini.
El hombrecillo apuntó con la pistola al busto de Diana Lovesey.
– Vamos -dijo.
Ella no se movió.
Nancy estaba horrorizada. ¿Por qué secuestraban a Diana? Tenía la horrible sensación de saber la respuesta.
Joe hundió el cañón de la pistola en el suave pecho de Diana, y la mujer lanzó un gemido de dolor.
– Un momento -dijo Mervyn.
Todos le miraron.
– Muy bien, les sacaré de aquí, pero con una condición. -Cierre el pico y mueva el culo -replicó Vincini-. No puede poner ninguna condición.
Mervyn abrió los brazos.
– Pues dispare -dijo.
Nancy lanzó un chillido de miedo. Eran la clase de hombres que dispararían sobre cualquiera que les desafiara. ¿Es que Mervyn no lo comprendía?
Se produjo un momento de silencio.
– ¿Qué condición? -preguntó Luther.
Mervyn señaló a Diana.
– Ella se queda.
Joe dirigió a Mervyn una mirada asesina.
– No le necesitamos, pedazo de mierda -contestó Vincini-. Tenemos a un montón de pilotos de la Pan American… Cualquiera pilotará el hidroavión tan bien como usted.
– Y cualquiera le pondrá la misma condición -contestó Mervyn-. Pregúnteles…, si le queda tiempo.
Nancy comprendió que los gángsteres no conocían la presencia de otro piloto a bordo del Ganso, aunque prácticamente daba lo mismo.
– Suéltala -dijo Luther a Joe.
El hombrecillo enrojeció de ira.
– Coño, ¿por qué…?
– ¡Suéltala! -gritó Luther-. ¡Te pagué para que me ayudaras a secuestrar a Hartmann, no para violar mujeres!
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