– ¡Carol-Ann! -chilló-. ¡Carol-Ann!
Ella no podía oírle, por supuesto, pero sí podía verle. Demostró sorpresa, vaciló como si no estuviera segura de que era él y luego respondió a su saludo, primero con timidez y después con energía.
Si podía moverse así, significaba que se encontraba bien, y se sintió débil como un niño, lleno de alivio y gratitud. Recordó que aún faltaba mucho por hacer. Saludó por última vez y regresó de mala gana al interior del avión. Apareció en la cubierta de vuelo justo cuando el capitán subía de la cubierta de pasajeros.
– ¿Algún desperfecto? -preguntó.
– Ninguno, por lo que he podido comprobar.
El capitán se volvió hacia el radiotelegrafista, que le dio su informe.
– Nuestra llamada de socorro ha sido contestada por varios barcos, pero el más próximo es un barco de recreo que se acerca por babor. Quizá pueda verlo.
El capitán se acercó a la ventana y vio la lancha. Meneó la cabeza.
– No nos sirve. Han de arrastrarnos. Intente conectar con los guardacostas.
– Los pasajeros de la lancha quieren subir a bordo -dijo el radiotelegrafista.
– Ni hablar -respondió Baker. Eddie se sintió abatido. ¡Tenían que subir a bordo!-. Es demasiado peligroso -siguió el capitán-. No quiero un barco amarrado al avión. Podría dañar el casco, y si intentamos trasladar a la gente con este oleaje, seguro que alguien se cae al agua. Dígales que agradecemos su oferta, pero que no pueden ayudarnos.
Eddie no se esperaba esto. Disfrazó con una expresión de indiferencia su angustia. ¡A la mierda los desperfectos del avión! ¡La banda de Luther ha de subir a bordo! aunque lo pasarían mal sin ayuda desde el interior.
Aun con ayuda, sería una pesadilla tratar de entrar por las puertas normales. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y llegaban a mitad de las puertas. Nadie podía mantenerse de pie sobre los hidroestabilizadores sin sujetarse a una cuerda, y el agua entraría en el comedor mientras la puerta estuviera abierta. Esto nunca le había pasado a Eddie, porque el clipper solía aterrizar en aguas tranquilas.
¿Cómo subirían a bordo?
Tendrían que entrar por la escotilla de proa.
– Les he dicho que no pueden subir -informó el radiotelegrafista-, pero no parece que me hayan oído.
Eddie miró por la ventana. La lancha estaba dando vueltas alrededor del avión.
– No les haga caso -dijo el capitán.
Eddie se levantó y se dirigió a la escalerilla que descendía al compartimento de proa.
– ¿A dónde va? -preguntó el capitán Baker con sequedad. -Necesito verificar el ancla -respondió Eddie de forma vaga, y continuó sin esperar la respuesta.
– Es el último viaje de ese tío -oyó que decía Baker. Yo lo sabía, pensó, desolado.
Salió a la plataforma. La lancha se encontraba a unos diez o doce metros del morro del clipper. Vio a Carol-Ann, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido viejo y zapatos de tacón bajo, los que utilizaba para estar por casa. Se había echado su mejor chaqueta sobre los hombros cuando la secuestraron. Ya podía distinguir su rostro. Parecía pálida y agotada. Una rabia sorda bulló en el interior de Eddie. Me las pagarán, pensó.
Alzó el cabrestante plegable, gesticuló en dirección a la lancha, señalando el cabrestante y fingiendo que lanzaba una cuerda. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que los hombres de la lancha le entendieran. Adivinó que no eran marineros experimentados. Parecían fuera de lugar en la embarcación, con sus trajes de chaqueta cruzada y sujetándose los sombreros de fieltro para que el viento no se los arrebatara. El tipo que manejaba el timón, tal vez el patrón de la lancha, estaba ocupado en sus controles, intentando que la lancha no zozobrara. Por fin, uno de los hombres dio a entender que había comprendido con un ademán y lanzó una cuerda.
No era muy ducho, y Eddie sólo consiguió cogerla a la cuarta intentona.
La aseguró al cabrestante. Los hombres de la lancha acercaron su embarcación al avión. La barca, que era mucho más ligera, se balanceaba mucho más en el oleaje. Amarrar la lancha al avión, iba a convertirse en una tarea difícil y peligrosa.
De pronto, escuchó la voz de Mickey Finn detrás de él.
– Eddie, ¿qué coño estás haciendo?
Se giró en redondo. Mickey se hallaba en el compartimento de proa, mirándole con una expresión de preocupación en su rostro franco y cubierto de pecas.
– ¡No te entrometas, Mickey! -gritó Eddie-. ¡Si lo haces, alguien saldrá malherido, te lo advierto!
Mickey parecía asustado.
– Muy bien, muy bien, lo que tú digas.
Retrocedió hacia la cubierta de vuelo, pensando que Eddie se había vuelto loco, tal como demostraba su expresión.
Eddie miró hacia la lancha. Ya estaba muy cerca. Contempló a los tres hombres. Uno era muy joven; no tendría más de dieciocho años. Otro era mayor, pero bajo y delgado, y un cigarrillo colgaba de la esquina de su boca. El tercero, vestido con un traje negro a rayas blancas, daba la impresión de estar al mando.
Iban a necesitar dos cuerdas para asegurar la lancha, decidió Eddie. Se llevó las manos a la boca para que actuaran como un megáfono y gritó:
– ¡Lancen otra cuerda!
El hombre del traje a rayas cogió otra cuerda de la proa, cercana a la que ya estaban utilizando. No serviría de nada: necesitaban una en cada extremo de la lancha, a fin de formar un triángulo.
– ¡No, ésa no! -chilló Eddie-. ¡Tírenme una cuerda desde la popa!
El hombre comprendió el mensaje.
Esta vez, Eddie se apoderó de la cuerda a la primera. La introdujo en el interior del avión, atándola a un puntal.
La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.
Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.
– ¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! -aulló.
Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gángsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.
– ¡Deakin! -ladró Baker-. ¡Vuelva aquí!
El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.
La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gángsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.
– ¡Capitán, no se entrometa! -gritó, volviéndose hacia Baker-. ¡Estos bastardos llevan pistolas!
Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.
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