– Sí. Él no puede abrir y cerrar las trampillas y trabajar al mismo tiempo. Podemos estar tranquilos.
Al decir esto, se estremeció.
– ¿En qué trabaja?
– ¡Oh, en algo terrible!… Por eso podernos estar tranquilos. Cuando él trabaja en lo suyo, no ve nada, no come ni bebe, ni respira…, durante días y noches. ¡Es un muerto viviente! ¡No tiene tiempo para entretenerse con las trampillas!
Volvió a estremecerse, se inclinó hacía la trampilla… Raoul la dejaba hacer y decir. Se calló. Temía que el sonido de su voz la hiciera reflexionar y detener el curso, tan frágil aún, de sus confidencias.
Ella no lo había soltado… seguía encogida entre sus brazos… y suspiró:
– ¡Si fuera él!
Tímidamente, Raoul preguntó:
– ¿Le tiene miedo?
Ella suspiró:
– ¡No, claro que no!
El joven adoptó involuntariamente una actitud de compasión, como se suele adoptar con un ser impresionable que aún es presa de un sueño reciente. Parecía querer decir: «No se preocupes, aquí estoy». Y su gesto fue, casi sin querer, amenazador. Entonces, Christine lo miró con extrañeza, como se mira a un fenómeno de valor y virtud, y parecía valorar en su justa medida tanta audacia a inútil. Abrazó al pobre Raoul como para recompensarlo, con un arrebato de ternura, por mostrar su deseo de defenderla contra los peligros siempre posibles que encierra la vida.
Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre».
– ¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul!
Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor.
– ¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario.
– ¿Cree que es posible?
Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se está lejos, muy lejos de las trampillas.
– La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás.
Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes.
– ¡Más arriba! -dijo tan sólo-. ¡Aún más arriba! -y le arrastró hasta la cumbre.
Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales…
A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir detrás.
De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos tan ligera como una golondrina. Su mirada recorrió el espacio desierto entre las tres cúpulas y el frontón triangular. Respiró profundamente por encima de París, que parecía un valle entregado al trabajo. Miró a Raoul con confianza. Se le acercó, y caminaron uno al lado del otro, allá en lo alto, por las calles de zinc, por las avenidas de fundición. Contemplaron su sombra gemela en los amplios estanques llenos de agua inmóvil, en los que en verano los más pequeños de la escuela de danza, unos veinte críos, se zambullen y aprenden a nadar. La sombra que les seguía, siempre fiel a sus pasos, había surgido extendiéndose por los tejados, alargándose con movimientos de águila negra por las encrucijadas de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los pilones, rodeando silenciosa las cúpulas. Los desventurados jóvenes no sospechaban en lo más mínimo su presencia cuando se sentaron por fin, confiados, bajo la alta protección de Apolo que, con gesto de bronce, alzaba su lira prodigiosa en el corazón de un cielo encendido.
Una esplendorosa tarde de primavera les rodeaba. Algunas nubes, que acababan de recibir de poniente una suave tonalidad oro y púrpura, pasaban lentamente, arrastrándose sobre los jóvenes. Christine le dijo a Raoul:
– Pronto iremos más lejos y más de prisa que las nubes, hasta el confín del mundo, y después me abandonará, Raoul. Pero si, llegado para usted el momento de raptarme, yo me negara a seguirlo, entonces, Raoul, usted deberá raptarme.
Con qué fuerza, que parecía dirigida contra ella misma, pronunció estas palabras, mientras se apretaba nerviosamente a él. El joven quedó sorprendido.
– Terne, pues, cambiar de opinión, Christine?
– ¡No sé! -dijo moviendo extrañamente la cabeza-. ¡Es un demonio!
Y se estremeció. Se acurrucó entre los brazos de Raoul, con un gemido.
– ¡Ahora me da miedo volver a vivir con él… ¡bajo tierra!
– ;Y quién la obliga a volver, Christine?
– ¡Si no vuelvo a su lado pueden suceder grandes desgracias!… ¡Pero ya no puedo más! ¡No puedo más!… Ya sé que hay que compadecer a las personas que viven «bajo tierra». ¡Pero esto es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento. Ya no e queda más que un día. Si no voy, él vendrá a buscarme con su voz. Me arrastrará con él a su casa, bajo tierra, y se arrodillará ante mí, ¡con su calavera! ¡Me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Oh, Raoul, si viera sus lágrimas en los dos huecos oscuros de su calavera! ¡No puedo volver a ver esas lágrimas!
Se retorció de una forma horrible las manos, mientras Raoul, presa también de aquel horror contagioso, la apretaba contra su pecho.
– ¡No, no! ¡No volverá a oírle decir que la anca! ¡No volverá a ver sus lágrimas! ¡Huyamos!… ¡Ahora mismo, Christine, huyamos! -y quería arrastrarla ya.
Pero ella le detuvo.
– ¡No, no! -dijo inclinando dolorosamente la cabeza-. ¡Ahora no!… Sería demasiado cruel… Déjelo oírme cantar una vez más, mañana por la noche… y después nos iremos. A medianoche ira usted a buscarme a mi camerino, a las doce en punto. En ese momento me estará esperando en el comedor del lago… ¡pero nosotros seremos libres y usted me llevará consigo!… Incluso si me niego… debe jurármelo, Raoul… Sé perfectamente que esta vez, si vuelvo, tal vez no regrese jamás… -y añadió-: ¡No puede usted comprender!…
Lanzó un suspiro al que pareció contestar otro suspiro detrás de ella.
– ¿No ha oído?
Le castañeteaban los dientes.
– No -aseguró Raoul-, no he oído nada.
– Es horroroso -afirmó ella- estar temblando así constantemente… Sin embargo, aquí no corremos ningún peligro. Estamos en nuestra casa, en mi casa, en el cielo, al aire libre, en pleno día. El sol está ardiendo, ¡y a los pájaros nocturnos no les gusta contemplar el sol! Jamás lo he visto a la luz del día… ¡Debe ser horrible!… -balbuceó mirando a Raoul con ojos perdidos-. Ah, la primera vez que le vi creía que él iba a morirse!
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