Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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Súbitamente, se deshizo del dulce y tímido abrazo del joven, pareció escuchar algo que no sabía qué era… y, con un gesto seco, señaló la puerta á Raoul. Cuándo estuvieron en el umbral, le dijo tan bajo que el vizconde apenas adivinó sus palabras:

– ¡Mañana, mi querido prometido! ¡Y alégrese, Raoul…, esta noche he cantado para usted!

Él no contestó.

Pero, ¡ay! aquellos dos días de ausencia habían roto el encanto de su dulce mentirá. Se miraron en el camerino sin decirse nada, con los ojos tristes. Raoul debía dominarse para no gritar: «¡Tengo celos! ¡Tengo celos!» Pero ella lo oía de todos modos.

Entonces, le dijo:

– Vamos á pasear, Raoul. El aire nos hará muy bien.

Raoul creyó que iba á proponerle una excursión por el campo, lejos de aquel monumento al que.detestaba como si se tratara de una cárcel y á cuyo carcelero sentía pasearse á través de las paredes…, el carcelero Erik… Pero ella lo condujo al escenario y lo hizo sentar sobre el brocal de madera de una fuente, en la paz y el frescor dudosos de un primer decorado montado para el próximo espectáculo. Otro día paseó con él, cogiéndolo de la mano, por los caminos abandonados de un jardín cuyas plantas trepadoras habían sido cortadas por las manos hábiles de un decorador, como si los verdaderos cielos, las verdaderas flores, la verdadera tierra le estuvieran prohibidos para siempre y estuviera condenada á no respirar otra atmósfera que la del teatro. El joven vacilaba en formularle la menor pregunta porque, al saber que ella no podía contestarle, temía hacerla sufrir inútilmente. De tanto en tanto pasaba un bombero, que vigilaba desde lejos su idilio melancólico. A veces, ella intentaba engañarse y engañarlo acerca de la belleza ficticia de aquel cuadro inventado por la fantasía de los hombres. Su imaginación siempre viva le señalaba colores siempre más deslumbrantes, hasta el punto de que la naturaleza, decía, no podía compararlos. Se exaltaba, mientras Raoul apretaba su mano febril. Ella decía:

– ¡Mire, Raoul, esas murallas, esos bosques, esas glorietas, esas imágenes de tela pintada, todo esto ha visto los amores más sublimes, ya que aquí han sido creados por los poetas, que superan en cien codos á los hombres vulgares! ¡Dígame, pues, que nuestro amor está bien aquí, Raoul, porque también él ha sido creado, y no es más, él también, que una ilusión!

Él, desconsolado, no contestaba.

– ¡Nuestro amor es demasiado triste en la tierra, vayamos por el cielo!… ¡Ya ve qué fácil es aquí!

Y lo arrastraba más alto que las nubes, á través del magnífico desorden del telar, y se divertía dándole vértigo al correr delante suyo sobre los frágiles puentes metálicos, entre los miles de cuerdas que se unían á las poleas, á los tornos, á los cilindros, en medio de una verdadera selva aérea de vergas y de mástiles. Cuándo él vacilaba, ella le decía con un mohín adorable:

– ¿Tú, un marino?

Después, volvían a bajar a tierra firme, es decir a un corredor real que les conducía hasta risas, bailes y voces jóvenes amonestadas por otra voz severa: «Despacio, señoritas… ¡Vigilen las puntas!»… Era la clase de baile de las niñas de seis a nueve o diez años… con su corsé escotado, el tutú ligero, el pantaloncito blanco y las medias de color rosa, y trabajan, trabajan aplicadamente con todos sus piececillos doloridos con la esperanza de convertirse en alumnas de las cuadrillas, corifeos, meritorias, primeras bailarinas envueltas en relucientes diamantes… Mientras, Christine reparte caramelos entre ellas.

Otro día le hacía entrar a una amplia sala de su palacio, abarrotada de oropeles, despojos de caballeros, de lanzas, de escudos y penachos, y pasaba revista a los fantasmas de los guerreros inmóviles y cubiertos de polvo. Les arengaba con palabras de consuelo y les prometía que volverían a ver las tardes resplandecientes de luz y los desfiles con música ante las tribunas que los aclamarían.

Así lo paseó por todo su imperio, que era ficticio pero inmenso, ya que se extendía a lo largo y ancho de diecisiete pisos, desde la planta baja hasta el tejado, y estaba habitado por un ejército de extraños personajes. Pasaba entre ellos como una reina popular, animando a los trabajos; sentándose en los talleres, dando sus consejos a las modistas cuyas manos vacilaban al cortar las ricas telas que vestirían a los héroes. Los habitantes de este país realizaban todos los oficios. Había zapateros y orfebres. Todos habían aprendido a quererla, porque Christine se interesaba por las preocupaciones y las pequeñas manías de cada uno. Sabía de rincones desconocidos en los que habitaban en secreto viejos matrimonios.

Llamaba a su puerta y les presentaba a Raoul como a un príncipe encantador que había pedido su mano y, sentados los dos en algún baúl carcomido, escuchaban las viejas leyendas de la ópera como antaño, en la infancia, habían escuchado los viejos cuentos bretones. Aquellos viejos no se acordaban más que de la Opera. Vivían allí desde hacía muchos años. Las administraciones desaparecidas los habían olvidado; las revoluciones de palacio los habían ignorado. Allí afuera había pasado la historia de Francia sin que ellos se enteraran, y nadie se acordaba de ellos.

Así transcurrían aquellos preciosos días, y Raoul y Christine, con el excesivo interés que simulaban por las cosas exteriores, se esforzaban torpemente en ocultarse el único pensamiento de su corazón. Lo cierto era que Christine, que hasta entonces se había mostrado la más fuerte, repentinamente pasó a un estado de extremo nerviosismo, que no podía expresar. En sus expediciones, se ponía a correr sin razón, o bien se detenía bruscamente, y su mano, convertida en un trozo de hielo, apretaba la del joven. A veces sus ojos parecían perseguir sombras imaginarias. Gritaba: «¡Por aquí!» y después: «¡Por allí!», riendo con una risa temblorosa que terminaba en lágrimas. Entonces Raoul quería hablar, hacerle preguntas a pesar de sus promesas y sus pactos. Pero, antes de que pudiera formular una pregunta, ella contestaba febrilmente:

– ¡Nada!… Le aseguro que-no me pasa nada.

Una vez que pasaban ante una trampilla entreabierta en el escenario, Raoul se inclinó sobre el oscuro hueco y dijo:

– Christine, me ha enseñado la parte alta de su imperio…, pero he oído extrañas historias acerca de los sótanos… ¿Quiere que bajemos?

Al oír esto, lo tomó en sus brazos como si temiera verlo desaparecer por el agujero negro, y le dijo temblando en voz muy baja:

– Jamás, jamás! Le prohíbo bajar ahí… Además esa parte del reino no me pertenece… ¡Todo lo que está bajo tierra le pertenece!

Raoul clavó sus ojos en los de ella y le dijo en tono duro:

– ¿Entonces, él vive ahí abajo?

– ¡No he dicho eso!… ¿Quién le ha dicho eso? ¡Vamos, venga! A veces, Raoul, me pregunto si usted no está loco… ¡Usted siempre oye cosas imposibles!… ¡Venga, venga!

Y lo arrastraba literalmente, ya que él se obstinaba en quedarse cerca de la trampilla y de aquel agujero que le atraía.

La trampilla se cerró de golpe, tan de repente que ni siquiera vieron la mano que la movía, dejándolos allí, completamente aturdidos.

– ¿Quizás era él quien estaba allí? -terminó por decir Raoul.

Ella se encogió de hombros pero no parecía nada tranquila.

– ¡No, no! Son los «cerradores de trampillas». Algo tienen que hacer los «cerradores de trampillas»… Abren y cierran las trampillas sin razón alguna… Es como «los cerradores de puertas». De alguna manera tienen que «pasar el tiempo».

– ¿Y si fuera él, Christine?

– ¡Imposible! No, él se ha encerrado para trabajar.

– ¡Vaya! ¿Conque él trabaja?

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