ellos que dijera en un suspiro: «¡Pobre Raoul!» Pero ella repitió moviendo la cabeza: «¡Pobre Erik!»
¿Qué pintaba el tal Erik en los suspiros de Christine y por qué la pequeña hada del Norte se apiadaba de Erik cuando Raoul era tan desgraciado?
Christine se puso a escribir despacio, con tranquilidad, tan pacíficamente que Raoul, que aún temblaba por el drama que los separaba, se sintió rabiosamente impresionado. «¡Qué sangre fría», se dijo. Ella siguió escribiendo, llenando dos, tres, cuatro hojas. De repente, alzó la cabeza y ocultó los papeles en su pecho… Parecía escuchar… Raoul también escuchó… ¿De dónde venía aquel ruido extraño, aquel ritmo lejano?… Un canto sordo que parecía salir de las paredes… ¡Sí, se diría que los muros cantaban!… El canto se hacía más claro…, las palabras eran inteligibles…, se distinguió una voz… una voz muy bella, muy dulce y muy atractiva…, pero tanta dulzura seguía siendo, sin embargo, masculina: era evidente que aquella voz no pertenecía a una mujer… La voz seguía acercándose… atravesó la pared… llegó…, y, de pronto, la voz estaba en la habitación delante de Christine. Christine se levantó y habló a la voz como si hablara a alguien que se encontraba a su lado.
– Aquí estoy, Erik -dijo-, ya estoy lista. Es usted quien llega tarde, amigo mío.
Raoul, que miraba con cautela a través de la cortina, no daba crédito a sus ojos, que nada veían.
La fisonomía de Christine se aclaró. Una hermosa sonrisa vino a posarse en sus labios exangües, una sonrisa como la que tienen los convalecientes cuando empiezan a creer que el mal que les ha herido no se los llevará.
Una voz sin cuerpo reanudó su canto y lo cierto es que Raoul jamás había oído nada en el mundo -una voz que une, al mismo tiempo y con el mismo aliento, los extremos- tan amplio y hermosamente suave, tan victoriosamente insidioso, tan delicado en la fuerza, tan fuerte en la delicadeza, en suma, tan irresistiblemente triunfante. Contenía acentos definitivos dignos de un maestro y que debían seguramente, por la sola virtud de su audición, crear acentos sublimes en los mortales que sienten, aman y traducen la música. Contenía una fuente tranquila y pura de armonía de la que los fieles podrían, con toda seguridad, beber con devoción, convencidos de beber la gracia de la música. Y su arte, de repente, al contacto con lo divino, Se veía transfigurado. Raoul escuchaba febrilmente aquella voz y empezaba a entender cómo Christine Daaé pudo una noche, ante el público estupefacto, cantar con aquellos acentos de una belleza desconocida, de una exaltación sobrehumana, sin duda bajo la influencia del misterioso e invisible maestro. Y ahora entendía más aún este fenómeno al comprobar que aquella voz excepcional no contaba precisamente nada excepcional: con el amarillo había hecho azul. La trivialidad del verso y la casi vulgaridad popular de la melodía parecían transformados en belleza por un soplo que los elevaba y llevaba hasta el cielo en alas de la pasión, ya que aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.
Esta voz cantaba «la noche del himeneo» de Romeo y Julieta.
Raoul vio a Christine extender los brazos hacia la voz, como lo había hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible
que tocaba la Resurrección de Lázaro…
Nada podría explicar la pasión con la que la voz dijo.
¡El destino te encadena a mí sin retorno!
Raoul sintió traspasado el corazón y, luchando contra el encanto que parecía arrebatarle toda voluntad y toda energía, y casi toda lucidez en el momento en que más la necesitaba, consiguió apartar la cortina que lo ocultaba y avanzó hacia Christine. Ésta, que se acercaba hacia el fondo del camerino cuyo panel estaba ocupado por un gran espejo que le devolvía su imagen, no podía verlo puesto que estaba detrás de ella y enteramente tapado por ella.
¡El destino te encadena a mí sin retorno!
Christine seguía avanzando hacia su imagen y su imagen bajaba hacia ella. Las dos Christine -el cuerpo y la imagen- terminaron por tocarse, por confundirse, y Raoul extendió los brazos para retenerlas a las dos a un tiempo.
Pero, por una especie de deslumbrante milagro que le hizo tambalear, Raoul fue repentinamente lanzado hacia atrás, mientras un viento helado le azotaba el rostro. Y no vio a dos, sino a cuatro, ocho, veinte Christine, que giraban a su alrededor con una ligereza tal que parecían burlarse de él y que huían con tanta rapidez que su mano no podía tocar a ninguna. Finalmente todo volvió a quedar inmóvil y se vio á sí mismo en el espejo. Pero Christine había desaparecido.
Se precipitó hacia el espejo. Choco contra las paredes. ¡Nadie! Sin embargo, el camerino retumbaba aún con un ritmo lejano, apasionado:
¡ El destino te encadena a mí sin retorno!
Sus manos enjugaron su frente sudorosa, pellizcaron su carne despierta, tantearon la penumbra, devolvieron á la llama de la lamparilla de gas toda su fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en el centro de un juego formidable, fisico y moral, cuya clave desconocía y que quizás acabaría con él. Se sentía vagamente como un príncipe aventurero que ha franqueado la linea prohibida de un cuento de hadas y que no debe extrañarse de ser presa de los fenómenos mágicos que inconscientemente ha afrontado y desencadenado por amor.
¿Por dónde, por dónde había salido Christine? ¿Por dónde volvería?
¿Volvería?… ¡Ay! ¿No le había asegurado que todo había terminado?… ¿Y la pared no le repetía acaso: El destino te encadena a mi sin retorno? ¿A mí? ¿A quién?
Entonces, extenuado, vencido, con el cerebro confuso, se sentó en el mismo sitio que hacía un momento ocupaba Christine. Como ella, dejó caer la cabeza entre las manos. Cuándo la levantó, abundantes lágrimas corrían á lo largo de su joven rostro, verdaderas y pesadas lágrimas, como las que tienen los niños celosos, lágrimas que lloraban por un mal en absoluto fantástico, pero común á todos los amantes de la tierra. En voz alta no pudo más que preguntarse:
– ¿Quien es ese Erik?
XI HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE «LA VOZ DE HOMBRE»
A la mañana siguiente en que Christine desapareció ante sus ojos en una especie de deslumbramiento que aún le hacía dudar de sus sentidos, el vizconde de Chagny fue en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Se encontró ante un cuadro conmovedor.
A la cabecera de la anciana, que tejía sentada en su lecho, Christine hacía encaje. Jamás un óvalo tan bello, una frente más pura, una mirada tan dulce se inclinaron sobre una labor de virgen. Las mejillas de la joven habían recuperado los frescos colores. El cerco azul de sus ojos claros había desaparecido. Raoul no reconoció ya el rostro trágico de la víspera. Si un velo de melancolía no ensombreciera sus rasgos como un último vestigio del inaudito drama en el que se debatía aquella misteriosa mujer, Raoul habría podido pensar que Christine no era su incomprensible heroína.
Se levantó al verlo acercarse y, sin emoción aparente, le tendió la mano. Pero el estupor de Raoul era tal que permaneció allí, anonadado, sin un gesto, sin una palabra.
– ¡Vaya, señor de Chagny! -exclamó la señora Valérius-. ¿No conoce ya a nuestra Christine? ¡Su «genio bienhechor» nos la ha devuelto!
– ¡Mamá! -interrumpió la joven en tono seco, al tiempo que se sonrojaba hasta los ojos-. Mamá, creía que ya no volveríamos a hablar de eso… ¡Sabe usted muy bien que no hay tal genio de la música!
– ¡Hija mía, sin embargo te ha dado clases durante tres meses!
– Mamá, le he prometido explicárselo todo un día no muy lejano, al menos eso espero… pero hasta entonces, usted me ha prometido el silencio y no hacerme jamás preguntas.
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