Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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De todas formas, esta carrera por las calles le había hecho bien, refrescado un poco las ideas alocadas que le rondaban por la cabeza. Cuando entró en su habitación, pensaba tan sólo en tumbarse en la cama para ahogar sus sollozos. Pero su hermano estaba allí y Raoul se dejó en sus brazos como un bebé. Paternalmente, el conde lo consoló sin pedirle explicaciones. Por otra parte, Raoul hubiera dudado en contarle la historia del genio de la música. Si hay cosas de las que uno no se vanagloria, hay otras en las que se sufre demasiada humillación al ser compadecido.

El conde llevó a su hermano a cenar a un cabaret. Sumido en un estado tal de desesperación, es probable que Raoul hubiera declinado toda invitación, si el conde, para decidirle, no le hubiera informado que la noche anterior, en el camino del Bois [13], la dama de su pensamiento había sido vista en galante compañía. En un principio, el vizconde se negó a creerlo, pero luego los detalles fueron tan concretos que ya no protestó. A fin de cuentas, ¿no se trataba de la aventura más trivial del mundo? Se la había visto en un cupé con los cristales bajados. Ella parecía aspirar profundamente el aire helado de la noche. Había un maravilloso claro de luna. La habían reconocido perfectamente. En cuanto a su acompañante, tan sólo habían distinguido una vaga silueta en la sombra. El carruaje iba al paso por un camino desierto detrás de las tribunas de Longchamp [14].

Raoul se vistió con frenesí, dispuesto ya, para olvidar su tristeza, a lanzarse, como vulgarmente se dice, en los «torbellinos del placer». Pero, ¡ay!, fue más bien un triste comensal y, tras dejar en cuanto pudo al conde, se encontró hacia las diez de la noche en un coche de alquiler detrás de las tribunas de Longchamp.

Hacía un frío de perros. La carretera parecía desierta y muy iluminada bajo la luna. Dio al cochero la orden de esperarle pacientemente en un rincón de una pequeña avenida adyacente y lo más disimuladamente posible comenzó a caminar.

No hacía aún media hora que estaba dedicándose a este sano ejercicio, cuando un carruaje, que venía de París, giró al final de la carretera y, tranquilamente, al paso de su caballo se dirigió hacia donde Raoul estaba.

Pensó inmediatamente: ¡es ella! Y su corazón comenzó a latir con golpes sordos, como los que ya había en su pecho cuando oyó la voz de hombre detrás de la puerta del camerino… ¡Dios mío, cuánto la amaba!

El carruaje seguía avanzando. Él permanecía inmóvil. ¡Esperaba!… ¡Si se trataba de ella, estaba decidido a saltar a la cabeza de los caballos! Costara lo que costara, quería tener una conversación con el Ángel de la música…

Algunos pasos más y el cupé iba a pasar frente a él. No dudaba en absoluto de que fuera ella… Una mujer, en efecto, asomaba su cabeza por la ventanilla.

Y, de repente, la luna la iluminó con una pálida aureola.

– ¡Christine!

El sagrado nombre de su amor le brotó de los labios y del corazón. ¡No pudo retenerlo!… Dio un salto para retenerlo, ya que aquel nombre, arrojado a la cara de la noche había sido como la señal esperada de una embestida furiosa del carruaje, que pasó ante él sin que tuviera para poner en ejecución su proyecto. El cristal de la puerta había vuelto a cerrarse. La silueta de la joven había desaparecido. Y el cupé, tras el que corría, no era ya más que un punto negro sobre la carretera blanca.

Siguió llamándola: Christine: ¡Christine!… Nadie le contestó. Se detuvo en medio del silencio.

Lanzó una mirada desesperada al cielo, a las estrellas; golpeó con el puño su pecho inflamado. ¡La amaba y no era correspondido!

Con la vista nublada observó aquella carretera desolada y fría, la noche pálida y muerta. No había nada más frío, nada más muerto que su corazón. ¡Había amado a un ángel y despreciaba a una mujer!

¡Cómo se ha reído de ti, Raoul, la pequeña hada del Norte! ¿No ves que resulta inútil tener una mejilla tan fresca, una frente tan tímida y dispuesta siempre a cubrirse de un velo rosa de pudor, si luego se pasea en la noche solitaria, en el interior de un cupé de lujo, en compañía de un misterioso amante? ¿No tendrían que haber limites sagrados para la hipocresía y la mentira? ¿Acaso deben tenerse los ojos claros de la infancia cuando se tiene el alma de una cortesana?

… Ella había pasado de largo sin contestar a su llamada…

Pero también, ¿por qué había tenido él que cruzarse en su camino?

¿Con qué derecho había alzado de repente el reproche de su presencia ante ella, que no le pedía nada más que el olvido?

– ¡Vete!… ¡Desaparece!… ¡No cuentas!…

¡Pensaba en morir y tenía veinte años!… Su criado le sorprendió por la mañana sentado en la cama. No se había desnudado y el criado temió alguna desgracia al verlo, tal era la desolación de su rostro. Raoul le arrancó de las manos el correo que le traía. Había reconocido una carta, un papel, una letra. Christine le decía:

Amigo mío, no falte pasado mañana a media noche al baile de máscaras de la ópera, a medianoche, al saloncito que está detrás de la chimenea del gran foyer; espéreme de pie cerca de la puerta que conduce a la Rotonda. No hable de esta cita con nadie. Póngase un dominó blanco, bien enmascarado. Si alguien lo reconoce, puede costarme la vida. Christine.

X EN EL BAILE DE MASCARAS

El sobre, lleno de manchas de barro, no llevaba sello. «Para entregar al señor vizconde Raoul de Chagny», y la dirección a lápiz. Había sido seguramente tirado con la esperanza de que alguien que pasara recogiera el billete y lo llevara al domicilio indicado. Y era lo que había sucedido. El billete sido encontrado en una acera de la plaza de la ópera. Raoul lo releyó febrilmente.

No necesitaba más para que su esperanza renaciera. La sombría imagen, que por un momento se había hecho una Christine olvidada de sus obligaciones con ella misma, dejó paso a la primera idea que había tenido de una desgraciada niña inocente, víctima de una imprudencia, y de su sensibilidad excesiva. ¿Hasta qué punto, ahora ya, seguía siendo víctima? ¿De quién se encontraba prisionera? ¿A qué abismos la habían arrastrado? Se preguntaba todo esto con angustia muy cruel. Pero este mismo dolor le parecía soportable comparado con el delirio en el que le sumía la idea de una Christine hipócrita y mentirosa. ¿Qué había sucedido? ¿Qué influencia había sufrido? ¿Qué monstruo la había hechizado, y con qué armas?…

… ¿Con qué armas podía ser a no ser las de la música?… ¡Sí, sí! Cuanto más pensaba, más se persuadía de que sería por este lado donde descubriría la verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con el que ella le había dicho, en Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la misma historia de Christine, en aquellos últimos tiempos, acaso no debía ayudarle a aclarar las tinieblas en las que se debatía? ¿Había ignorado la esperanza que se había apoderado de Christine después de la muerte de su padre y el desprecio que había sentido por todas las cosas de la vida, incluso por su arte?

Había pasado por el conservatorio como una maquina cantante, carente de aIma. Y, de repente, había despertado como bajo el influjo de una intervención divina. ¡El Angel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y triunfa… ¡El Ángel de la música!… ¿Quién, quién, pues, se hace pasar a sus ojos como ese maravilloso genio?… ¿Quién, pues, conocedor de la leyenda amada del viejo Daaé, la utiliza hasta el punto de que la joven no es entre sus manos más que un instrumento sin defensa al que hace vibrar a capricho?

Raoul pensaba que una tal circunstancia no era excepcional.

Recordaba lo que le había sucedido a la princesa Belmonte, que acababa de perder a su marido, y cuya angustia se había convertido en estupor… Hacía un mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esta inercia fisica y moral iba agravándose día a día y la debilidad de la razón acarreaba poco a poco la aniquilación de la vida. Cada tarde llevaban a la enferma a los jardines, pero ella no parecía comprender siquiera dónde se hallaba. Raff, el mayor cantante de Alemania, que pasaba por Nápoles, quiso visitar estos jardines atraído el renombre de su belleza. Una de las damas de la princesa

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