»-¿Quién es usted? ¿Dónde está la Voz?
»Me respondió un suspiro. De repente un soplo de aire cálido me azotó el rostro y, vagamente, en medio de las tinieblas, al lado de la forma negra del hombre, distinguí una forma blanca. La forma negra me alzó y me deposito sobre la forma blanca. Inmediatamente un alegre relincho llegó hasta mis oídos estupefactos, y murmuré:
»-¡César!
»El animal se agitó. Amigo mío, me encontraba recostada a medias en una silla de montar y había reconocido al caballo blanco de El Profeta, al que muy a menudo había acariciado dándole golosinas. Pero un día corrieron rumores por el teatro de que el animal había desaparecido y de que había sido robado por el fantasma de la Opera. En cuanto a mí, yo creía en la Voz y no había visto nunca al fantasma, pero de pronto me pregunté, estremeciéndome, si no sería la prisionera del fantasma. En el fondo del corazón llamaba a la Voz en mi ayuda, ya que jamás hubiera imaginado que la Voz y el fantasma fueran uno. ¿Ha oído usted hablar del fantasma de la Opera, Raoul?»
– Sí -respondió el joven-, pero dígame, Christine, qué ocurrió cuando se encontró a lomos del caballo blanco de El Profeta?
– No hice el menor movimiento y me dejé llevar… Poco a poco, un estado de laxitud sucedía a la angustia y al terror en los que me había sumergido la extraña aventura. La silueta negra me sostenía y yo no hacía nada para desprenderme de ella. Una paz extraordinaria me invadía y pensaba encontrarme bajo la benigna influencia de algún elixir. Me sentía en plenitud de fuerzas. Mis ojos se iban acostumbrando ya a las tinieblas que, por otra parte, se aclaraban en algunos lugares gracias a breves fulgores… Juzgué que nos encontrábamos ahora en una estrecha galería circular y pensé en que aquella galería que rodeaba la ópera, bajo tierra, era inmensa. Una vez, tan sólo una vez había bajado a los subterráneos de la Opera que son prodigiosos, pero me había detenido en el tercer sótano sin atreverme a adentrarme más bajo tierra. Sin embargo, dos pisos más, en los que se habría podido asentar una ciudad, se abrían ante mis pies. Pero las sombras que se me habían aparecido me hicieron huir. Hay allí demonios, completamente negros, ante calderas, y que agitan palas y tenedores, animan los braseros, encienden llamas, te amenazan si te acercas abriendo de repente sobre uno la boca roja de los hornos… Pero, mientras César me llevaba tranquilamente sobre su lomo en medio de aquella noche de pesadilla, vi de repente, muy lejos y muy pequeños, como si estuvieran en el extremo de un anteojo puesto al revés, a los demonios negros ante los braseros rojos de sus calderas… Aparecían… desaparecían… Volvían a aparecer, siguiendo nuestra extraña marcha… Por último, desaparecieron definitivamente. La forma de hombre continuaba sosteniéndome y César caminaba sin guía y con pie firme… No podría decirle, ni siquiera aproximadamente, cuánto duró aquel viaje a través de la noche. Simplemente sentía que girábamos, que girábamos, que bajábamos siguiendo una inflexible espiral hacia el corazón mismo de los abismos de la tierra. Pero ¿no sería mi cabeza la que giraba?… De todas formas, no lo creo. No, estaba en un increíble estado de lucidez. César olfateó un momento, notó la atmósfera y aceleró el paso. Sentí el aire húmedo y después César se detuvo. La noche se había aclarado. Un resplandor azulado nos rodeaba. Miré dónde nos encontrábamos. Estábamos al borde de un lago cuyas aguas de plomo se perdían a lo lejos, en la oscuridad…, pero la luz azul iluminaba aquella orilla y vi una barquilla atada a una argolla de hierro, en el muelle.
»Yo sabía que todo aquello existía, y la visión de aquel lago y de aquella barca bajo tierra no tenía nada de sobrenatural. Pero, piense en las condiciones en las que llegaba a aquella ribera. Las almas de los muertos no debían sentir menos inquietud al abordar el Éstige. Caronte no era sin duda más lúgubre ni más mudo que la forma de hombre que me transportó a la barca [17]. ¿Acaso el elixir había dejado de hacer efecto? ¿Acaso la frescura de aquellos parajes bastaba para hacerme volver en mí misma? Pero mi sopor desaparecía e hice algunos movimientos que denotaban que el terror volvía a empezar. Mi siniestro compañero debió darse cuenta, ya que, con un gesto rápido, despidió a César, que huyó por las tinieblas de la galería y oí el galope de sus cascos en los peldaños de una escalera; después, el hombre saltó a la barca y liberó su atadura de hierro; cogió los remos y remó con firmeza y rapidez. Bajo la máscara, sus ojos no me perdían de vista; sentía clavado en mí el peso de sus pupilas inmóviles. A nuestro alrededor, el agua no hacía el menor ruido. Nos deslizábamos en medio de aquel resplandor azulado del que le he hablado; más adelante, volvimos a sumergirnos en la noche más completa, y por fin atracamos. La barca chocó contra un cuerpo duro.Y de nuevo volvió a llevarme en brazos. Pero yo había recobrado fuerzas para gritar.Y grité. Pero, súbitamente, me callé, deslumbrada por la luz. Sí, una luz brillante, en el centro de la cual me habían depositado. Me levanté de un salto. Me sentía en la plenitud de mis fuerzas. En medio de un salón que me pareció ordenado, amueblado y adornado de flores, de flores a la vez preciosas y estúpidas a causa de las cintas de seda que las ataban a las canastas, igual que las que venden en las tiendas de los bulevares, demasiado civilizadas, como las que estaba acostumbrada encontrar en mi camerino después de cada estreno; y en medio de aquel perfume tan parisino, la silueta negra del hombre de la máscara estaba de pie con los brazos cruzados…, y habló:
»-Tranquilízate, Christine -dijo-, no corres el menor de los peligros.
»¡Era la Voz!
»Mi furia igualó a mi sorpresa. Me precipité sobre aquella máscara y quise arrancarla para conocer el rostro de la Voz. La forma de hombre me dijo:
»-No correrás ningún peligro si "no tocas la máscara".
»Y, aprisionándome suavemente las muñecas, me hizo sentar.
»¡Luego se arrodilló ante mí y no dijo nada más!
»La humildad de este gesto me hizo recobrar algo de valor. La luz, al precisar todas las cosas a mi alrededor, me devolvió a la realidad de la vida. Por muy extraordinaria que pareciera, la aventura estaba ahora rodeada de objetos mortales a los que podía ver y tocar.
Los tapices de las paredes, los muebles, las antorchas, los jarrones e incluso las flores, cuyo origen y precio hubiera podido decir, por sus canastillas doradas, encerraban fatalmente mi imaginación en los límites de un salón tan trivial como otro cualquiera que, por lo menos, tenía la excusa de no estar situado en los sótanos de la ópera. Sin duda tenía que vérmelas con algún ser atrozmente original que habitaba misteriosamente en los sótanos por necesidad, igual que otros, y que con la muda aprobación de la administración había encontrado un abrigo definitivo en los confines de aquella Torre de Babel moderna en la que se intrigaba, se cantaba en todas las lenguas y se amaba en todas las jergas.
»Y entonces, la Voz, la Voz a la que había reconocido, a pesar de su máscara, que no había podido ocultármela, era aquello que estaba arrodillado ante mí: ¡un hombre!
»No pensé en la horrible situación en la que me encontraba, ni siquiera me preguntaba qué iba a ocurrirme y cuál era el designio oscuro y fríamente tiránico que me había conducido hasta aquel salón, de la misma manera que se encierra a un prisionero en una mazmorra, o a una esclava en un harén. ¡No, no, no!, me decía: ¡ La Voz es esto: un hombre! Y me eché a llorar.
»El hombre, siempre arrodillado ante mí, comprendió sin duda el motivo de mis lágrimas, porque dijo:
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