Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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Ahora estamos en el palco n° 5.

Es, un palco como todos los demás palcos del primer piso. En realidad, nada diferencia a este palco de los vecinos.

Moncharmin y Richard, burlándose ostensiblemente y riéndose el uno del otro, movían los muebles del palco, levantaban las fundas y los sillones, y examinaban en particular aquél en el que la voz tenía costumbre de sentarse. Pero comprobaron que se trataba de un simple sillón que no tenía nada de mágico. En resumen, el palco era uno de los palcos más normales, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo. Después de haber examinado, de la forma más seria del mundo, la alfombra y de no haber encontrado allí ni en ninguna otra parte nada especial, bajaron a la platea, al palco debajo del palco n° 5. En el palco de platea n° 5, que está justo en el rincón de la primera salida a la izquierda de las butacas de la orquesta, no encontraron tampoco algo que mereciese ser señalado.

– Toda esa gente se burla de nosotros -terminó exclamando Firmin Richard-. El sábado se representa Fausto, ¡y nosotros dos asistiremos a la representación en el palco n° 5!

VIII DONDE LOS SEÑORES FIRMIN RICHARD Y ARMAND MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE REPRESENTAR «FAUSTO» EN UNA SALA «MALDITA» Y DEL ESPANTOSO ESPECTÁCULO QUE TUVO LUGAR EN LA ÓPERA

El sábado por la mañana, al llegar a su despacho, los directores encontraron una doble carta del E de la O. que rezaba así:

Estimados directores.

¿Me han declarado acaso la guerra?

Si quieren reencontrar la paz, éste es mi ultimátum.

Contiene de las cuatro siguientes condiciones.

1 ° Devolverme mi palco, y quiero que sea puesto a mi libre disposición a partir de este momento.

2° El papel de «Margarita» lo cantará esta noche Christine Daaé. No se preocupen de la Carlotta, que estará enferma.

3° Exijo los buenos y leales servicios de la señora Giry, mi acomodadora, a la que reintegrarán inmediatamente a sus funciones.

4° Espero me comuniquen, mediante una carta entregada a la señora Giry, quien me la hará llegar, si aceptan ustedes, como sus predecesores, el pliego de condiciones referente a mi pago mensual. Les informaré más adelante de cómo habrá de efectuarse.

De lo contrario, esta noche representarán Fausto en una sala maldita. A buen entendedor… ¡Saludos!

E de la O.

– ¡Empieza a fastidiarme este tipo, a fastidiarme en serio! -gritó Richard, mientras levantaba los puños en señal de venganza y los dejaba caer con estruendo sobre la mesa de su despacho.

Entre tanto, entró Mercier, el administrador.

– Lachenal querría ver a uno de los señores -dijo-. Parece que el asunto es urgente; el buen hombre parece muy alterado.

– ¿Quien es ese Lachenal? -preguntó Richard.

– Es al jefe de sus caballerizos.

– ¿Cómo que el jefe de mis caballerizos?

– Claro, señor -explicó Mercier-… en la Opera hay varios

caballerizos, y el señor Lachenal es su jefe.

– ¿Y qué hace?

– Se encarga de la dirección de las cuadras.

– ¿Qué cuadras?

– Pues las suyas, señor. Las cuadras de la Ópera

– ¿Pero es que hay cuadras en la ópera? ¡La verdad es no sabía nada! ¿Y dónde están?

– En los bajos, del lado de la Rotonda. Es un servicio muy importante, tenemos doce caballos.

– ¡Doce caballos! ¿Y para qué, Dios mío?

– Pues, para los desfiles de La judía, de El Profeta, etc… Se necesitan caballos amaestrados y «que sepan de tablas». Los caballerizos se encargan de amaestrarlos. El señor Lachenal es muy hábil. Es el antiguo director de las cuadras de Franconi.

– Muy bien… ¿Pero qué quiere?

– No lo sé… Jamás lo había visto en semejante estado.

– ¡Hágalo pasar!

El señor Lachenal entra. Lleva una fusta en la mano y se golpea nerviosamente una de sus botas.

– Buenos días, señor Lachenal -dijo Richard impresionado. ¿A qué debemos el honor de su visita?

– Señor director, vengo a pedirle que ponga en la calle a toda la cuadra.

– Pero, ¿cómo? ¿Quiere que ponga en la calle a nuestros que ridos caballos?

– No se trata de los caballos, sino de los palafreneros.

– ¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?

– ¡Seis!

– ¡Seis palafreneros! Bastaría con dos.

– Se trata de «plazas» -lo interrumpió Mercier- que fueron creadas e impuestas por el subsecretario de Bellas Artes. Los ocupan hombres protegidos por el gobierno, y me atrevo a sugerir…

– ¡El gobierno no me importa!… -afirmó Richard con una gran energía-. No necesitamos a más de cuatro palafreneros para doce caballos.

– ¡Once! -rectificó el jefe de caballerizos.

– ¡Doce! -repitió Richard.

– ¡Once! -repitió Lachenal.

– ¡Ah! El señor administrador me había informado de que tenía usted doce caballos.

¡Tenía doce, pero no me quedan más que once desde que nos han robado a César!

Y el señor Lachenal se da un fuerte fustazo en la bota.

– ¡Nos han robado a César! -exclamó el administrador-. ¡A César, el caballo blanco de El Profeta!

– No hay más que un César-declaró en tono seco el jefe de caballerizos-. Estuve diez años con Franconi y he visto muchos caballos en mi vida. ¡Pues bien, como César no hay más que uno! Y nos lo han robado.

– ¿Cómo ha sido?

– No lo sé! ¡Nadie sabe nada! Esta es la causa de mi visita. Por eso vengo a pedirle que ponga en la calle a todos los de la cuadra.

– ¿Y qué dicen sus palafreneros?

– Tonterías… Unos acusan a los figurantes… otros pretenden que es el portero de la administración.

– ¿El portero de la administración? ¡Respondo de él como de mí mismo! -protestó Mercier.

– ¡Pero, bueno, señor jefe de caballerizos! -exclamó Richard-, debe tener usted alguna idea!…

– 5í, señor. ¿Si tengo una? ¡Tengo una! -declaró de pronto Lachenal-, y voy a decírsela. No tengo la menor duda.

– El señor jefe de caballerizos se acercó a los directores y les susurró en la oreja-: ¡Ha sido el fantasma quien ha dado el golpe!

Richard se sobresaltó.

– ¡Ah! ¡Con que usted también! ¡Usted también!

– ¿Cómo, yo también? Es lo más natural…

– Pero qué dice usted, señor Lachenal! ¡Pero qué dice usted, señor jefe de caballerizos!…

– Digo lo que pienso, después de lo que he visto…

– ¿Y qué ha visto, señor Lachenal?

– Vi, como le estoy viendo a usted, a una sombra negra que montaba un caballo blanco que se parecía a César como dos gotas de agua.

– ¿Y no corrió tras ese caballo blanco y esa sombra negra?

– Corrí y llamé, señor director, pero desaparecieron con una rapidez desconcertante y se perdieron en la oscuridad de la galería…

El señor Richard se levantó.

– Está bien, señor Lachenal. Puede usted retirarse… presentaremos una denuncia contra el fantasma…

– ¿Y despedirá a mis palafreneros?

– ¡Desde luego! ¡Adiós, señor!

El señor Lachenal saludó y salió.

Richard echaba chispas.

– ¡Prepare la cuenta de ese imbécil!

– ¡Es un amigo del señor comisario del gobierno! -se atrevió a decir Mercier…

– Y toma el aperitivo en el Tortoni con Lagréné, Scholl y Pertuiset, el matador de leones -añadió Moncharmin-. ¡Nos vamos a poner a toda la prensa en contra! Explicará la historia del fantasma y todo el mundo se divertirá a costa nuestra. ¡Si hacemos en ridículo, podemos considerarnos muertos!

– Está bien. No hablemos más… -concedió Richard, que ya estaba pensando en otra cosa.

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