Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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Raoul rezó por el alma de Daaé, luego, tristemente impresionado por esas sonrisas eternas que tienen las bocas de las calaveras, salió del cementerio, subió la colina y se sentó al borde de la landa que domina el mar. El viento se agitaba malignamente por los arenales, aullando bajo la pobre y tímida luz del día. Ésta fue cediendo, desapareció y se convirtió tan sólo en una raya lívida en el horizonte. Entonces, el viento calló. Había llegado la noche. Raoul se encontraba cercado por sombras heladas, pero no sentía el frío. Todo su pensamiento vagaba por la colina desierta y deso- lada, toda recuerdos. Allí, en aquel lugar, había venido a menudo a la caída de la tarde con la pequeña Christine para ver danzar a las korrigans en el momento preciso en que salía la luna. Por lo que a él se refiere, jamás las había visto, sin embargo tenía buena vista. Pero Christine, aún siendo un poco miope, pretendía haber visto a muchas. Sonrió a este recuerdo y, luego, de repente, se estremeció. Una silueta, una silueta muy concreta, pero que había llegado hasta allí sin que ningún ruido la anunciara, una silueta de pie, a su lado, decía:

– ¿Cree que las korrigans vendrán esta noche?

Era Christine. Él quiso hablar. Ella le tapó la boca con su mano enguantada.

– ¡Escúcheme, Raoul, estoy decidida a decirle algo grave, muy grave!

Su voz temblaba. Él esperó.

Ella volvió a hablar, con algo de ahogo.

– ¿Se acuerda, Raoul, de la leyenda del Ángel de la música?

– ¡Claro que me acuerdo! -dijo él-; me parece incluso que fue aquí donde su padre nos la contó por primera vez.

– Fue también aquí donde me dijo: «Cuando esté en el cielo, te lo enviaré». Pues bien, Raoul, mi padre está en el cielo y yo he recibido la visita del Ángel de la música.

– No lo dudo -contestó el joven con gravedad. Creía que su amiga, en un arrebato piadoso, mezclaba el recuerdo de su padre con el resplandor de su último triunfo.

Christine pareció ligeramente extrañada de la sangre fría con la que el vizconde de Chagny se enteraba de que había recibido la visita del Ángel de la música.

– ¿Cómo se lo explica, Raoul? -dijo, inclinando su pálido rostro tan cerca del joven que éste pudo pensar que Christine iba a darle un beso, aunque ella sólo quería leer, a pesar de la oscuridad, en sus ojos.

– Creo -le respondió él- que una criatura humana no canta como cantó usted la otra noche sin que se dé un milagro, sin que el Cielo no haya intervenido. No existe en la tierra maestro alguno que pueda enseñar semejantes tonalidades. Usted ha oído al Ángel de la música, Christine.

– Sí -dijo ella solamente-, en mi camerino. Es allí donde me da sus lecciones diarias.

El tono con el que dijo esto era tan penetrante y tan particular, que Raoul la miró inquieto, como se mira a una persona que dice una monstruosidad o que se aferra a alguna loca visión en la que cree con todas las fuerzas de su pobre cerebro enfermo. Ahora se había echado hacia atrás e, inmóvil, o era más que un poco de sombra en la noche.

– ¿En su camerino? -repitió é¡ como un estúpido eco.

– Sí, es allí donde lo oigo, y no he sido la única en oírlo.

– ¿Quién más lo ha oído entonces, Christine?

– Usted, amigo mío.

– ¿Yo? ¿Yo he oído al Ángel de la música?

– Sí, la otra noche. Era él el que hablaba cuando usted escuchó detrás la puerta de mi camerino. Fue él quien me dijo: «Es preciso que me ames». Pero yo creía ser la única en escuchar su voz.

Imagine pues, mi sorpresa, cuando esta mañana me he enterado de que usted también podía oírlo…

Raoul se echó a reír a carcajadas. Y, en seguida, la noche se disipó en la colina desierta y los primeros rayos de luna envolvieron a los jóvenes. Christine se había vuelto hacia Raoul con aire hostil. Sus ojos, por lo general tan dulces, relampagueaban.

– ¿De qué se ríe tanto? ¿Cree acaso haber oído una voz de hombre?

– ¡Exacto! -exclamó el joven, cuyas ideas comenzaban a confundirse ante la actitud agresiva de Christine.

– ¡Usted, Raoul! ¡Usted es quien me dice esto! ¡Un amigo de la infancia! ¡Un amigo de mi padre! No lo reconozco. Pero, ¿qué se ha creído usted? Soy una joven honesta, señor vizconde de Chagny, y no me encierro con voces de hombre en mi camerino. ¡Si hubiera abierto la puerta, habría visto que allí no había nadie!

– ¡Es cierto! Cuando usted salió, abrí la puerta y no encontré a nadie en el camerino…

– Ya lo ve… ¿Entonces?

El conde hizo acopio de todo su valor.

– ¡Entonces, Christine, creo que alguien se burla de usted!

Ella lanzó un grito y huyó. Él corrió tras ella, pero la muchacha, llena de una irritación feroz, lo detuvo con un enérgico:

– ¡Déjeme! ¡Déjeme!

Y desapareció. Raoul volvió al albergue muy abatido, muy descorazonado y muy triste.

Se enteró de que Christine acababa de subir a su habitación y que había anunciado que no bajaría a cenar. El joven preguntó si se encontraba enferma. La buena posadera le contestó de forma ambigua que, de encontrarse mal, no era nada grave y, como creía en los enfados de los enamorados, se alejó encogiéndose de hombros y diciendo en voz baja que era una lástima ver a dos jóvenes desperdiciando en vanas discusiones las pocas horas de felicidad que el buen Dios les ha permitido pasar en la tierra. Raoul cenó solo en un rincón del atrio y, como podéis imaginar, de una forma bien triste. Más tarde, en su habitación, intentó leer y, luego, en la cama, intentó dormir. En la habitación de al lado no salía ningún ruido. `Qué hacía Christine? ¿Dormía? Y si no dormía, ¿en qué pensaba? Y él, ¿en qué pensaba? ¿Acaso era capaz de decirlo? La extraña conversación que había tenido con Christine lo habrá turbado por completo… Pensaba menos en Christine que alrededor de Christi- ne, y ese «alrededor» era tan difuso, tan nebuloso, tan incomprensible, que sentía un singular y angustioso malestar.

De este modo las horas pasaban muy lentas. Serían más o menos las once y media de la noche cuando oyó, con claridad, pasos en la habitación de al lado. Eran pasos ligeros, furtivos. ¿Entonces Christine no se había acostado? Sin pensar en lo que hacía, el joven se vistió a tientas, cuidando de no hacer el menor ruido. Y esperó, dispuesto a todo. ¿Dispuesto a qué? ¿Lo sabía acaso? El corazón le saltó en el pecho cuando oyó que la puerta de Christine giraba lentamente sobre sus goznes. ¿Adónde iba a estas horas en las que todo dormía en Perros? Entreabrió cuidadosamente la puerta y pudo ver, al claro de luna, la silueta blanca de Christine que se deslizaba con precaución por el corredor. Alcanzó la escalera, bajó, y él, por encima de ella, se inclinó sobre la barandilla. De repente, oyó dos voces que hablaban rápidamente. Le llegó una frase: «No pierda la llave». Era la voz de la posadera. Abajo abrieron la puerta que daba a la rada. La volvieron a cerrar y todo quedó en calma. Raoul se dirigió inmediatamente a su habitación y corrió hacia la ventana, que abrió. La blanca silueta de Christine se destacaba en el muelle desierto.

El primer piso de la posada del Sol Poniente no era muy alto, y un árbol que tendía sus ramas a los brazos impacientes de Raoul le permitió llegar afuera sin que la posadera pudiera sospechar su ausencia. Así pues, ¿cuál no fue el estupor de la buena mujer, a la mañana siguiente, cuando le trajeron al joven casi helado, más muerto que vivo, y cuando se enteró de que le habían encontrado tendido en las escaleras del altar de la pequeña iglesia de Perros? Corrió a dar la noticia a Christine, que bajó al instante y prodigó al joven, ayudada por la posadera, sus cuidados inquietos. Éste no tardó en abrir los ojos y volvió completamente a la vida al ver a su lado el encantador rostro de su amiga.

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