Las fechas parecían correctas. Tonneman miró a derecha e izquierda. Más Tonneman. Caminó por entre las tumbas. Los Tonneman habían sido sepultados allí hasta principios de 1700.
Estaba atónito. Mendoza tenía razón. Sus antepasados habían sido judíos. Regresó junto a la tumba de Pieter. En la contigua, tan cerca que podrían haber reposado en la misma, leyó:
RACQUEL TONNEMAN
1636-1683
Lo que seguía estaba en holandés. Conocía la lengua lo bastante para entender que se trataba de la esposa de Pieter Tonneman. Una inscripción en hebreo seguía a la holandesa.
El jorobado estornudó, lo que sobresaltó a Tonneman. Sin volverse, éste preguntó:
– ¿Qué significa esto?
– «Hija de Moses Pereira.» ¿Ve?, está enterrado allí. -El viejo se inclinó sobre una lápida y con el bastón retiró los excrementos de pájaro-. Este antepasado suyo era médico, como usted.
Tonneman hizo una mueca de incredulidad.
El jorobado sonrió, luego se desternilló de risa y finalmente le tiró del abrigo.
– Será mejor que también eche un vistazo a los Mendoza. Lo sé casi todo de ellos. Ayudé a nacer a sus hijos y ahora cuido de los huesos.
Un acertijo solucionado; el jorobado era una mujer, una comadrona. Las comadronas conocen los secretos de todo el mundo. Le resultó curioso que una partera vigilara el cementerio.
La vieja le condujo hasta las tumbas de los Mendoza y señaló una lápida que rezaba:
BENJAMÍN MENDOZA
1634-1664
– ¿Qué reza la inscripción en hebreo?
– «Hijo de Abraham y esposo de Racquel Pereira Mendoza.» -Lanzó un graznido-. Eso es, joven; Racquel tuvo a ambos; primero a Benjamín Mendoza y luego a Pieter Tonneman, tu antepasado.
Martes 7 de mayo. Poco antes del mediodía
Miles de soldados americanos procedentes de Nueva Inglaterra o de la misma Nueva York llenaban la ciudad. Cada día llegaban más. Los trabajadores de los muelles estaban atareados con las arribadas y salidas de las barcazas de los granjeros, e incluso algunos barcos cargaban y descargaban mercancías.
La llegada de la primavera puso fin a la desesperada búsqueda de leña, y los ciudadanos pudieron disfrutar de un variado surtido de alimentos. Las tiendas de Whitehead Street y Broad Street, junto con las de Hanover Square, se atrevieron a abrir de nuevo sus puertas.
Los habitantes de Nueva York, cuando no estaban preocupados por los ingleses, lo estaban pensando en la elección de los nuevos delegados para el congreso continental. Los lealistas maldecían tanto al aristocrático partido conservador como al partido liberal de los artesanos. ¿Cómo sería el nuevo gobierno continental? ¿Una oligarquía? Los conservadores, después de que la llegada de los ingleses les asegurara un trato de favor, se habían autodesterrado a Long Island y Staten Island en espera de que los generales ingleses derrotaran a los insurrectos.
En la cocina de la taberna Fraunces, Elizabeth Fraunces se afanaba con un puchero de puré de guisantes que había preparado en honor del general Washington, quien esa noche cenaría allí. Sus hijas, Lizzie y Catherine, recogían cerezas en el patio y discutían cuál de las dos llevaría el cesto.
El general Washington había regresado a Nueva York a mediados de abril con más tropas; los neoyorquinos y los soldados salieron a la calle para brindarle una triunfal bienvenida.
Desde hacía algunos días el soldado Thomas Hickey, el guardia personal del general, se había dedicado a examinar las puertas y ventanas de la taberna. Cuando terminaba su tarea, se sentaba en la cocina.
– Te ha tomado aprecio, cariño -bromeó Sam.
El día anterior Hickey había regalado a Elizabeth una bolsa de lino y una bola de queso de Nueva Inglaterra.
La mujer rió.
– Con guerra o sin ella, mi hombre ideal tendrá que regalarme flores, no quesos.
Cuando hubo concluido su inspección de rutina -fingiendo la mayor diligencia-, Hickey se apoyó contra una columna del pórtico de la taberna Fraunces en espera de que los demás guardias se presentaran con el valioso invitado. La fina capa de niebla que se había cernido sobre la ciudad empezaba a disiparse.
Nueva York estaba fortificada de tal manera que los ingleses tendrían que luchar de casa en casa, de calle en calle y luego de colina en colina hasta cubrir los veinte kilómetros que la separaban de Kingsbridge. Hickey reconocía que los patriotas habían optado por una solución muy inteligente, a pesar de que eso le importaba un comino. Su lucha era de otra naturaleza. Tal vez después de ese día a los americanos no les quedaría más remedio que rendirse.
La totalidad de los diez mil soldados que había en Nueva York, repartidos en cuatro brigadas -Heath estaba al frente de la primera, en el North River y por encima de Canal Street; Spencer al mando de la segunda, en la granja de Rutgers y Jones Hill; Greene de la tercera, en Long Island, y Stirling de la cuarta, en el centro de la ciudad-, tendría que deponer las armas y rendirse, y todo debido a un tal Thomas Hickey. La idea le satisfacía sobremanera.
El cañón rebelde de Nueva York y Kingsbridge no podría ser destruido ese día, y tampoco el fuerte George ni el puente de Kingsbridge. Matthews no podía tener todo, independientemente de lo que le hubiera prometido. Después de todo, un hombre sólo tiene dos manos. Hickey intentó por todos los medios que no le descubrieran sonriendo.
Se dijo que se ocuparía del cañón y el puente, y quizá también del fuerte, al día siguiente. Tal y como la santa de su puta madre le había enseñado, cada cosa a su debido tiempo.
Cuando llegó el carruaje de Washington, Hickey se puso manos a la obra. El joven edecán de abrigo azul y calzones de ante, una réplica casi exacta del uniforme del general, abrió la portezuela con cautela, salió y esperó a que el guardia bajara del pescante.
El guardia, un granjero algo rechoncho de Nueva Jersey, un tal Foster Block, era nuevo. Ned Smith había fallecido en febrero, víctima de la terrible epidemia de gripe.
– ¿Hickey? -llamó Block.
– Todo bien -respondió Hickey.
– Todo bien, lugarteniente Dixon.
Sólo entonces el edecán abrió la portezuela de par en par para que se apeara el general. Rebel, el perro de mala raza, salió dando brincos en dirección a Hickey, quien consiguió propinarle una patada antes de que el general descendiera del carruaje. El perro se retorció, gruñó y, cuando Hickey abrió la puerta principal de la taberna, se coló dentro.
El general dedicó una sonrisa a Hickey.
– Estamos encantados. Buen trabajo, Hickey.
– Gracias, señor -dijo Hickey con una humilde sonrisa y una reverencia.
El irlandés no acertaba a adivinar por qué el general había utilizado el plural mayestático. Mientras Washington entraba en la taberna, Hickey sonrió para sus adentros. «Otro rey Jorge, ¡ja!»
Con el crimen que cometería ese mismo día, ahorraría a los rebeldes tener que aguantar de nuevo tal desgracia. Esos bastardos tendrían que condecorarle en agradecimiento.
El ruido de cascos y ruedas procedente del exterior obligó a Hickey a salir a la calle. Se trataba del carruaje de los oficiales que compartirían la mesa con el general.
– Mantén los ojos bien abiertos -ordenó el lugarteniente Dixon mientras entraba en la taberna detrás del general Washington.
– Sí, señor.
Hickey llamó a Dixon.
– ¿Qué?
– Voy atrás. Vigile la entrada.
Hickey se dirigió hacia la parte trasera de la taberna y entró por la puerta de la cocina.
El feo negro que ayudaba en la taberna estaba sentado en un taburete al lado de la chimenea, mientras asaba carne de venado. Elizabeth probaba el puré que había preparado en honor del huésped.
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