Prefirió apartar tales pensamientos de su mente. Tras vestirse con ropa de viaje, abrió la ventana y los postigos. Había dejado de llover, y el sol asomaba por detrás de las nubes. Las goteras del techo podían esperar otro día.
Tonneman bajó con sigilo a la silenciosa cocina, donde encontró a Micah preparando un paquete de comida mientras un niño con un gorro atizaba la lumbre.
CUCARACHAS – EN UN GRAN EDIFICIO DE VARIOS APARTAMENTOS, AMUEBLADOS PARA DISTINTOS PROPÓSITOS, CUYOS HABITANTES NO VIVEN HACINADOS, Y EN EL CLIMA APROPIADO, LEVANTA UNA ALFOMBRA O CUALQUIER OTRA CUBIERTA QUE HAYA SERVIDO PARA ESCONDER CUCARACHAS. A MEDIDA QUE LA LEVANTAS, OBSÉRVALAS CON ATENCIÓN. FÍJATE EN SUS CABEZAS Y PATAS.
¡CÓMO SE APRESURAN A DESAPARECER DE TU VISTA!
New-York Evening Post
Febrero de 1808
Martes, 9 de febrero. Muy de mañana
Tonneman se frotó los ojos. El niño se volvió. Mariana. El hombre rió, tanto que se le saltaron las lágrimas y tuvo que sentarse.
– Oh, vamos, John Tonneman. ¿Qué es tan gracioso? -Su esposa se puso en pie con las manos en las calleras; la indignación emanaba de ella como el vapor de una tetera.
Todavía riendo, él le cogió los brazos.
– Tú. Nosotros.
Ella lo miró sorprendida, sin tratar de apartarse.
Micah echó a reír y se apresuró a taparse la boca con la mano, temiendo la reprimenda de su señora. Pero no llegó.
– El camino estará embarrado -dijo Tonneman-, tal vez intransitable.
– No importa; te acompañaré.
Él asintió.
– Nuestros hijos pronto se casarán, y volveremos a estar tú y yo solos. ¿Te fijaste en cómo miraba a Gretel el joven De Groat?
– Sí. Parece un joven agradable, pero no es de los nuestros.
– Recuerda que yo tampoco lo era. No importa. Si llegara a suceder, no haríamos lo que los parientes de Jacob Hays hicieron a su joven prima. Tu padre…
– Bendito sea su nombre -susurró Mariana.
– …no se interpuso en nuestro camino.
Micah dejó el café y los boles de avena en la mesa, y Tonneman soltó a su mujer.
– A Lee le gustaría ser médico -dijo Mariana.
– Lo sé. Es una lástima que no sea posible.
– En la Biblia aparecen mujeres médicos.
– No vivimos en tiempos de la Biblia.
– Los tiempos cambian, John.
– Es cierto. -Tonneman sonrió-. Tal vez algún día las mujeres se dejen crecer barba y lleven pantalones.
Ella se sentó al otro lado de la mesa, frente a él.
– No creo que el futuro de tu hija deba tomarse a risa.
Comieron en silencio hasta que Tonneman dejó la cuchara en la mesa.
– George Willard asesinó ayer a un hombre, y están buscándolo. -No sabía cómo decírselo, de modo que lo soltó sin rodeos.
– ¡Dios mío! ¿A quién? -preguntó Mariana, asombrada, compadeciéndose de Abigail.
– Al muchacho que vino aquí con Peter y Jake Hays. Le invitaste a desayunar.
– ¿El joven alguacil?
Tonneman asintió.
– Duffy.
– Oh, John, ¿y si hubiera sido Peter? -Le aferró la mano.
Por prudencia y cobardía, John Tonneman se abstuvo de mencionar que su hijo se había encargado de la persecución de George.
– No debes preocuparte por él. Ya es un hombre y tomará las decisiones oportunas. Parece haberse adaptado a su nueva profesión. Lo lleva en la sangre, como yo llevo la medicina en la mía.
– Pero John…
– Lo cierto es que la muerte de Duffy lo ha afectado, como es natural. Tal vez le ha infundido más coraje. Creo que el viejo Hays confía en él.
Mariana negó con la cabeza.
– Es un trabajo peligroso ahora que la ciudad está atestada de gente. De todos modos, mientras no vuelva a acusársele del asesinato del señor Brown y le guste su nueva profesión, me sentiré contenta. -Arrugando la frente, añadió-: John, ¿en qué circunstancias mató George al alguacil Duffy? No; no me lo digas. Tengo una pregunta más urgente. Si George Willard fue capaz de asesinar al alguacil Duffy, ¿crees que también pudo matar al señor Brown? -Sin esperar la respuesta, suspiró y, dejando a un lado el bol vacío, le tendió la mano-: Echemos un vistazo a nuestra casa de verano.
Ya había salido el sol cuando partieron hacia Greenwich Village, Tonneman a lomos de Sócrates y Mariana en la yegua de Peter, Ophelia.
Apenas había viento, y las gotas de lluvia brillaban sobre los adoquines y las aceras de ladrillo. La luz del sol, el calor impropio de la estación y el barro marcaron el trayecto.
Broadway, una amplia y elegante avenida que comenzaba en el Battery, se convertía en un camino vecinal más allá del mojón que señalaba los tres kilómetros al norte. Llegaron al puente de piedra que cruzaba los Lispenard Meadows, sobre el cual se habían posado numerosos totíes. Estos guardianes emplumados se dispersaron indignados cuando Tonneman y Mariana pasaron. Un halcón alzó el vuelo desde la copa de un árbol, chilló y se elevó hasta desaparecer en el cielo.
Para Tonneman, la felicidad de aquel día se vio menoscabada por el recuerdo de su pesadilla y su preocupación por Abigail. Debería haberla visitado, en lugar de comportarse como un cobarde y huir con Mariana al campo.
El hedor de la fábrica de cola al otro lado de Richmond Hill lo devolvió a la realidad. Mariana se había llevado el pañuelo a la nariz. Tonneman la miró. Estaba encantadora cabalgando a su lado. Ardía en deseos de contarle su sueño, pero se contuvo.
– ¿Te inquieta algo más, John?
Él suspiró.
– Te enfadarás…
Ella lo miró fijamente. Ahora me hablará de Abigail Willard, pensó. Espoleando al caballo con las rodillas, se adelantó, se volvió y esperó a que la alcanzara.
– Dime.
– Nunca te ha gustado Jamie, ¿verdad?
Jamie -pensó ella-; Jamie, no Abigail. Se sintió de nuevo contenta.
– No. Sólo piensa en sí mismo y sus intereses. Es capaz de pisotearte a ti y todos nosotros con tal de conseguir lo que quiere. Siempre ha sido así, John, pero te niegas a verlo.
Tonneman reflexionaba sobre esas palabras cuando divisaron las chimeneas de Richmond Hill. Salvo por las lánguidas espirales de humo, no había señales de vida. Pasaron por delante de la suntuosa mansión de Jamie en silencio, Mariana contenta por no hablar más de él, Tonneman absorto, evocando la pesadilla con todos los estremecedores detalles.
– Me temo que fue Jamie quien mató a Emma Greenaway, tal vez porque los sorprendió juntos, también a G retel.
– Oh, John. -Mariana guardó silencio unos instantes. Luego agregó-: Hickey, ¿recuerdas?, dijo: «¿Cuál de ellas era Gretel?»A Tonneman se le llenaron los ojos de lágrimas que no trató de ocultar. Su congoja conmovió a Mariana.
– Todo ocurrió hace mucho, querido.
– Lo sé, pero debo esclarecerlo.
– Tienes buen corazón.
El sonrió con el rostro todavía surcado de lágrimas.
– Si no fuera por el hedor que nos rodea, podríamos detenernos aquí…
– Tengo otra propuesta -respondió Mariana con los ojos brillantes-. ¿Te animas a galopar, muchacho?
El percibió el destello de los ojos de su esposa.
– Contigo, cualquier cosa.
Pasaron a toda velocidad por delante del achaparrado edificio de piedra cuyas dos enormes chimeneas expulsaban un humo grasiento y verdoso. Al oeste de la gran construcción se alzaba la casa del matarife de caballos. También se sacrificaban cerdos allí, y el grito de las aterrorizadas criaturas llegó a los oídos de los jinetes.
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