Maan Meyers - El policía honrado

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Aparece un cadáver en el principal depósito de agua potable de Nueva York. Corre el año 1808, y John Tonneman, ya sexagenario, empieza a plantearse la jubilación. Sin embargo el hallazgo de dicho cadáver y, posteriormente, de un cráneo enterrado treinta años atrás, junto con la súbita desaparición de su hijo mayor, arrastran a John a una nueva investigación.

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– ¿Son de los que empapa en brandy? -preguntó Noah al cabo de un rato.

Jake asintió.

– ¿Te gusta?

– No está mal.

– Resumamos -propuso Jake escupiendo tabaco.

– ¿Para qué? Lo mire por donde lo mire, Ned Winship es el hombre que busca. Sus amenazas a Quintin Krock así lo indican. Tiene esta ciudad en el bolsillo, extorsionando y sobornando a la gente.

Jake emitió una especie de gruñido y asintió con expresión sombría.

– De acuerdo. Winship mató a Quintin. O mandó que lo mataran.

– Y mató a Brown, o mandó a Charlie Wright matarlo, tanto por lo que contenía la caja como por esa tal Aubergine.

Jake reflexionó.

– ¿Crees que su otro amante era Ned?

– ¿Qué quiere decir con «otro»? Esa mujer tenía quinientos amantes. Era su oficio.

– Me refiero a su amante especial.

– Si era tan especial, no se habría acostado con una puta.

Jake arqueó sus espesas y negras cejas, y bebió un sorbo de café.

– Charlie podría ser el amante.

Noah negó con la cabeza.

– Ese hombre no conoce el amor, ni siquiera el carnal. Es un animal. Peor, es el arma con que se mata.

En aquellos momentos la puerta de la cárcel municipal se abrió de par en par. Ante ellos apareció Peter Tonneman, con el rostro y la ropa goteando sangre y agua. Se tambaleaba bajo el peso del cuerpo inerte de Simone Aubergine.

POR ORDEN DEL HONORABLE SEÑOR DON MATURIN LIVINGSTON JUEZ MUNICIPAL DE LA - фото 93

POR ORDEN DEL HONORABLE SEÑOR DON MATURIN LIVINGSTON, JUEZ MUNICIPAL DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK: POR LA PRESENTE SE NOTIFICA A TODOS LOS ACREEDORES DE PETER BRANNON, DEUDOR INSOLVENTE DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK, QUE ADUZCAN ARGUMENTOS CONVINCENTES, SI LOS TIENEN, ANTE DICHO JUEZ, EN SU OFICINA DE LIBERTY STREET DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK, EL DÍA 8 DEL PRÓXIMO MES DE MARZO A LA UNA DE LA TARDE, SOBRE POR QUÉ NO DEBE REALIZARSE UNA CESIÓN DE LOS BIENES DE DICHO INSOLVENTE Y ANULAR LA ORDEN JUDICIAL, DE ACUERDO CON EL ACTA TITULADA «ACTA DE AYUDA EN CASO DE INSOLVENCIA»,

APROBADA EL 3 DE ABRIL DE 1801.

FECHADO EL 22 DE FEBRERO DE 1808.

LINDSEY & ANDERSON, ABOGADOS.

New-York Evening Post

Febrero de 1808

45 8 y 9 de febrero Del lunes por la noche al martes muy de mañana La - фото 94

45

8 y 9 de febrero. Del lunes por la noche al martes muy de mañana

La brillante luz lo cegó. Todo parecía familiar y, sin embargo, no lo era. Las farolas ardían delante de cada edificio. Sabía que el joven, eficiente y amable guardia nocturno informaba infaliblemente de las farolas apagadas, porque éstas eran encendidas de nuevo casi inmediatamente.

El ruido de cascos de caballos sobre los adoquines resonó en los oídos de John Tonneman. Le parecía estar en Crown Street, pero ya no se llamaba así. Esa calle había existido en su juventud, cuando los británicos gobernaban Nueva York. De pronto se encontró delante de un edificio de ladrillo flanqueado por dos brillantes lámparas. El tejado con balaustrada de la casa de tres plantas también estaba iluminado. La deslumbrante luz mostraba un amplio sendero con una vista panorámica de North y East Rivers, así como de la bahía de Nueva York. Ya había estado antes allí. Era como si hubiera abandonado su cuerpo y se observara a sí mismo cuando era más joven.

El jinete que se hallaba al lado de Tonneman murmuró algo que éste no logró entender. Mirándolo bajo la cegadora luz, tampoco distinguió de quién se trataba. Desmontaron. Un mozo cogió las riendas de Tonneman y su compañero misterioso. Era evidente que los esperaban.

Entraron en un gran vestíbulo. Más adelante había una espléndida y amplia escalinata con pasamanos y balaustrada de caoba. Un mayordomo con peluca y sin rostro, vestido con calzones de satén blanco, chaqueta a juego y pechera de volantes, los condujo por un espacioso pasillo central hasta una estancia a la izquierda. Ésta se hallaba iluminada por elegantes candelabros de cobre y una gran chimenea con repisa de mármol. Detrás de la pantalla ardía un gran fuego. Cuando el mayordomo abrió las puertas dobles, las llamas parpadearon, proyectando sombras siniestras sobre las relucientes cortinas de damasco dorado, los escotados vestidos de tafetán y seda de vivos colores de las damas, el terciopelo, satén y seda de los atuendos de los caballeros, así como sobre los rostros extraños y malevolentes que lo miraban expectantes. Tonneman no podía distinguir los rasgos de los presentes, aunque tenía la sensación de haber estado allí antes.

El mayordomo los anunció con voz profunda. Una vez más, Tonneman no entendió las palabras.

Él y su compañero fueron saludados por un fornido y autoritario hombre. Movían los labios, pero de ellos no brotaba ningún sonido; el doctor sólo oía el tintineo de los vasos, los susurros del viento y el crepitar del fuego en la enorme chimenea.

Un lacayo pasó con una bandeja, y todos tendieron las manos en busca de vasos.

Las alfombras bajo sus pies eran francesas, y los sólidos muebles estilo Chippendale. Las paredes, empapeladas con un estampado de diseño francés que describía escenas nemorosas con alegres damas y caballeros, se hinchaban como si no tuvieran mucha sustancia. Tonneman distinguió varias piezas de plata y porcelana, pero no acertaba a discernir los rostros.

Una mujer vestida de azul se acercó a él. Aunque no podía ver sus facciones, sabía que tenía los ojos azules; azul lavanda. Le embargó una gran tristeza, como si hubiera sufrido la muerte de un ser querido.

Su compañero hablaba con otra dama. Tonneman no podía verla, pero percibía un halo de cabello rojo alrededor de su brillante rostro, y debajo, unas grandes lunas blancas por pechos. Los diamantes colgaban de sus lóbulos y relucían en sus dedos.

A su lado, una mujer más joven vestida de amarillo, agitaba las manos, como si pidiera socorro. La muchacha también tenía unos pechos voluptuosos. Grandes perlas rosas colgaban de sus lóbulos y su grueso cuello. Su rostro, como el de los demás, era una esfera de luz blanca, dentro de la cual distinguió una boca abierta. Al hacerlo oyó el bramido del viento. No oía sus palabras, pero sabía que decía: «Voy a morir. Ayúdame.»

La imagen de su compañero parpadeó; el vaso de jerez que sostenía tembló y de pronto se hizo añicos en su mano, de la que comenzó a manar más y más sangre.

– ¡Jamie! -exclamó Tonneman.

La sangre goteó sobre él. Estaba fría.

Despertó en su cama, solo y empapado. Oyó cómo la lluvia azotaba la casa. A la tenue luz de la mañana y el resplandor del fuego vio que el techo estaba mojado y goteaba. No se atrevió a imaginar cómo estaría el tercer piso. Debería haber cambiado esas tejas cuando Mariana se lo había pedido.

Se levantó del lecho aturdido por la pesadilla. Mariana no estaba, lo que no le extrañó. Le habría gustado contarle el sueño, pero habían discutido por la noche, hasta que ella se había cubierto la cabeza con las mantas y le había dado la espalda.

¿Jamie? ¿Realmente creía que Jamie podía haber sido el amante desconocido de Emma Greenaway hacía tantos años? No, por supuesto que no. Pero ¿por qué no? Tonneman sonrió. Era una mujer; saltaba a la vista. Jamie, siendo Jamie y pensando con la entrepierna, habría seducido a Emma antes de conocer a su madre Grace. Había creído que Emma era una criada.

Jamie habría comprendido enseguida que Emma se interponía en el camino de una fabulosa fortuna. No podría casarse con Grace si Emma lo desenmascaraba, de modo que ésta tendría que desaparecer. De pronto su atesorada amistad con Jamie quedó reducida a cenizas.

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