Dicho esto, la abadesa se levantó antes de que Fidelma pudiese expresar su repugnancia ante semejante proceder.
– Nos volveremos a ver antes de que partáis hacia vuestros respectivos destinos. Id con Dios. Benedictos sit Deus in donis Suis.
– Et sanctus in omnis operibus Suis - respondieron al unísono con una inclinación de cabeza.
Una vez fuera, la hermana se volvió hacia Eadulf para dejar escapar la rabia contenida. El fraile sajón alargó una mano para tomarla por el brazo.
– Fidelma, recordad que no estáis en vuestro reino de Irlanda -se apresuró a decir con el fin de reprimir la furia que parecía estar a punto de estallar-. Aquí las cosas se hacen de otra manera. El castigo para un asesino es la lapidación, en especial si ha cometido sus crímenes guiado por un sentimiento tan vergonzoso como la lujuria. Así es como debe ser.
Fidelma se mordió el labio y se alejó. Estaba demasiado indignada para expresar la sensación de desagrado que la había invadido.
No volvió a ver a fray Eadulf hasta el día siguiente. Ocurrió en el refectorio, cuando la campana terminaba de repicar anunciando la hora del ientaculum, el fin del ayuno. Antes incluso de que tuviera tiempo de sentarse, la anciana sor Athelswith se acercó a ella corriendo.
– Acaba de llegar un fraile procedente de Irlanda y os está buscando, hermana. Se encuentra en la cocina, pues ha hecho un largo viaje y está polvoriento y desfallecido.
Fidelma la miró con interés.
– ¿Que ha venido de Irlanda en mi busca?
– Del mismo Armagh, para ser más exactos.
Llena de asombro, la hermana se levantó y fue al encuentro del viajero. Lo encontró sentado en una esquina de la cocina de la abadía, agotado y lleno del polvo del viaje, partiendo el pan a pellizcos y sorbiendo leche como si llevase días sin comer.
– Yo soy Fidelma de Kildare, hermano -dijo.
El mensajero elevó la vista hacia ella, con la boca llena.
– En ese caso, tengo algo para vos.
Fidelma pasó por alto los modales del fraile, que dejaba escapar parte de la comida de su boca mientras hablaba.
– Se trata de un mensaje de Ultan de Armagh -dijo, haciéndole entrega de un paquete.
La hermana lo tomó, e hizo girar entre sus manos el bulto envuelto en vitela, atada a su vez con una tira de cuero. Se preguntó qué podría querer de ella el arzobispo de Armagh, cabeza visible de la Iglesia de Irlanda.
– ¿Qué es? -Estaba expresando sus pensamientos en voz alta más que solicitando una respuesta, ya que para obtenerla sólo tenía que abrir el paquete.
El mensajero se encogió de hombros sin dejar de masticar.
– Son instrucciones de Ultan. Desea que viajéis a Roma y presentéis la consueta de las Hermanas de Brígida al santo padre para que le conceda su bendición. Os ruega que aceptéis la embajada, pues vos sois la mejor cualificada y la más capaz de las Hermanas de Brígida de Kildare, aparte de la abadesa Étain.
Fidelma miró al fraile. Oía sus palabras, pero no lograba comprenderlas.
– ¿Qué es lo que debo hacer? -preguntó sin dar crédito a sus oídos.
El monje la observó y frunció el ceño mientras introducía en su boca un nuevo trozo de pan. Lo masticó un rato antes de contestar:
– Debéis presentar la Regula coenobialis Cill Dara al santo padre para que la bendiga. Ése es el ruego que os hace Ultan de Armagh.
– ¿Me pide que vaya a Roma?
Poco después, sor Fidelma se encontraba corriendo a través del claustro abovedado de la abadía, en dirección al refectorio. No lograba entender por qué el corazón le latía tan deprisa ni qué era lo que hacía que de pronto el día se hubiese vuelto tan agradable y el futuro tan emocionante.
Peter Tremayne (Coventry, 1943) es el seudónimo empleado por uno de más prestigiosos historiadores de la cultura celta en sus obras de ficción. Su nombre se ha popularizado gracias al ciclo narrativo dedicado a sor Fidelma, traducida a una docena de lenguas y considerada por críticos y lectores como la sucesora natural del Fray Cadfael de Ellis Peters.
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*Nombre antiguo de Irlanda (N. del T.)
*Éste es el nombre que reciben actualmente la Pascua de resurrección y la Semana Santa en lengua inglesa. (N. del T.)
*En realidad, la oración del ángelus fue introducida, al igual que el rosario, por el papa Juan XXII (1245-1334). Sin duda, el autor se permite esta licencia con la intención de establecer un elemento vertebrador del relato. ( N. del T.)
*¡La corona que creías haber visto ha resultado estar mutilada! (N. del T.)