»Poco antes de que se inaugurara el sínodo, Étain le comunicó a Gwid que no podía corresponder a su amor, que estaba enamorada de Athelnoth y que, cuando el debate acabase, pensaba ir a vivir con él en una casa doble.
– Entonces Gwid montó en cólera -terció Eadulf-. Todos habéis podido ver con qué facilidad ha perdido los estribos. Sin duda es una mujer de gran fuerza, más fuerte, de hecho, que muchos de nosotros, os lo garantizo. Atacó a Étain, que era una mujer de complexión más bien ligera, y la degolló. Luego se hizo con la fíbula que Athelnoth le había regalado como ofrenda matrimonial e intentó recuperar los dos poemas que le había dado ella a la abadesa. Sin embargo, sólo logró encontrar uno, pues el otro ya se hallaba en poder del sacerdote.
– Recuerdo que el primer día del debate llegó tarde al sacrarium - añadió Fidelma-. Había estado corriendo, y apareció colorada y sin aliento. Venía de matar a Étain.
– Mientras la abadesa fue célibe, Gwid se conformó con ser su esclava complaciente. Era feliz sólo con estar a su lado. Sin embargo, cuando le dijo que estaba enamorada de Athelnoth… -Eadulf se encogió de hombros.
– No hay rabia tan poderosa como la que provoca un amor desdeñado -comentó Fidelma-. Gwid es una joven de gran fuerza, y a la vez posee una gran inteligencia y astucia. Por eso decidió hacer que todas las sospechas recayeran en Athelnoth. Entonces cayó en la cuenta de que Étain debía de haberle dado a él el otro poema, y la cólera volvió a apoderarse de ella al pensar en que la abadesa había traicionado su amor y la había puesto en ridículo delante de un simple hombre. De hecho, llegó a decirme que estaba convencida de que Étain había encontrado en su asesino la absolución de lo que Gwid consideraba un pecado. No lo dijo de forma tan directa, pero de cualquier manera, debería haberlo interpretado correctamente en su momento.
Oswio estaba atónito.
– Así que también se sintió obligada a matar a Athelnoth.
Fidelma asintió.
– Tenía fuerza suficiente para, después de dejarlo inconsciente con un golpe, colgarlo de la percha de su cubiculum y estrangularlo para hacer que pareciera un suicidio.
– Sin embargo -volvió a interrumpir el fraile-, sor Athelswith oyó ruidos en la celda y llamó a la puerta. Gwid tuvo el tiempo justo para esconderse bajo el lecho antes de que la abriera. La domina vio a Athelnoth y corrió a avisar de su muerte. Gwid se halló ante un dilema, pues apenas tenía tiempo para buscar el broche y la vitela que contenía el segundo poema.
– Pero ¿cómo llegaron a manos de Seaxwulf la fíbula y el poema? Me refiero a la otra fíbula y el otro poema. -Era la voz de Wighard-. Habéis dicho que Gwid los cogió del cadáver de Étain.
Sor Athelswith regresó a la cámara y, con un gesto, invitó a Fidelma a continuar.
– Fray Seaxwulf padecía un grave problema: tenía la mente de una urraca. Se sentía atraído por los objetos preciosos, y ya había recibido una reprimenda, con su correspondiente castigo, por intentar robar en el dormitorium de los hermanos. Wilfrid ordenó que lo azotasen con una vara de abedul. A pesar de ello, Seaxwulf debió de registrar poco después las posesiones de las cenobitas. Sabía distinguir las joyas de gran valor, y descubrió la fíbula de Étain entre los efectos personales de Gwid. Estaba envuelta en una vitela que contenía un poema amoroso en griego. Se llevó ambos objetos, pues el poema lo había intrigado. Lo buscó en la biblioteca y descubrió que era obra de Safo. Incluso me preguntó a mí acerca de la costumbre irlandesa de que los amantes se intercambiaran obsequios. No descubrí adónde quería llegar hasta que fue demasiado tarde. Es evidente que había empezado a sospechar de Gwid, y tras enterarse del asesinato de Athelnoth vino en mi busca. Me encontró en el refectorio, rodeada de hermanas. Para que sólo yo pudiera entenderlo, se dirigió a mí en griego, pero olvidó que Gwid, que estaba sentada a una distancia desde la que podía oírlo perfectamente, conocía esa lengua mejor que él. Cometió un error fatal, pues la hermana supo que debía evitar que hablase conmigo.
»Gwid lo siguió, le golpeó la cabeza y luego lo ahogó en el barril de vino. Yo llegué antes de que pudiese deshacerse del cadáver, pero cuando lo descubrí, la impresión me hizo resbalar del escabel que había usado para inspeccionar el interior del barril, y la caída me hizo perder el conocimiento. Mi grito alertó a fray Eadulf y a sor Athelswith, que acudieron enseguida a la apotheca, y entre los dos me llevaron a mi celda. Eso le dio a Gwid el tiempo que necesitaba para retirar el cadáver y arrastrarlo a través del pasadizo del defectorum situado al borde de los acantilados. Allí se deshizo de él, no sin antes haberlo registrado, por supuesto.
– En tal caso, ¿cómo es que no encontró el broche y el poema? -quiso saber la abadesa Hilda-. Tuvo tiempo suficiente de hacerlo mientras lo arrastraba desde el tonel hasta el acantilado.
Fidelma sonrió con ironía.
– Seaxwulf seguía la moda más reciente. Llevaba un sacculus cosido al hábito, y allí guardaba tanto el poema como la fíbula. La desdichada no debía de conocer la existencia de dicho adminículo. Pero tampoco le preocupaba, pues había hecho desaparecer el cuerpo del fraile y cualquier objeto que éste llevase encima, o al menos eso creía ella. Ni siquiera cayó en la cuenta de que la marea lo devolvería a tierra firme en unas seis o doce horas.
– Decís que la hermana Gwid se las arregló para arrastrar el cuerpo de Seaxwulf a lo largo de todo el pasillo y lanzarlo al mar. ¿Realmente tiene tanta fuerza? -preguntó Hilda-. Y además, ¿cómo podía conocer la existencia del defectorum sin pertenecer a esta abadía? Está reservado a los miembros masculinos del monasterio, y por lo general sólo se informa de su localización a los invitados de dicho sexo.
– Sor Athelswith me dijo que para salvaguardar el recato de los frailes, se les da esta información también a las hermanas que trabajan en la cocina, de manera que no puedan entrar allí por error. Tras la muerte de Étain, Gwid empezó a trabajar en la cocina con el fin de ocupar su tiempo.
La anciana domina se ruborizó.
– Es cierto -confesó-. La hermana me preguntó si podía dedicarse a dicha labor el tiempo que durase su estancia aquí. Yo accedí, pues sentía lástima por la muchacha. La domina de las cocinas debió de informarle, como es natural, de la situación del defectorum masculino.
– Al principio nos dejamos confundir por las intrigas políticas de vuestro hijo Alhfrith -reconoció Eadulf-, y dimos por hecho que él, o tal vez Taran o Wulfric, debían de tener alguna relación con los crímenes.
Sor Fidelma extendió las manos en un gesto concluyente.
– Pero ya todo está resuelto.
Eadulf sonrió con aire lúgubre.
– Una mujer despechada es como un río en cuya corriente se interpone un tronco de manera que lo vuelve agitado y sucio, violento y lleno de turbulencias. Así era Gwid.
Colmán suspiró.
– Publicio Siro decía que la mujer sabe odiar y amar, pero no conoce término medio.
Abbe profirió una carcajada desdeñosa.
– Siro, como la mayoría de los hombres, no era más que un estúpido.
Oswio se puso en pie.
– Bueno, ha sido precisamente una mujer la que ha dado con la pista de esta desalmada -declaró. Después añadió con una mueca-: Aun así, si la hermana no hubiese mostrado tener un temperamento tan inestable, no habríais tenido otra cosa que pruebas circunstanciales. Es verdad que todo encajaba a la perfección, pero ¿habríais sido capaz de demostrar su culpabilidad si Gwid lo hubiese negado todo?
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