Peter Tremayne - Absolución Por Asesinato

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Durante el sínodo de Whitby, en el año 664 d.C, la Iglesia romana y la Iglesia celta se encuentran más enfrentadas que nunca. De hecho, estamos ante lo que puede llegar a ser una guerra de religiones en la Europa de las edades oscuras.
En ese ambiente, entre sacerdotes, doctores y reyes, empiezan a aparecer cadáveres brutalmente asesinados.
Entre sospechas y recelos, se encomienda la investigación a una monja de obediencia celta especialista en derecho, sor Fidelma, pero se le asigna como colaborador a un sajón perteneciente a la Iglesia romana, Eadulf, de quien se desconocen las intenciones. Mientras, a las puertas de la abadía la peste hace estragos y se prepara una conspiración contra el rey de Northumbria.

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– Es verdad: la había olvidado. -Su rostro se iluminó-. Pero ¿creéis que pudo tener la fuerza necesaria para matar a alguna de las víctimas?

– No estoy diciendo que fuese ella. Sin embargo, la persona que buscamos posee una gran astucia, y su forma de pensar semeja el recorrido de un laberinto, un dédalo que supone un peligro para todo aquel que trata de seguirlo.

Fidelma guardó silencio durante un momento antes de arrodillarse ante el cadáver de Seaxwulf. Al volver a levantarse, dio a Eadulf las siguientes instrucciones:

– Pedid a estos hombres que trasladen el cuerpo a la abadía, que se lo lleven al hermano Edgar.

Dicho esto, dio media vuelta y comenzó a caminar lentamente en dirección al monasterio, con las manos unidas frente a ella, abrazando el broche y la vitela, y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante.

Eadulf no tardó en transmitir sus órdenes y echar a andar tras ella. Esperó pacientemente, mientras la observaba caminar inmersa en sus pensamientos. De pronto la hermana se volvió hacia él, y el fraile pudo ver una insólita sonrisa de triunfo en su rostro.

– Tengo la impresión de que por fin todo casa perfectamente. Pero antes debo visitar la biblioteca y encontrar el ejemplar del libro de lírica helenística que estaba leyendo Seaxwulf el otro día.

Eadulf sopló impotente.

– Cada vez estoy más perdido. ¿Qué tiene que ver la biblioteca con todo esto? ¿Qué queréis decir?

La hermana soltó una carcajada triunfal.

– Lo que quiero decir es que ya sé quién es el asesino.

Capítulo XIX

Sor Fidelma se detuvo ante la puerta del aposento de la abadesa Hilda, miró a fray Eadulf e hizo un mohín.

– ¿Estáis nerviosa, hermana? -preguntó preocupado el fraile.

– ¿Quién puede no estarlo en estas circunstancias? -repuso en voz baja-. Nos enfrentamos a alguien muy astuto y poderoso, y las pruebas de que dispongo son sólo circunstanciales. Como ya os he dicho, el asesino sólo tiene un punto débil que debo aprovechar para que acabe por delatarse. Si eso falla… -se encogió de hombros-, el asesino puede escaparse de nuestras manos con toda facilidad.

– Yo estoy aquí para ayudaros.

Las palabras de Eadulf no se correspondían con ningún deseo de alardear; más bien constituían una afirmación sencilla y reconfortante. La hermana lo miró por unos instantes con una franca sonrisa de afecto y alargó una mano para tocar la suya. Eadulf puso la que le quedaba libre sobre la de la hermana mientras le sostenía la mirada. Entonces Fidelma bajó la vista antes de llamar con decisión a la puerta.

Todos se hallaban allí, tal como había solicitado: la abadesa Hilda, el obispo Colmán, el rey Oswio, la madre Abbe, sor Athelswith, el sacerdote Agatho, la hermana Gwid y Wighard, el secretario del fallecido arzobispo de Canterbury. El soberano, malhumorado, se arrellanaba en el asiento situado ante la chimenea que solía ocupar Colmán. El obispo, a su vez, se hallaba en la silla de la abadesa, tras el escritorio. Los demás asistentes se encontraban de pie, distribuidos por toda la sala.

Todos dirigieron sus miradas inquisitivas a Fidelma y Eadulf cuando éstos entraron en la estancia. La hermana saludó al rey con una inclinación de cabeza y se volvió hacia Hilda.

– Con vuestro permiso, madre abadesa.

– Empezad cuanto antes, hermana. Estamos deseando escucharos, y no me cabe ninguna duda de que sentiremos un gran alivio cuando todo esto haya acabado.

– Muy bien. -Fidelma tosió con aire nervioso, buscó una mirada de ánimo en Eadulf y comenzó a hablar.

– Lo que ha guiado desde el principio nuestra investigación acerca de la muerte de Étain ha sido el convencimiento, compartido por muchos, de que su asesinato responde a motivos políticos.

Colmán hizo una mueca irritada.

– Esa es una conclusión lógica.

Fidelma siguió hablando sin inmutarse.

– Todos habéis asumido que Étain, en cuanto principal abogada de la Iglesia de Columba, fue asesinada por alguien que quería callar su voz. Dabais por hecho que la facción romana la tenía como su enemigo más implacable, ¿no es así?

Entre los que seguían las normas de Iona se dejó oír un murmullo de asentimiento, pero Wighard se limitó a menear la cabeza.

– Es una insinuación injuriosa.

Fidelma clavó una mirada glacial en el cenobita de Kent.

– Pero sin duda se trataba de un error fácil de cometer dadas las circunstancias -se defendió.

– ¿Admitís, por tanto, que se trataba de un error? -repuso Wighard con entusiasmo recurriendo a las palabras de la hermana.

– Sí. La abadesa fue asesinada por un motivo que nada tenía que ver con sus creencias religiosas.

Colmán entornó los ojos.

– ¿Estáis diciendo que el asesino fue Athelnoth, después de todo? En ese caso, ¿es cierto que le hizo proposiciones indecentes, que ella no aceptó, y que por eso le quitó la vida, y que al saber que lo habían descubierto se suicidó arrepentido?

Fidelma esbozó una leve sonrisa.

– Su ilustrísima va demasiado rápido.

– Ése era el rumor que rondaba la abadía, y que, sospecho, tuvo su origen en la facción romana. -La voz del obispo denotaba su ira.

Agatho, el sacerdote de ojos oscuros, que hasta entonces había estado callado, rompió su silencio repentinamente, y empezó a cantar con voz estridente:

Los rumores se extienden enseguida; n o existe mal que corra tan aprisa .

Entonces dejó caer la cabeza y calló tan bruscamente como había empezado.

Todas las miradas se posaron en él atónitas. Fidelma parpadeó en dirección a Eadulf, a modo de advertencia. Faltaba poco. Se acercaba el momento en que tendría que echar toda la carne en el asador. Se irguió y, sin hacer caso de la interrupción de Agatho, retomó el hilo de su razonamiento.

– Su ilustrísima, el obispo de Lindisfarne, acierta en cuanto al motivo, pero yerra en lo que respecta a la persona.

Colmán resopló indignado.

– ¿Un crimen pasional? ¡Bah! Yo siempre he mantenido que hombres y mujeres deberían vivir separados. Está escrito en el Libro de Job: «Con mis ojos hice el pacto de no fijarme en doncella». Habríamos de prohibir estas casas dobles, como hizo el piadoso Finnian de Glonard, quien se negó a fijarse en mujer alguna.

La madre Abbe estaba roja de indignación.

– Si por vos fuera, Colmán de Lindisfarne, pasaríamos la vida sufriendo. ¡Sin duda aplaudís la actitud de Enda, que una vez hechos sus votos, rehusaba hablar incluso con su propia hermana, Faenche, si no los separaba una cortina!

– Es preferible una vida de sufrimiento que una de depravación y hedonismo -repuso acalorado el obispo.

El rostro de Abbe se encendió aún más, y la abadesa se exaltó tanto que parecía estar a punto de ahogarse. Abría la boca para hablar, pero le faltaban las palabras. Fidelma interrumpió la discusión con tono severo.

– Hermanos, parece que estamos olvidando el propósito de nuestra reunión hoy aquí.

Oswio, que había exhibido una sonrisa amarga durante la riña de los dos religiosos, se mostró de acuerdo.

– Sí, Fidelma de Kildare -terció-. Esto empieza a parecerse a la asamblea del sacrarium. Decidnos, si sabéis, por qué hemos tenido que asistir a la muerte de vuestra abadesa, a la muerte del arzobispo de Canterbury, a la de Athelnoth, a la de Seaxwulf e incluso a la de mi propio primogénito, Alhfrith. La muerte recorre Streoneshalh como si fuera una plaga. ¿Es que ha caído alguna maldición sobre esta abadía?

– En este asunto nada tienen que ver las maldiciones. Y vos mismo conocéis la razón de la muerte de Alhfrith, Oswio. Soy consciente de que mientras una parte de vos llora la pérdida de un hijo, la otra se alegra de haber escapado a las garras de una conspiración de traidores -respondió ella-. Y sólo Dios puede responder de la muerte de Deusdedit, arzobispo de Canterbury. Pero las muertes de Étain, Athelnoth y Seaxwulf son obra de una sola mano que nada tuvo que ver en las otras.

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