Peter Tremayne - El Valle De Las Sombras

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Sor Fidelma ha sido enviada por su hermano, rey de Cashel, ante el jefe de Gleann Geis, el «valle prohibido». Con el temible Laisre deberá negociar el permiso para construir en su territorio una iglesia cristiana y una escuela que reemplacen los santuarios paganos de los druidas. Laisre es famoso por su hostilidad hacia la nueva religión, y Fidelma sabe que tiene entre manos una misión nada fácil. En efecto, a la entrada de Gleann Geis, la recibe una visión espeluznante: los cuerpos desnudos de treinta y tres jóvenes asesinados, dispuestos en un círculo. Cada cadáver muestra las señales de haber sido apuñalado y estrangulado; cada cráneo ha sido destrozado. ¿Quién puede ser el responsable de un acto tan siniestro sino el salvaje Laisre?
A medida que avanza con el hermano Eadulf a través del valle de las sombras, Fidelma se ve enfrentada a un peligro que nunca antes había conocido.

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– ¿Misericordia? ¿Por qué esperáis misericordia, sacerdote? -preguntó con voz autoritaria-. Yo ya sufro bastante teniendo misericordia por otros que la merecen más que vos.

– Yo no soy responsable de vuestro sufrimiento -se lamentó el joven para defenderse.

La mujer soltó una aguda carcajada, que incluso llevó a los perros a volver las cabezas un momento por la inesperada discordancia.

– ¿Acaso no sois sacerdote de la fe de Cristo? -preguntó con sorna.

– Soy servidor de la fe verdadera -asintió el joven casi con desafío.

– Entonces no merecéis que muestre misericordia por vos -respondió ella con acritud-. En pie, sacerdote de Cristo. ¿O acaso deseáis iniciar el viaje al Otro Mundo decúbito? Para mí, es indiferente.

– Misericordia, señora. Dejadme partir en paz de estas tierras y, lo juro, jamás volveréis a ver mi rostro.

El joven se puso en pie con esfuerzo, y se habría abalanzado al estribo para suplicarle a sus pies, de no habérselo impedido la fiereza de los perros.

– Por el sol y la luna -dijo la mujer con cinismo-, ¡casi me convencéis de no arrastraros por el lodo! ¡Basta! Nada alienta tanto el mal como la misericordia. ¡Atadlo!

La última orden iba dirigida a los cazadores. Uno de ellos dio la correa de su perro a otro, sacó un cuchillo que parecía un puñal y se acercó al grupo de endrinos más próximo para cortar un palo resistente de un metro y medio de largo. Regresó, cogiendo la cuerda que llevaba en bandolera, e hizo una señal al joven para que avanzara unos pasos. Éste obedeció a regañadientes. El cazador colocó el palo en la espalda del joven, entre los codos, y le puso los brazos de forma que quedaron dolorosamente atados a una suerte de cabestro.

La mujer contempló la escena con aprobación. Cuando le hubieron atado una soga en torno al cuello, cuyo extremo sostenía el cazador, la mujer asintió con satisfacción. Alzó la vista para mirar al cielo y luego volvió a mirar a los hombres que tenía delante. Al calmarse la excitación de la caza, los perros se habían tranquilizado.

– Vamos, nos espera un largo viaje -dijo, haciendo girar al caballo para dirigirse al paso hacia el sendero del bosque.

El cazador que llevaba al prisionero de la cuerda la siguió, con los otros y los perros a la zaga.

El joven tropezó y volvió a gritar:

– ¡Por el amor de Dios, tened piedad!

El cazador tiró de la cuerda, lo cual la ciñó más aún al cuello del desventurado joven. Aquél se volvió con una sonrisa burlona, mostrando sus negros dientes.

– Vivirás más tiempo, cristiano, si ahorras saliva.

En cabeza, la figura montada de la mujer seguía la marcha sin interesarse por ellos. Miraba al frente con un gesto imperturbable. Cabalgaba como si estuviera sola, ajena a quienes la seguían.

Desde lo alto de la ladera, la cabra salvaje observaba al grupo adentrarse en el bosque, con la misma indiferencia que había mostrado durante la persecución.

Pausadamente, el zarapito descendió en círculos hasta la orilla del lago y reemprendió el banquete interrumpido.

Capítulo 2

El sacerdote estaba sentado sobre una roca plana junto a un manantial que brotaba con fuerza de la montaña, con los pies a remojo en el agua fresca y vigorizante, mientras miraba al cielo con una expresión de dicha en su rostro. Sentado al sol estival, se había arremangado su hábito marrón de lana hasta los codos y hasta las rodillas, lo que permitía que el agua borbotara y formara espuma en torno a sus tobillos. Era joven y fornido, y llevaba una corona spina, la tonsura circular de San Pedro de Roma, en medio de una abundante cabellera castaña y rizada.

De pronto, abrió los ojos y miró con disgusto a una segunda figura que estaba de pie en la orilla del arroyo.

– Supongo que no lo aprobáis, Fidelma -dijo con un tono de censura a la alta y pelirroja religiosa que le estaba observando.

La joven y atractiva mujer lo miró con unos ojos cuyo color, azul o verde, era difícil de discernir. El mohín de su boca evidenciaba su contrariedad.

– Estamos tan cerca del final del viaje que, sencillamente, considero que deberíamos seguir andando en vez de recrearnos en los placeres del cuerpo, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo.

El joven sonrió con ironía.

Voluptates commendat rañor usus - recitó como justificación.

Sor Fidelma respiró hondo, enfadada.

– Quizá sean raras las ocasiones para complacer el cuerpo, y que por ese motivo el placer sea mayor -reconoció-, no obstante, Eadulf, no deberíamos dilatar el viaje más de lo necesario.

El hermano Eadulf se levantó, tras sacar los pies del agua con un suspiro de resignación, para ir hasta la orilla. Sin embargo, su rostro mostraba un gesto de satisfacción.

O si sic omnia - anunció.

– Y si todo fuera así -añadió Fidelma con mordacidad-, no adelantaríamos nada en la vida, ya que todo consistiría en una larga complacencia de los placeres del cuerpo. Gracias a Dios, el invierno fue creado, como el verano, para equilibrar los sentidos.

Cuando Eadulf terminó de secarse los pies con brusquedad con los faldones de su hábito, se levantó y se calzó las sandalias de piel.

Se habían detenido al mediodía para comer algo, y permitir así que los caballos pastaran en la hierba que crecía a orillas del arroyo. Fidelma ya había guardado la comida sobrante y había dispuesto las alforjas. Dada la intensidad del sol estival a esa hora del día, Eadulf había decidido sumergir los pies en la frescura del riachuelo. Sin embargo, sabía que no era sólo su complacencia lo que perturbaba a Fidelma. A lo largo del último día, había observado una creciente inquietud en su compañera de viaje, aunque ella había hecho lo posible por ocultarla.

– ¿De veras estamos tan cerca? -preguntó.

Fidelma respondió señalando los elevados picos de las montañas, en cuyas estribaciones se habían adentrado por la mañana.

– Son los Cruacha Dubha, los almiares negros. Delimitan las tierras del clan de Duibhne. A media tarde, deberíamos haber llegado al reino de Laisre. Se halla en un valle casi oculto en lo alto, junto a ese pico elevado, que al parecer es la montaña más alta de estas tierras.

El hermano Eadulf alzó la mirada hacia un pico pelado, que sobresalía de entre las cumbres que lo rodeaban.

– ¿Estáis empezando a arrepentiros de haber rechazado la oferta que vuestro hermano os ha hecho de enviar guerreros para que nos escoltaran? -preguntó con tacto.

Los ojos de Fidelma centellearon levemente, y se apresuró a responder negando con la cabeza, aunque sabía que Eadulf había adivinado sus pensamientos.

– ¿Qué sentido tendría este viaje si nos hubieran escoltado unos guerreros? Si tuviéramos que esparcir las enseñanzas y la Fe a punta de espada, no merecerían la atención de nadie.

– En ocasiones, los hombres, como los niños, no se sientan a escuchar a menos que se les obligue -filosofó el sajón-. La vara al niño, y la espada al adulto… Ayudan a prestar atención.

– Hay algo de cierto en eso -opinó Fidelma, que luego guardó silencio un momento y prosiguió-. Hace mucho que os conozco para no ser sincera con vos, Eadulf. Así es, siento temor. Laisre sólo entiende su propia ley. Puede que el honor y el deber le hayan empujado a dar a mi hermano una respuesta en Cashel, pero Cashel podría estar a una distancia infinita.

– Cuesta creer que todavía quede una región de estas tierras donde desconozcan la Fe.

Fidelma negó con la cabeza.

– No es que la desconozcan; la conocen, pero la rechazan. La Fe llegó a estas tierras hace apenas doscientos años, Eadulf. Todavía quedan muchos lugares aislados donde perduran las antiguas creencias. Somos un pueblo conservador al que le gusta aferrarse a las viejas costumbres e ideas. Vos mismo fuisteis educado en nuestras escuelas eclesiásticas. Sabéis que muchos aún son fieles a las viejas usanzas y a los dioses y diosas de antaño.

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