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Peter Tremayne: El Valle De Las Sombras

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Peter Tremayne El Valle De Las Sombras

El Valle De Las Sombras: краткое содержание, описание и аннотация

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Sor Fidelma ha sido enviada por su hermano, rey de Cashel, ante el jefe de Gleann Geis, el «valle prohibido». Con el temible Laisre deberá negociar el permiso para construir en su territorio una iglesia cristiana y una escuela que reemplacen los santuarios paganos de los druidas. Laisre es famoso por su hostilidad hacia la nueva religión, y Fidelma sabe que tiene entre manos una misión nada fácil. En efecto, a la entrada de Gleann Geis, la recibe una visión espeluznante: los cuerpos desnudos de treinta y tres jóvenes asesinados, dispuestos en un círculo. Cada cadáver muestra las señales de haber sido apuñalado y estrangulado; cada cráneo ha sido destrozado. ¿Quién puede ser el responsable de un acto tan siniestro sino el salvaje Laisre? A medida que avanza con el hermano Eadulf a través del valle de las sombras, Fidelma se ve enfrentada a un peligro que nunca antes había conocido.

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A sus pies, una espesura de árboles y matorrales cubría el valle hasta llegar casi a la orilla del lago. El bosque se extendía por la parte norte de la vaguada y se precipitaba hasta llegar a unos cuarenta metros del lago, donde las matas de brezo y aulaga se imponían, ocupando el resto de la cuenca. La vegetación que inundaba el sotobosque estaba formada, sobre todo, por maleza espinosa, de ramas firmes y espinas puntiagudas, no muy distintas de los ciruelos mirabolanos que crecían entre ellas, envolviendo la envergadura de los gruesos troncos de los robles cuyas ramas enormes y retorcidas, y majestuosas copas, cubrían la espesura. A través de un camino oscuro y estrecho del bosque se acercaba el sonido de alguien que avanzaba a toda prisa entre la barrera de ramas y matas que le dificultaban el paso.

De la maleza surgió la figura de un hombre joven. Se detuvo en seco, respirando agitadamente, como si tratara de controlar en vano un aliento irregular y entrecortado, y abrió los ojos con desazón al descubrir ante sí la expuesta vastedad del valle, cuyos lados ascendían en suave pendiente hacia unas colinas pedregosas. Su garganta emitió un leve gemido al no encontrar un lugar donde esconderse en el desnudo paisaje que tenía ante sí. Se volvió hacia el bosque, pero oyó la proximidad de sus perseguidores. Estaban muy cerca, pero la espesura los ocultaba. Los perros ya no aullaban: emitían ladridos frenéticos de excitación al detectar la cercanía de la presa.

Un adusto gesto de desesperación se fijó en el rostro del joven. Con un grito contenido, dio media vuelta y reanudó su torpe carrera en dirección al valle. Vestía un traje largo y sencillo, el hábito de un religioso. Estaba rasgado, y algunas ramas con espinos, las más pequeñas, se habían enganchado donde la lana era demasiado fuerte para poder ser desgarrada. El joven tenía la ropa manchada de barro, e incluso sangre en las partes donde las espinas habían hallado carne. Dos detalles confirmaban que se trataba, en efecto, de un clérigo. Tenía la cabeza afeitada por delante, formando una línea de oreja a oreja, y el cabello largo y suelto a la nuca, a la manera de la tonsura de san Juan, adoptada por los religiosos de Irlanda; y alrededor de su cuello lucía una cadena de plata de la que colgaba un crucifijo, también de plata.

El fugitivo, que tendría poco más de veinte años, era sin duda un joven hermoso, aunque la belleza se descomponía ahora en su rostro, tomado por la angustia. En las mejillas encendidas, cubiertas por los rasguños que le había producido la maleza, había restos de sangre y suciedad. Sin embargo, lo que más distorsionaba sus facciones era el miedo que se dibujaba en sus ojos oscuros y desorbitados. El joven había cedido al miedo, su cuerpo entero expelía miedo, como si cubriera el sudor que manaba de él.

Corría hacia el lago levantando el hábito con las manos para no tropezar y facilitar su zancada. Hacía mucho que había perdido las sandalias. Iba descalzo, con los pies lacerados y cubiertos de heridas. Era ajeno al dolor, lo único que no ocupaba sus pensamientos. Un aro de hierro le rodeaba el tobillo izquierdo; era un grillete como el de un preso o un esclavo con un eslabón circular a través del cual podía pasarse una cadena o una cuerda.

Cuando apenas había avanzado unos cientos de metros, el joven se convenció de que era inútil seguir buscando dónde esconderse, ya que alrededor del lago no había más que pequeños arbustos.

La orilla recibía a diario la visita de animales salvajes, y a su alrededor no había hierba alta, ni tojos. Incontables criaturas habían masticado las plantas hasta convertirlas en rastrojos con el paso de los años. No había lugar posible donde ocultarse.

Con un extraño gruñido de desesperación, el joven se detuvo y levantó las manos en señal de impotencia. Luego se dirigió hacia las escarpadas colinas donde estaba la cabra salvaje, impasible, absorta en su indiferencia. El joven, exasperado, empezó a subir por la rocosa ladera a trompicones. Se enganchó un pie en un desgarrón del hábito, tropezó y cayó pesadamente. Perdió el poco aliento que le quedaba.

En aquel momento, el primero de los perseguidores surgió del bosque.

Tres hombres a pie le siguieron a todo correr, cada uno con una correa en la mano, a las que iban atados tres enormes perros alanos. Al ver a la presa, los animales tiraron de las correas que los sujetaban, babeando y ladrando. Los tres cazadores emprendieron la carrera con facilidad, pero el joven estaba exhausto para hacer el esfuerzo de huir. Se había incorporado apoyándose en un codo y jadeaba, medio sentado, medio echado, mientras los hombres se acercaban. Sus facciones reflejaban una resignación aterradora.

– No soltéis a los perros -gritó en un tono que denotaba inquietud, a medida que se acercaban los hombres y, con ellos, las voces-. No seguiré huyendo.

Ninguno de los tres contestó. Se limitaron a detenerse delante del joven y, aunque sujetaban bien las correas, los perros casi lo tocaban. Los cánidos tiraban con fuerza, gañendo de ansiedad por alcanzarle; con baba en los hocicos, las enormes lenguas casi le tocaban la piel. Al sentir el calor del aliento, el joven se apartó, arrastrándose.

– ¡Sujetadlos, por el amor de Dios! -gritó, a la vez que sus movimientos provocaban que los perros tiraran más de las correas, abriendo y cerrando las mandíbulas.

– ¡No te muevas! -ordenó con brusquedad uno de los cazadores, dando un firme tirón de correa para controlar al animal.

Los otros dos apaciguaron a sus perros.

Entonces salió del bosque una cuarta figura a caballo. Al verla, el joven parpadeó, azorado. Apretó las comisuras de los labios, como si temiera más a aquella figura que a los amenazadores alanos que tenía ante sí. La figura era esbelta, iba montada a sus anchas en la silla, y cabalgaba con las riendas flojas, lo cual permitía al caballo andar con toda tranquilidad, como si estuvieran dando un paseo matinal, sin prisa. Se detuvo un momento para contemplar la escena.

Era una mujer joven. Un casco de bronce bruñido le cubría la cabeza y, tanto se ajustaba a ésta, que no asomaba ningún mechón. Una fina espiral de plata ascendía rodeando el casco hasta el centro, rematado con una reluciente piedra semipreciosa.

No llevaba más joyas aparte de aquel aro de plata. Ninguna capa la engalanaba tampoco, y por atavío sólo llevaba un sencillo vestido de hilo de color azafrán, ceñido a la cintura por una gruesa y masculina correa de cuero, a la que iba sujeta una pequeña bolsa de piel. Del lado derecho colgaba una vaina con un cuchillo ornamentado, y del izquierdo, otra, de la que asomaba la empuñadura labrada de una espada.

Su rostro era ligeramente redondo, casi con forma de corazón, e incluso atractivo. La piel era extremadamente blanca, aunque las mejillas mostraban cierto rubor; sus labios, bien perfilados, eran algo pálidos. Tenía los ojos fríos y deslumbrantes como el hielo. Una mirada fugaz podría ver en ella a una mujer joven de belleza candida, pero con una segunda mirada la atención se fijaría en la dureza de la boca y el curioso brillo amenazador de unos ojos insondables. Torció un poco la comisura de los labios al ver a los cazadores y a los perros intimidando al joven caído.

El jefe de los cazadores lanzó una mirada por encima de su hombro y sonrió con satisfacción cuando la mujer se aproximó a caballo.

– Lo hemos cogido, señora -gritó, ufano, afirmando lo evidente.

– Ya lo veo -asintió la mujer de un modo casi agradable, que escondía en la voz un tono más amenazador.

El joven había recobrado el aliento, y con la mano derecha giraba nerviosamente el crucifijo que llevaba al cuello.

– Por misericordia… -empezó a decir, pero la mujer alzó una mano para imponer silencio.

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