Murgal le devolvió la mirada sabiendo qué insinuaba. Era evidente que consideró por un momento si debía entender el comentario como una ofensa directa, pero ella le dio la espalda para esconder su enojo por no haber podido cumplir su propósito.
Eadulf estaba algo preocupado y se preguntaba si Fidelma insistiría más en el asunto. No hacía falta tener mucho sentido común para advertir que el jefe de Gleann Geis no iba a conceder permiso alguno a Fidelma para abandonar las negociaciones e investigar la muerte de aquellos hombres. Por suerte, a Eadulf le pareció que Fidelma también se había dado cuenta de que así sería, ya que inclinó la cabeza en señal de que aceptaba la situación.
– Muy bien, Laisre -dijo-. Aceptaré esta propuesta. Tendré que dar cuenta a mi hermano cuando regrese a Cashel, de manera que todo cuanto Colla descubra, por muy insignificante que sea para él, será de interés para mí.
– En tal caso partiré al alba con mis hombres, Fidelma de Cashel -le aseguró el tánaiste.
Laisre sonreía con satisfacción.
– Excelente -dijo-. Centrémonos, pues, en otros asuntos. He descuidado mis responsabilidades como anfitrión. ¿Os han presentado ya a Solin, secretario de Ultan de Armagh y destacado clérigo de vuestra Fe?
Fidelma no se molestó en mirar siquiera a Solin. Se había percatado de que estaba de pie junto a Eadulf, al cual le había estado susurrando al oído. Eadulf, incomodado, se había adelantado un par de pasos.
– Ya he conocido al hermano Solin -dijo en un tono de voz que manifestaba lo desagradable del encuentro.
– ¿Y al hermano Dianach, mi escriba? -preguntó Solin avanzando unos pasos-. Creo que no os han presentado.
Había algo de petulante en la forma en que lo había dicho, como si así señalara que era lo bastante importante para que le acompañara un escriba. Fidelma se dio la vuelta para escrutar al joven delgado y algo afeminado al que se refería, y al que Solin empujó hacia delante. Apenas llegaba a los veinte años, tenía una tez pálida con granos y llevaba la tonsura, bien que mal afeitada, del credo católico. El muchacho estaba nervioso y no se atrevía a mirarla directamente a los ojos, lo cual le daba un aspecto furtivo. Fidelma sintió pena por aquel joven tan falto de aplomo.
– Salve, hermano Dianach -lo saludó a la manera romana con la intención de hacerle sentir cómodo.
– Pax tecum - tartamudeó.
Fidelma se volvió para dirigirse a Laisre.
– Aprovecharé la ocasión para presentar al hermano Eadulf, enviado del arzobispo Teodoro de Canterbury, de la región de Kent.
Eadulf dio un paso adelante e inclinó ligeramente la cabeza, primero al jefe y luego a la asamblea en general.
– Bienvenido seáis a este lugar, Eadulf de Canterbury -lo saludó Laisre con cierta dificultad para pronunciar los nombres extranjeros-. ¿Con qué motivos honráis a nuestro valle con vuestra visita? El arzobispo Teodoro, de la lejana tierra de la cual provenís, no debe de tener mucho interés por lo que sucede en esta parte del mundo.
Eadulf se mostró diplomático.
– Estoy aquí sólo como enviado del rey de Cashel. Pero mientras gozo de su hospitalidad, he tenido ocasión de visitar los rincones más remotos de este reino para descubrir cómo prosperan sus gentes.
– En tal caso, sois tres veces bienvenido para observar cómo lo hacemos -respondió Laisre con solemnidad, y volvió a dirigirse a Fidelma-. Y ahora…
– Ahora -repitió Fidelma llevándose las manos al interior del hábito para sacar el bastón oficial y, a la vez, la daga-, debemos seguir la costumbre.
Sostuvo la daga en el aire, delante de Laisre, con una mano, y el bastón con la cabeza de ciervo en la otra.
Laisre conocía el protocolo. Extendió suavemente la mano y tocó con el índice un extremo del bastón.
– Os recibimos como enviada de Colgú -entonó solemnemente antes de dar un paso atrás y hacer una señal con la mano a los sirvientes que había en la sala; señal que los puso inmediatamente en movimiento: acercaron unas sillas y las colocaron en un semicírculo, delante de la silla oficial.
Varios presentes se hicieron atrás, mientras Laisre invitaba a Fidelma y a Eadulf a tomar asiento. Murgal, Colla, Orla y Solin fueron los únicos de la sala en sentarse cuando el jefe hubo regresado al lugar que le correspondía.
– Veamos. En cuanto al propósito de la negociación… -empezó a decir Laisre.
– A mi entender -intervino Fidelma- el propósito es acordar un medio que otorgue poder al obispo de Imleach para fundar una iglesia de la Fe en Gleann Geis, así como una escuela. ¿Es así?
Por un momento, Laisre pareció desconcertarse con aquel rápido resumen.
– Así es -accedió.
– Ya cambio, ¿qué esperáis vos de Imleach? -preguntó Fidelma.
– ¿Qué os hace pensar que esperemos nada a cambio de Imleach? -intervino Murgal en un tono suspicaz.
Fidelma le sonrió con cara de pocos amigos.
– La propia palabra que estamos usando para describir lo que vamos a hacer, «negociación», me hace pensar que así es. Una negociación implica un trato. Un trato significa llegar a algún tipo de acuerdo que implica un compromiso. ¿O me equivoco?
– No os equivocáis, Fidelma -respondió Laisre-. El trato es simple: a cambio de daros permiso para edificar una iglesia y una escuela en Gleann Geis, queremos tener la garantía de que no habrá interferencias religiosas en la vida de Gleann Geis, que podremos mantener la fe de nuestros antepasados, que podremos seguir el camino de nuestras antiguas creencias.
– Claro -dijo Fidelma frunciendo el ceño al sopesar la cuestión-. Sin embargo, ¿por qué vamos a construir una iglesia y una escuela si no se nos permitirá convertir a la gente? ¿De qué sirven una iglesia y una escuela si no se permite a nadie acudir a ellas?
Laisre cruzó la mirada con Murgal y a continuación midió con cuidado sus palabras:
– La verdad es, Fidelma de Cashel, que ya existe una comunidad cristiana en Gleann Geis.
Fidelma contuvo su sorpresa.
– No lo comprendo. Siempre se me había dicho que Gleann Geis era un bastión de la antigua fe, de las antiguas costumbres. ¿Acaso no es así?
– Así es -intervino Murgal con crispación-.Y así seguirá siendo.
– La vuestra no es una buena actitud -le reprendió Laisre-. Los tiempos han cambiado; debemos progresar con ellos o estamos perdidos.
Fidelma lo miró con interés. Pensó que acaso había subestimado al jefe. Era obvio que entre algunos de los suyos había quien censuraba su relación con el obispo de Imleach, pero en aquel momento estaba demostrando ser un firme adalid para su pueblo.
Murgal soltó un silbido de fastidio.
Se impuso un incómodo silencio antes de que Laisre prosiguiera.
– A lo largo de los años, nuestros hombres y mujeres han contraído matrimonio con los clanes de la zona, y de este modo hemos mantenido la fuerza como pueblo. Hemos obedecido lo que dictan las antiguas leyes contra el incesto, lo cual nos ha permitido sobrevivir como personas fuertes y sanas. Pero los desposados que han venido a vivir entre nosotros a menudo han sido hombres y mujeres de la nueva religión. Muchos han traído la nueva Fe a Gleann Geis, y muchos han educado a sus hijos según esta Fe. Ahora esta comunidad es considerable y exige un sacerdote y una iglesia de la Fe que cubran sus necesidades espirituales; también exigen una escuela donde puedan aprender su doctrina.
Colla musitó algo ininteligible.
Laisre no le prestó atención y se dirigió directamente a Fidelma.
– Entre nosotros, hay quien reconoce el triunfo inevitable de vuestra Fe. En los últimos dos siglos, los cinco reinos han sido convertidos, nos guste o no.
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