– ¿Quién es el clown ese? -quiso saber.
– Albert Kloughn -dijo Ranger-. Un abogado.
Me abstuve de preguntarle a Ranger cómo conocía a Kloughn. La respuesta era obvia: Ranger conocía a todo el mundo.
– A ver si lo adivino -me dijo Vinnie-. Necesitas otro par de esposas.
– Te equivocas. Necesito una dirección. Tengo que hablar con Dotty Palowsky.
Connie escribió su nombre en el sistema de búsqueda. Un minuto después empezó a llegar la información.
– Ahora es Dotty Reinhold. Y vive en South River -Connie imprimió los datos y me entregó la hoja-. Está divorciada, tiene dos hijos y trabaja para la Red de Autopistas de Peaje, en East Brunswick.
En otras circunstancias me habría quedado a charlar, pero me daba miedo que a alguien le diera por preguntar por la nariz de Kloughn.
– Me voy corriendo -dije-. Tengo mucho que hacer.
Me detuve en la misma puerta de la oficina. Me protegía un pequeño entoldado. Sobre él, la lluvia caía de un modo incesante, que no llegaba al nivel de aguacero pero era suficiente para destrozarme el peinado y empaparme los vaqueros.
Ranger salió detrás de mí.
– No estaría mal que llevaras más de una bala en la recámara, cariño.
– ¿Te has enterado de lo de las serpientes?
– Me encontré con Costanza. Estaba mirando la vida a través del culo de un vaso de cerveza.
– No me está resultando fácil encontrar a Annie Soder.
– No eres la única.
– ¿Jeanne Ellen tampoco puede dar con ella?
– Todavía no.
Nuestras miradas quedaron fijas un momento.
– ¿En qué equipo estás tú? -pregunté.
Me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Sus dedos me rozaron la sien con la levedad de una pluma, mientras con el pulgar me recorría la mandíbula.
– Tengo mi propio equipo.
– Háblame de Jeanne Ellen.
Ranger sonrió.
– Esa información tiene un precio.
– ¿Y cuál sería ese precio?
Su sonrisa se ensanchó.
– Intenta no mojarte demasiado hoy -dijo. Y desapareció.
Maldita sea. ¿Qué pasa con los hombres de mi vida? ¿Por qué siempre son los primeros en irse? ¿Por qué nunca me voy yo la primera y les dejo antes? Porque soy una boba, por eso. Una boba sin remedio.
Recogí a Kloughn en la lavandería. Iba vestido con vaqueros negros, camiseta negra y su nueva gorra de agente de fianzas. Y calzaba unos mocasines marrones con borlas. Llevaba el spray de pimienta enganchado a la cintura y se había metido las esposas en el bolsillo de atrás. Sus ojos y su nariz tenían unos preocupantes tonos de negro, azul y verde.
– Vaya -dije-. Tienes una pinta horrible.
– Es por las borlas, ¿verdad? No estaba muy seguro de si las borlas iban con la indumentaria. Podría ir a cambiarme a casa. Podía haberme puesto zapatos negros, pero me parecían demasiado elegantes.
– No me refiero a las borlas, sino a la nariz y los ojos -vale, y las borlas.
Kloughn entró en el coche y se puso el cinturón de seguridad.
– Supongo que son gajes del oficio. A veces hay que llegar a las manos, ¿verdad? Son gajes del oficio, ¿sabes lo que te quiero decir?
– Tu oficio es la ley.
– Sí, pero también soy ayudante de cobro de fianzas, ¿verdad? Patrullo las calles contigo, ¿verdad?
Ves, Stephanie, me dije, esto es lo que pasa cuando revientas la tarjeta de crédito comprando cosas innecesarias como zapatos y ropa interior, y no puedes permitirte comprar esposas.
– Iba a comprarme una pistola eléctrica -dijo Kloughn-, pero la tuya no funcionó anoche. ¿Qué le pasa? Pagas una pasta por esos cacharros y luego no funcionan. Siempre pasa eso, ¿verdad? ¿Sabes lo que necesitas? Un abogado. Te han estafado con publicidad engañosa.
Me paré en un semáforo y saqué la pistola eléctrica del bolso para examinarla.
– No lo entiendo -le dije a Kloughn-. Siempre ha funcionado bien.
Me quitó la pistola de las manos y le dio vueltas en las suyas.
– A lo mejor se le han acabado las pilas.
– No. Son nuevas. Y he comprobado que estuvieran cargadas.
– ¿Es posible que lo estuvieras haciendo mal?
– No creo. No es muy difícil. Aplicas los electrodos contra alguien y aprietas el botón.
– ¿Así? -dijo Kloughn, colocando los electrodos contra su brazo y apretando el botón. Soltó un gritito y se desmoronó en el asiento.
Le quité la pistola de la mano inerte y la observé desconcertada. Ahora parecía funcionar a la perfección.
Volví a meter la pistola eléctrica en el bolso, regresé al Burg y me detuve en la Ferretería de la Esquina. Era un establecimiento destartalado que llevaba abierto desde que me alcanzaba la memoria. La tienda ocupaba dos edificios contiguos, con una puerta abierta en el muro que los separaba. La puerta era de madera sin barnizar y linóleo resquebrajado. Las estanterías estaban llenas de polvo y el aire olía a fertilizantes y a herramientas. Cualquier cosa que uno necesitara la podía encontrar en aquella tienda al doble de precio que en cualquier otro sitio. La ventaja de la Ferretería de la Esquina era su situación. Estaba en el Burg. No necesitabas meterte en la autopista 1 ni ir a Hamilton Township. Para mí, la ventaja adicional en esta ocasión era que en la ferretería a nadie le llamaría la atención que me paseara con un tipo con los dos ojos morados. En el Burg todo el mundo estaría ya al tanto de lo de Kloughn.
Cuando llegamos a la ferretería, Kloughn empezaba a recuperar la consciencia. Los dedos se le movían y tenía un ojo abierto. Dejé a Kloughn en el coche y entré en la tienda a comprar siete metros de cadena de grosor mediano y un candado. Tenía un plan para detener a Bender.
Extendí los siete metros de cadena en la calle, detrás de mi CR-V. Le saqué a Kloughn las esposas del bolsillo trasero y enganché un extremo de la cadena a un grillete de las esposas y el otro lo sujeté con el candado al parachoques de mi coche. Metí lo que sobraba de la cadena, con las esposas, por la ventanilla trasera y me senté al volante. Estaba empapada, pero merecía la pena. Esta vez Bender no iba a poder salir corriendo con mis esposas. Cuando consiguiera agarrar a Bender, estaría esposado a mi coche.
Conduje hasta la otra punta de la ciudad, me detuve a una manzana de la casa de Bender y le llamé por el móvil. Cuando contestó, colgué.
– Está en casa -le dije a Kloughn-. Vamos a ello.
Kloughn se estaba mirando la mano, mientras movía los dedos.
– Siento una especie de cosquilleo.
– Eso es porque te has dado una descarga con mi pistola eléctrica.
– Creía que no funcionaba.
– Pues la has arreglado.
– Soy muy habilidoso -dijo Kloughn-. Se me dan muy bien este tipo de cachivaches.
Me subí al bordillo de la acera delante del apartamento de Bender, atravesé su patio de tierra y aparqué con el guardabarros trasero pegado a la entrada. Salí del coche de un salto, crucé la puerta y me planté en su salón.
Bender estaba en su sillón, viendo la televisión. Al verme entrar los ojos se le pusieron como platos y se le descolgó la mandíbula.
– ¡Tú! -dijo-. ¿Qué coño…?
En un segundo se había levantado del sillón y había salido disparado hacia la puerta de atrás.
– Deténle. Gaséale. -Le dije a Kloughn-. Ponle la zancadilla. ¡Haz algo !
Kloughn se lanzó por el aire y agarró a Bender por una pierna. Ambos fueron a parar al suelo. Yo me tiré encima de Bender y le puse las esposas. Me quité de encima de él, entusiasmada.
Bender se levantó como pudo y corrió hacia la puerta, arrastrando la cadena tras él.
Kloughn y yo chocamos los cinco.
– Jopé, que lista eres -dijo Kloughn-. A mí nunca se me habría ocurrido engancharle al coche. Tengo que admitirlo. Eres buena. Eres muy buena.
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