Janet Evanovich - Qué Vida Ésta

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Es una verdad universa reconocida que si se tiene un trabajo de riesgo, lo mejor que se puede hacer es mantenerlo al margen de la vida privada.
Sin embargo, ésta es una regla que la incombustible Stephanie Plum, la caza recompensas más patosa de la Costa este, parece incapaz de cumplir
En esta nueva entrega de sus descacharrantes aventuras, cuando Stephanie emprenda la búsqueda de una madre y una hija desaparecidas, no sólo la perseguirán malos malísimos como el mafioso Eddie Abruzzi, sino que además tendrá que soportar los bienintencionados consejos de la abuela Mazur, arreglarle la vida a su hermana Valerie, aceptar con buena cara la ayuda entusiasta aunque poco eficaz de su amiga Lula, los hirientes comentarios de los policías de su pueblo, siempre dispuestos a pasar un buen rato con sus meteduras de pata… Y por si todo esto fuera poco aún tendrá que decidir entre abandonarse a la lujuria en brazos del apuesto y misterioso Ranger o reconciliarse con Joe Morelli su novio de toda la vida

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– Bonito día -dije al señor Spiga.

Sacó una bolsa de la compra del asiento trasero.

– ¿Has comprado carne picada últimamente? ¿Quién pone estos precios? ¿Cómo puede la gente permitirse el lujo de comer? ¿Y por qué es tan roja la carne? ¿Te has fijado alguna vez que sólo es roja por fuera? La rocían con algo para que parezca fresca. La industria cárnica se está yendo al carajo.

Le abrí la puerta.

– Y otra cosa -dijo-: A la mitad de los hombres de este país les están creciendo los pechos. Te digo que es por todas las hormonas que les dan a las vacas. Bebes la leche de esas vacas y te crecen los pechos.

Ay, pensé yo, si fuera tan fácil…

Las puertas del ascensor se abrieron y la señora Bestler asomó la cabeza.

– Sube -dijo.

La señora Bestler tenía unos doscientos años y le gustaba jugar a ascensorista.

– Segunda planta -dije.

– Segunda planta, bolsos de señora y trajes de vestir -canturreó, dándole al botón.

– Caray -dijo el señor Spiga-. Este sitio está lleno de chalados.

Lo primero que hice nada más entrar en mi apartamento fue mirar los mensajes. Trabajo con un misterioso cazarrecompensas que me pone como un flan y que me hace insinuaciones sexuales para, luego, no seguir el juego. Y estoy en la fase de apagado de una relación intermitente con un poli con el que creo que me gustaría casarme… algún día, pero no ahora. Ésa es mi vida amorosa. En otras palabras, mi vida amorosa es un cero patatero. No puedo ni recordar la última vez que tuve una cita. Un orgasmo no es más que un lejano recuerdo. Y no había mensajes en el contestador.

Me derrumbé en el sofá y cerré los ojos. Mi vida se iba al garete. Dediqué una media hora a la autocompasión y estaba a punto de levantarme para darme una ducha, cuando sonó el timbre. Fui hasta la puerta y atisbé por la mirilla. No había nadie. Me di la vuelta e iba a alejarme de allí, cuando oí unos ruidos como de siseos al otro lado de la puerta. Volví a mirar. Seguía sin haber nadie.

Llamé por teléfono a mi vecino de enfrente y le pedí que abriera su puerta y me dijera si había alguien. De acuerdo, es algo despreciable por mi parte, pero nadie quiere matar al señor Wolesky y a mí sí me quieren matar de vez en cuando. No está de más ser cautelosa, ¿verdad?

– ¿Estás loca? -dijo el señor Wolesky-. Estoy viendo La tribu de los Brady. Me has llamado en mitad de La tribu de los Brady.

Y colgó.

Seguía oyendo los ruidos detrás de la puerta, así que saqué la pistola del bote de las galletas, encontré una bala en el fondo del bolso y abrí la puerta. Del picaporte colgaba una bolsa de lona verde oscura. La bolsa estaba cerrada en la parte superior con un lazo corredizo y algo se movía dentro de ella. Lo primero que pensé fue que se trataba de un garito abandonado. Descolgué la bolsa del picaporte, solté el cordón y miré en su interior.

Serpientes. La bolsa estaba llena de serpientes grandes y negras.

Solté un chillido, dejé caer la bolsa al suelo y las serpientes salieron reptando. Entré en el apartamento de un brinco y cerré la puerta. Pegué el ojo a la mirilla. Las serpientes se dispersaban. Mierda. Abrí la puerta y le disparé a una. Ya me había quedado sin balas. Mierda otra vez.

El señor Wolesky abrió la puerta.

– ¿Qué demo…? -dijo, y cerró la puerta de golpe.

Corrí a la cocina en busca de más balas y una serpiente entró detrás de mí. Con otro chillido me encaramé a la encimera de la cocina.

Cuando llegó la policía, todavía seguía subida allí. Eran Cari Costanza y su compañero, Big Dog. Yo había ido al colegio con Cari y éramos amigos de una manera peculiar y algo distante.

– Hemos recibido una llamada muy extraña de un vecino hablando de serpientes -dijo Cari-. Puesto que hay una reducida a papilla de un tiro en tu puerta y tú estás subida en la encimera, me imagino que no se trata de una broma.

– Me quedé sin balas.

– A ojo de buen cubero, ¿cuántas serpientes calculas que había?

– Estoy completamente segura de que había cuatro en la bolsa. Yo me he cargado una. He visto a otra corriendo por el pasillo. Otra se ha metido en mi dormitorio. Y la otra estará Dios sabe dónde.

Cari y Big Dog me sonreían.

– ¿La gran cazarrecompensas tiene miedo a las serpientes?

– Encontradlas, ¿vale? - jodeeeeer.

Cari se ajustó la cartuchera y salió contoneándose, con Big Dog siguiéndole a un paso de distancia.

– Eh, serpientita, serpientita, serpientita -canturreó Cari.

– Creo que deberíamos mirar en el cajón de las braguitas -dijo Big Dog-. Si yo fuera serpiente me escondería allí.

– ¡Pervertido! -grité.

– Aquí no se ve ninguna serpiente -dijo Cari.

– Se meten debajo de las cosas y se esconden en los rincones -dije-. ¿Habéis mirado debajo del sofá? ¿Habéis mirado dentro del armario? ¿Y debajo de la cama?

– Yo no voy a mirar debajo de tu cama -dijo Cari-. Me da miedo encontrarme un maníaco asesino escondido.

Esta observación obtuvo una risotada de Big Dog. A mí no me pareció divertido, dado que es uno de mis temores habituales.

– Oye, Steph -gritó Cari desde el dormitorio-, hemos buscado por todas partes, pero no vemos ninguna serpiente. ¿Estás segura de que ha entrado una aquí?

– ¡Sí!

– ¿Y el armario? -dijo Big Dog-. ¿Ya has mirado dentro del armario?

– Está cerrado. Ahí no podría entrar una serpiente.

Oí cómo uno de ellos abría la puerta del armario y ambos empezaron a gritar.

– ¡Cristo bendito!

– ¡Hostia puta!

– Dispárale. ¡Dispárale! -gritaba Cari-. ¡Mata a esa hija de puta!

Se oyeron varios tiros y más gritos.

– No le hemos dado. Está saliendo -dijo Cari-. Joder, hay dos.

Oí que cerraban de un portazo mi dormitorio.

– Quédate aquí y vigila la puerta -dijo Cari a Big Dog-. Encárgate de que no salgan.

Cari entró en la cocina como una tromba y se puso a rebuscar en los armarios. Encontró una botella de ginebra medio vacía y bebió dos dedos a morro.

– Jesús -dijo, tapando la botella y volviendo a ponerla en la balda del armario.

– Creía que no se podía beber estando de servicio.

– Sí, salvo si encuentras serpientes en un armario. Voy a llamar a Control de Animales.

Yo seguía subida en la encimera cuando llegaron los dos chavales de Control de Animales. Cari y Big Dog estaban en el salón con las pistolas en la mano y los ojos clavados en la puerta de mi dormitorio.

– Están en el dormitorio -dijo Cari a los chicos de Control de Animales-. Y son dos.

Joe Morelli apareció un par de minutos más tarde. Morelli lleva el pelo corto, pero siempre necesita ir a la peluquería. Aquel día no era una excepción. El pelo oscuro le caía en rizos sobre las orejas y el cuello de la camisa, y le tapaba la frente. Sus ojos tenían el color del chocolate derretido. Llevaba pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y un forro polar gris verdoso. Bajo la camisa, su cuerpo era duro y perfecto. Afortunadamente, en aquel momento, bajo los pantalones era sólo perfecto. Yo ya había visto aquella parte dura y era realmente fantástica. Debajo del forro polar también llevaba su placa y su pistola.

Morelli sonrió al verme subida en la encimera.

– ¿Qué pasa aquí?

– Alguien ha dejado una bolsa con serpientes en el picaporte de mi puerta.

– ¿Y tú las has soltado?

– Me pillaron por sorpresa.

Miró a la que yo me había cargado, que seguía en el suelo del pasillo.

– ¿Ésta es la que has matado tú?

– Me quedé sin balas.

– ¿Cuántas balas tenías?

– Una.

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