– Anoche intentaste matarme en mi propia casa -dijo Sano por el hueco de la trampilla-. Si todavía quieres hacerlo, sube aquí.
– Si queréis atraparme, volved dentro -replicó Kobori.
Aquel punto muerto aminoró el paso del tiempo hasta casi detenerlo. Sano flexionó el brazo y la mano. Sintió un cosquilleo a medida que desaparecía el entumecimiento. Entonces cayó en la cuenta de por qué el Fantasma mataba encubiertamente. No era sólo porque conociera los secretos del dim-mak.
– ¿Qué pasa, tienes miedo de enfrentarte conmigo cara a cara? -gritó.
Ningún samurái podía soportar que se pusiera en entredicho su coraje. Kobori respondió:
– No temo a nada, y mucho menos a vos. Sois vos quien tiene miedo de mí. -Su voz surgía por la trampilla como un humo ponzoñoso-. Os escondéis tras las murallas de vuestro castillo y vuestros soldados. Sin ellos, os encogéis como una mujer aterrorizada por un ratón.
– Eres tú el que se esconde en la oscuridad porque tiene terror de mostrarse -replicó Sano-. Te acercas a hurtadillas a tus víctimas para que no puedan defenderse. ¡Eres un cobarde!
Se produjo un silencio; aun así, Sano casi podía sentir calentarse el tejado bajo sus pies, como encendido por la ira de Kobori. Ningún samurái podía tolerar un insulto semejante. Kobori tenía que salir y defender su coraje y honor. Sin embargo, Sano no era tan iluso para creer que el Fantasma se asomaría por la trampilla para que él lo atrapara. Oteó el tejado en derredor, escudriñando los caballetes, a la espera de un ataque por sorpresa. Echó un vistazo al tejado de debajo. Su instinto de supervivencia le decía que corriese cuando todavía tenía otra oportunidad. Sin embargo, estaban en juego su propio coraje y honor.
Al volverse para mirar hacia arriba, una sombra se desprendió del balcón superior y se abalanzó sobre él. No tuvo tiempo de esquivarla. Kobori aterrizó sobre él y los dos cayeron con estrépito. Kobori no era un hombre muy grande, pero parecía duro y pesado como el acero, todo hueso y tendones. Inmovilizó a Sano con una llave implacable. Rodaron tejado abajo. Mientras lo hacían, Sano vio la cara de Kobori, los dientes expuestos en una sonrisa salvaje y los ojos centelleantes. Trató de clavar los talones en algún punto para evitar la caída por la pendiente, pero no pudo contrarrestar la inercia. Ambos se precipitaron por el borde del tejado.
Cayeron al vacío, pero la cubierta de un balcón interrumpió su caída. Chocaron con una fuerza que sacudió a Sano y luego volvieron a caer hacia el tejado del nivel inferior.
Sujetando el cuchillo con las dos manos, Yugao inhaló hondo. Blandió la hoja de un lado a otro por encima de Reiko. Tenía las facciones desencajadas en un rictus salvaje. Aterrada, Reiko se encogió y levantó los brazos para protegerse.
Se oyó un golpe pesado y estruendoso en el tejado, por encima de ellas. Del techo se desprendió una lluvia de polvo y trozos de yeso. Yugao vaciló, con el cuchillo todavía en alto y la expresión feroz fija en la cara. Más golpes, acompañados de ruido de pelea, sacudieron la casa. Yugao miró hacia el techo, distraída por lo que parecía un combate en el tejado.
En ese momento Reiko se lanzó hacia los muslos de Yugao y le dio un violento empujón. La chica salió despedida hacia atrás a trompicones, desconcertada. Trastabilló con su falda, perdió el equilibrio y cayó de lado.
– ¡Zorra traicionera! -bramó.
Reiko se incorporó en su rincón a la vez que sacaba el puñal de la espalda con un rápido movimiento. Yugao se puso en pie ayudándose con las manos. Aullando de furia, arremetió contra Reiko, que renunció a la esperanza de capturarla. Bastante tendría con salir viva de esa casa. Corrió hacia la puerta, pero Yugao le cortó el paso de un brinco y empezó a lanzarle furiosas cuchilladas. Reiko las esquivó, saltando a un lado y agachando la cabeza, mientras el puñal hendía surcos enloquecidos en el aire y la rasguñaba, destrozándole la ropa. Los jirones de tela silbaban con las maniobras de la propia Reiko con el cuchillo, para parar los golpes de Yugao. La chica se movía tan rápido que alrededor de Reiko parecían zumbar cien puñales.
– ¡Podrías haberlo impedido! -chilló Yugao. Atacaba con una energía tan frenética que cada choque de sus hojas estaba a punto de arrancarle a Reiko la suya de la mano-. Pero fingiste que no lo veías. Le dejaste hacerlo. ¡Me trataste como si fuera culpa mía!
Con un corte atravesó la manga de Reiko, que sintió un latigazo de dolor en el antebrazo. Se tambaleó. Yugao era un tornado de brazos, cabello y groseras maldiciones. Su cuchillo le pasó silbando junto a la oreja y Reiko notó que un hilo de sangre caliente le bajaba por el cuello.
– ¡Era mío! -aulló Yugao-. ¡Tú me lo robaste!
Enloquecida, persiguió a su enemiga por la habitación. En su cabeza Reiko vio las imágenes ensangrentadas de la choza. Yugao revivía la noche de los asesinatos. Creía que Reiko era su madre y su hermana.
– Me dejasteis matarlo. ¡Ahora vais a morir!
En el tejado inferior, Sano se revolvía y daba manotazos intentando sacudirse a Kobori. Éste aguantó sin dejar de golpear con las manos, hincar dedos y hundir rodillas y codos en puntos sensibles del sistema nervioso de su rival. Su energía se disparaba como fuegos artificiales que estallaran en todo el cuerpo de Sano, que aullaba de agonía entre convulsiones. Se las ingenió para encajar una rodilla entre su cuerpo y el de Kobori. Empujó con todas sus fuerzas.
Kobori salió impulsado hacia atrás. Cayó, dio una voltereta haciendo el pino y se irguió en toda su estatura como si tuviera un resorte. Sano se levantó trabajosamente. Le dolía todo. Se tambaleaba como un espantajo al viento, mientras Kobori aguardaba presto a atacar de nuevo.
– ¿De modo que creéis que podéis conmigo? ¿A qué estáis esperando? -lo azuzó.
A Sano cada aliento le desgarraba los pulmones. El combate cuerpo a cuerpo nunca había sido su fuerte, y seis meses sentado en su despacho no habían ayudado. Recordó lo oxidado que se había sentido al practicar con su amigo Koemon. Combatiendo el pánico, se propuso distraer a Kobori y evitar que concentrara la energía de su cuerpo y su mente en un toque de la muerte.
– ¿Aún no te has dado cuenta de que tu cruzada es inútil? -Le espetó. A lo mejor también podía desmoralizarlo y debilitarlo-. La guerra ha terminado.
– No habrá terminado mientras yo esté vivo -replicó Kobori-. Vos seréis mi mayor victoria.
Se acercaron, Sano cojeando por el dolor, Kobori con paso seguro y parsimonioso. Sano levantó las manos, aprestándose a atacar o defenderse como mejor pudiera. Kobori arqueó la espalda. Se movió con un brazo en alto y el otro suelto, los codos doblados. Sus ojos adoptaron un brillo extraño. La energía irradiaba de él como un zumbido frenético y vibrante. Sano le veía la cara y las manos con nitidez, como si emitieran luz propia, en contraste con sus ropas negras. Sólo los separaban unos pasos cuando Kobori se impulsó y lanzó una pierna en horizontal hacia Sano. La patada lo alcanzó en la barbilla, justo por debajo del labio inferior.
A Sano le entrechocaron las mandíbulas y su cabeza salió despedida hacia atrás. Se tambaleó y cayó de rodillas. Se le nubló la visión como si el impacto, ligero pero poderoso, le hubiera aflojado los ojos. Kobori seguía de pie en el mismo punto que antes. Había golpeado y se había retirado con tanta rapidez que parecía no haberse movido en absoluto, sólo proyectado su imagen y su fuerza contra Sano. Su energía reverberaba; su sonrisa destellaba.
– Os toca -dijo-. ¿O acaso os rendís?
Por desesperada que fuera la situación, Sano se negaba a someterse. Lanzó un golpe contra Kobori, que lo esquivó con un rápido movimiento. Sano probó otra vez, y otra. Kobori parecía saber lo que iba a hacer antes que él mismo. Nunca estaba donde Sano dirigía sus golpes. Desaparecía y luego reaparecía en otra parte, como si discontinuara su existencia a fogonazos. Frenético, Sano le lanzó un puñetazo a las costillas. Kobori paró el golpe y le hundió los nudillos en la muñeca.
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