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Laura Rowland: La Marca del Asesino

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Laura Rowland La Marca del Asesino

La Marca del Asesino: краткое содержание, описание и аннотация

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El sexto caso de Sano Ichiro, el «muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas» Por primera vez desde que trabajan juntos en la resolución de los crímenes más variopintos, la singular pareja formada por Sano Ichiro y su combativa esposa Reiko se ve abocada a dos casos independientes. En efecto, una oleada de muertes inexplicables se abate sobre los más altos funcionarios imperiales y, cuando le toca el turno a Ejima Senzaemon, jefe del servicio de espionaje del sogún -asesinado misteriosamente durante una carrera de caballos en el castillo de Edo-, Sano recibe la orden de hacerse cargo. Entretanto, a petición de su padre, el juez Ueda, Reiko ha de investigar una turbia trama secreta con el fin de demostrar la inocencia de Yugao, una hermosa joven que se ha declarado culpable de cometer un espantoso crimen. Cuando en el transcurso de sus respectivas pesquisas Sano y Reiko descubren estupefactos que el hombre que él intenta atrapar y la mujer que ella intenta salvar están relacionados de algún modo, y que detrás de todo ello puede haber un movimiento clandestino para derrocar al sogún, enseguida comprenden que no sólo hay en juego vidas inocentes, sino la estabilidad del país. Ahora, todo dependerá de su acierto en desentrañar un laberíntico caso de ramificaciones y consecuencias imprevisibles.

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Sano perdió el aliento completamente y se le hundió el pecho. Dio un traspiés, doblado sobre sí, boqueando como un pez, asombrado de que el golpe le afectara una zona del cuerpo tan lejos del punto de impacto. Kobori debía de haber canalizado su energía por los nervios que iban de la muñeca a los pulmones. Mientras luchaba por respirar, Kobori le hincó los dedos al lado del ojo derecho. Sano se sintió aturdido por un momento, como si acabara de despertar en un lugar desconocido sin la menor idea de cómo había llegado allí.

Kobori había atacado unos nervios que le ofuscaban el pensamiento.

Sintió un acceso de terror profundo. Cada ataque que lanzaba le era devuelto. Las únicas veces que entraba en contacto con Kobori eran cuando éste paraba sus golpes y a la vez le asestaba otros. Trastabilló mientras recibía patadas en las piernas y puñetazos en la espalda y los hombros. Con cada golpe el asesino exhalaba un aliento explosivo, como un tronco en llamas rociado con queroseno. La náusea y el vértigo se sumaban al dolor que lo asolaba. Arremetió contra Kobori y perdió el equilibrio. Mientras resbalaba tejado abajo, Kobori aferró su muñeca. Le dio media vuelta de un tirón y lo golpeó por debajo del ombligo.

El pulso de Sano se aceleró hasta convertirse en un martilleo frenético. Sintió una intensa presión en la cabeza, como si fuera a estallarle. Gritó por encima del borboteo de la sangre en sus oídos.

Yugao arremetió con su cuchillo. Reiko giraba sobre los talones, saltaba y contraatacaba, pero, pese a haber ganado muchas peleas, nunca había luchado contra alguien así. Comparada con sus anteriores oponentes, Yugao era una aficionada, sin posibilidades ante el adiestramiento y la experiencia de Reiko. Sin embargo, lo que le faltaba en pericia lo compensaba con temeridad y resolución. Reiko le hizo cortes en los brazos y la cara, pero la chica parecía inmune al dolor, ajena a su sangre, que salpicaba el suelo mientras luchaban.

Los golpes y sacudidas contra el techo hacían de contrapunto a sus gritos. Reiko estaba empapada en sudor, jadeante del esfuerzo de agacharse y acometer, girar y lanzar reveses. Yugao la atacó con fuerza maníaca y Reiko pisó un jirón de tela que le colgaba de una manga desgarrada. Se le enganchó el pie, tropezó y cayó de espaldas cuan larga era. Yugao se precipitó hacia ella, con el cuchillo en alto. La cara le brillaba de triunfo salvaje. Se lanzó sobre Reiko mientras el cuchillo hendía un arco descendente apuntado a su cara. Reiko aferró con fuerza su propia arma y acometió hacia arriba para salirle al paso.

Yugao, lanzada, se ensartó en el cuchillo de Reiko, que notó cómo le atravesaba el pecho. La chica emitió un chillido terrible, estridente, agónico. Se le pusieron los ojos como platos; sus manos soltaron el cuchillo y se agitaron frenéticamente. Luego cayó sobre Reiko.

Su peso la aplastó contra el suelo y la hoja se hundió hasta la empuñadura. Reiko soltó una exclamación al notar las manos apretadas contra el cuerpo de su rival, la espantosa sensación de la sangre caliente.

Yugao tendió los brazos para amortiguar su caída. Por un momentó su cara quedó pegada a la de Reiko. La chica la miró fijamente con la expresión transida de estupor, dolor y rabia. Se apartó haciendo fuerza con las manos y se sentó, con las piernas estiradas. Reiko se puso en pie, con el corazón desbocado, dispuesta a correr o luchar otra vez si hacía falta. Recogió del suelo con un gesto rápido el cuchillo que Yugao había soltado.

Al principio la chica no se movió. Contemplaba con la boca abierta el puñal incrustado en su abdomen y su ropa ensangrentada. Agarró la empuñadura. Le temblaban las manos y su respiración era rápida y superficial. Con un ronco gemido, extrajo el cuchillo de un tirón. Brotó un nuevo borbotón de sangre. Yugao alzó la cabeza y cruzó la mirada con Reiko. Su tez había adquirido una palidez mortal y le goteaba sangre de los labios, pero la ira persistía en sus ojos. Con el cuchillo en la mano, se arrastró por el suelo hacia Reiko hasta que, jadeando, se derrumbó. Lanzó el cuchillo hacia Reiko con las pocas fuerzas que le quedaban. El arma aterrizó lejos de su blanco y Yugao se aovilló en torno a su herida.

– ¡Kobori-san! -exclamó. Los sollozos le sacudían el cuerpo.

Más golpes retumbaron en el techo. Reiko sacudió la cabeza, demasiado abrumada para saber con exactitud lo que sentía o pensaba. Bajo su alivio borboteaba una lava de emociones. Oyó un estrépito de pasos que se acercaban por el pasillo. Los detectives Marume y Fukida irrumpieron en la habitación, acompañados por el teniente Asukai y sus demás escoltas. Hirata los seguía a cierta distancia.

– ¡Dama Reiko! -exclamó Marume.

El y los demás miraron boquiabiertos a Yugao, que yacía sollozando en el suelo, llamando a su amante. Contemplaron a Reiko, que cayó en la cuenta de que iba vestida con jirones y estaba cubierta de sangre de su enemiga, de Tama y de los muchos cortes que había recibido, leves pero dolorosos.

– ¿Estáis bien? -preguntó Fukida con ansiedad.

– Sí -respondió Reiko.

– ¿Dónde está el chambelán Sano? -inquirió Hirata con apremio.

– Está en el tejado, luchando con Kobori. -Las palabras salieron de su boca sin reflexión previa. En cuanto las hubo pronunciado, supo que eran ciertas. Su instinto le indicaba que aquellos ruidos procedían de su marido y el Fantasma enzarzados en combate, y que Sano se hallaba en peligro de muerte. Gritó-: ¡Tenemos que ayudarlo!

Los hombres salieron corriendo de la habitación. Ella siguió su estampida por el pasillo.

Mareado de dolor, Sano lanzó puñetazos desesperados y salvajes hacia Kobori, que le castigó la caja torácica. Sano sintió un acceso de temblores. Cayó sacudiéndose de manera incontrolable, mientras Kobori se situaba de pie encima de él.

– Tenía entendido que erais un gran guerrero. Me decepcionáis -dijo.

El terror estrechó la visión de Sano y encogió el mundo. Sólo veía a Kobori con la cara radiante, los ojos encendidos de oscuro fulgor. La fuerza física de Sano estaba poco menos que agotada. Luchando por recuperar la lucidez, recordó vagamente lo que el sacerdote Ozuno había dicho a Hirata: «Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza real de derrotarlo en un duelo.»

– Yo también he oído hablar de ti -dijo Sano, apenas capaz de pensar, hablando por instinto. Tragó sangre y mucosidad; se enderezó ayudándose con las manos-. De un sacerdote llamado Ozuno. Fue tu maestro.

Hubo una pausa.

– ¿Y qué dijo? -El tono de Kobori sonó indiferente, pero sólo fingía que no le importaba lo que Ozuno pensara de él.

– Dijo que te había repudiado -respondió Sano.

– ¡Nunca! -Lo dijo con tanta vehemencia que Sano supo que el rechazo de Ozuno todavía le dolía-. Teníamos diferencias de filosofía. Nos separamos para seguir cada uno su camino.

Sano agradeció a la providencia por bendecirlo. Había encontrado el punto débil de Kobori: era el propio Ozuno.

– Tú te incorporaste al escuadrón de élite de Yanagisawa -prosiguió Sano-. Usaste tus habilidades para cometer asesinatos políticos.

– Eso es mejor que lo que hacían Ozuno y su hermandad de viejos chochos -repuso Kobori-. Se conformaban con preservar el saber para la posteridad. ¡Qué desperdicio!

Sano sintió que la energía del Fantasma se desviaba de él. Sus fuerzas revivieron y, aunque seguía mareado, se las ingenió para levantarse.

– Ya entiendo. Querías más de lo que podía ofrecerte la hermandad.

– ¿Por qué no? No quería ser un samurái de provincias y pasarme la vida cuidando de las tierras del daimio del lugar, ahuyentando bandidos y manteniendo a los campesinos a raya. Tampoco quería consagrarme a las tradiciones obsoletas de Ozuno. Me merecía algo más.

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