Laura Rowland - La Marca del Asesino

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El sexto caso de Sano Ichiro, el «muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas»
Por primera vez desde que trabajan juntos en la resolución de los crímenes más variopintos, la singular pareja formada por Sano Ichiro y su combativa esposa Reiko se ve abocada a dos casos independientes. En efecto, una oleada de muertes inexplicables se abate sobre los más altos funcionarios imperiales y, cuando le toca el turno a Ejima Senzaemon, jefe del servicio de espionaje del sogún -asesinado misteriosamente durante una carrera de caballos en el castillo de Edo-, Sano recibe la orden de hacerse cargo. Entretanto, a petición de su padre, el juez Ueda, Reiko ha de investigar una turbia trama secreta con el fin de demostrar la inocencia de Yugao, una hermosa joven que se ha declarado culpable de cometer un espantoso crimen. Cuando en el transcurso de sus respectivas pesquisas Sano y Reiko descubren estupefactos que el hombre que él intenta atrapar y la mujer que ella intenta salvar están relacionados de algún modo, y que detrás de todo ello puede haber un movimiento clandestino para derrocar al sogún, enseguida comprenden que no sólo hay en juego vidas inocentes, sino la estabilidad del país. Ahora, todo dependerá de su acierto en desentrañar un laberíntico caso de ramificaciones y consecuencias imprevisibles.

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– Por bueno que sea Kobori, no podrá contra tantos soldados -dijo-. Al final lo matarán. Y sólo quedarás tú para cargar con sus culpas.

Yugao rió.

– Os noto no muy segura de lo que decís. ¿Por qué iba a creeros?

– Digo la verdad -insistió Reiko, tratando de sonar confiada-. Te convendría más desentenderte de Kobori. Es a él a quien busca mi marido, no a ti. No es demasiado tarde para que te salves, si nos vamos ahora. -Se levantó con cautela, deslizando la espalda por la esquina, sin perder de vista a Yugao.

– ¡Sentaos! -Hizo un gesto con el cuchillo hacia Reiko, que rápidamente se dejó caer de nuevo-. ¡Nunca lo dejaré! ¡Y no pienso escucharos más!

Reiko cambió de táctica:

– Supongamos que Kobori gana. Entonces será un fugitivo para siempre. El caballero Matsudaira nunca dejará de perseguirlo. ¿Qué clase de vida piensas que llevarás con él?

– Por lo menos estaremos juntos. Lo amo. No importa nada más.

– Pues debería importarte -replicó Reiko-. Kobori ha asesinado al menos a cinco funcionarios Tokugawa. Pero a lo mejor no lo sabías.

– Por supuesto que lo sé. Lo sé todo sobre él. Hasta lo vi hacerlo una vez. Pero a lo mejor eso no lo sabíais -se burló-. Y me da igual lo que los demás piensen de él. Yo creo que es maravilloso. -La cara le resplandeció de adoración-. ¡Es el mayor héroe que haya pisado la Tierra!

Reiko pensó en cómo el pasado de Yugao le había conformado el carácter. Su amado padre la había obligado a cometer incesto. Después de rechazarla, ella había transferido su devoción a otro tirano, Kobori.

– Tiene las manos manchadas de sangre de víctimas inocentes -dijo-. ¿Cómo puedes soportar que te toque?

– Es parte de la emoción de hacer el amor con él. -Yugao se relamió y se tocó los pechos. El recuerdo de las caricias de Kobori la henchía de lascivia-. Además, esos hombres no eran inocentes. Eran sus enemigos. Merecían morir.

La venganza indirecta era otro placer que había obtenido de su amante, observó Reiko. Puesto que Yugao debía de querer tomarse la revancha contra los padres y la hermana que le habían hecho daño, cómo debía de haberse recreado al enterarse de las hazañas de Kobori.

– No es un héroe -dijo Reiko-. Estás dando cobijo a un criminal.

– He hecho más que eso por él -declaró Yugao con orgullo.

Un ominoso cosquilleo recorrió los nervios de Reiko.

– ¿De qué estás hablando?

– Cuando vivía en el distrito del ocio de Riogoku Hirokoji, los soldados del caballero Matsudaira iban por allí a beber y recoger mujeres. Era fácil llevarlos a un callejón. No tenían ni idea de que tuviera malas intenciones.

– Fuiste tú quien mató a esos soldados. -Reiko recordó la historía de la Rata sobre los tres asesinatos y los cadáveres ensangrentados descubiertos en los callejones de detrás de los salones de té. Sus sospechas se habían demostrado ciertas.

Yugao estaba radiante, como un mago ambulante que acabara de sacarse un pájaro de la manga.

– Los atravesé con mi cuchillo. Ninguno lo vio venir.

El horror de Reiko aumentó al comprender por qué a Yugao no le importaba que estuviera al corriente de sus crímenes contra el caballero Matsudaira. No pretendía que viviera lo suficiente para denunciarlos ante él.

– Ya le he ayudado antes a destruir a sus enemigos -prosiguió Yugao-. Y esta noche destruiré a la que ha traído al Ejército hasta nosotros.

Con un movimiento brusco y convulso, volvió el cuchillo de canto contra la garganta de Reiko.

– Estoy aquí, chambelán Sano.

El susurro de Kobori parecía surgir de todas partes y de ninguna. Sano cayó en la cuenta de que poseía la capacidad de proyectar la voz, como los grandes guerreros de leyenda que dispersaban ejércitos sembrando el miedo entre ellos y nublándoles el entendimiento. El Fantasma irradiaba una fuerza espiritual más vasta, más terrorífica que cualquier cosa que Sano hubiera experimentado en su vida.

Desenvainó su espada. Trazó un círculo y forzó la vista en busca del Fantasma.

– Aquí -susurró Kobori.

Sano giró sobre los talones y lanzó una tajo a una forma que se cernía en la oscuridad. Su hoja partió un arbusto.

– Lo siento, habéis fallado.

Sano golpeó de nuevo, pero su acero hendió sombras vacías.

Kobori rió, un sonido como de metal fundido y caliente derramado sobre agua.

– ¿No me veis? Yo os veo. Estoy detrás mismo de vos.

Su siseo sopló un aliento caliente al oído de Sano. Este soltó un alarido, se revolvió y lanzó un espadazo. Pero Kobori no estaba allí. O se había acercado y alejado con velocidad sobrehumana, o su presencia había sido una ilusión conjurada por él. Su carcajada surgía flotando del bancal más cercano a la mansión.

– Aquí abajo, honorable chambelán -susurró.

El miedo cobró forma como un tumor monstruoso en Sano, porque sabía que Kobori ya podría haberlo matado. Sintió un abrumador impulso de huir corriendo tal como habían hecho sus hombres. Sin embargo, lo enfurecía que Kobori jugase con él. Además, era el único que quedaba para plantarle cara al Fantasma. Abandonando la cautela, espada en mano, bajó a trompicones por la pendiente.

El bancal de abajo estaba decorado con pinos que emitían un intenso aroma, y un estanque cuyas aguas reflejaban el puente que lo sorteaba trazando un arco. Sano se detuvo junto al estanque. Alzó la espada en señal de desafío.

– Te reto a salir y luchar conmigo.

– Oh, pero eso echaría a perder el juego.

Cada palabra pronunciada por Kobori parecía originarse en un punto distinto. Su voz rebotaba de los árboles al estanque y hacia el cielo. Sano giraba y ladeaba la cabeza en un vano intento de rastrearla. Le corría un sudor frío por debajo de la armadura.

– Estoy aquí -siseó Kobori.

En esta ocasión su voz parecía provenir de la casa. La galería estaba vacía bajo el saliente de los aleros. Las persianas sellaban las ventanas. Sin embargo, la puerta estaba abierta, un rectángulo de espacio negro que llamaba a Sano. De él surgía la voz de Kobori:

– Entrad y atrapadme si podéis.

Sano se quedó inmóvil, presa de impulsos contradictorios. Su raciocinio le desaconsejaba entrar en la casa. Kobori pretendía arrinconarlo, atormentarlo y luego acabar con él. Por severo que fuera el castigo de Matsudaira por abandonar su misión, en ese momento era preferible a meterse en una trampa mortal. El instinto de supervivencia lo sujetaba.

Sin embargo, un samurái honorable no se acobardaba ante un duelo por estúpido o insensato que pareciera. Si lo hacía, jamás podría volver a llevar la cabeza alta en público, aunque nadie más se enterara de su cobardía. Pensó en Reiko, en Masahiro. Si perdía ese duelo, nunca volvería a verlos. Si lo rehusaba, su deshonra sería tan atroz que jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Ieyasu, el primer sogún Tokugawa, había dicho que sólo había dos formas de volver de una batalla: con la cabeza del enemigo, o sin la propia.

Además, había en juego algo más que el orgullo de samurái de Sano. Esa tal vez fuera la mejor oportunidad que nadie tendría de atrapar al Fantasma y evitar que siguiera cobrándose víctimas. Y si ya le había asestado el toque de la muerte, por el mismo precio bien podía enfrentarse a él. Morir esa noche en lugar de al día siguiente no supondría una gran diferencia. Por lo menos pondría fin a su vida con el honor intacto.

Así pues, Sano recorrió con paso firme y la osadía de los condenados el sendero que llevaba a la casa. Subió la escalera de la galería y se detuvo en el umbral, concentrado en la oscuridad del interior. Su vista era incapaz de penetrarla; su oído no detectaba ningún sonido humano. Sin embargo, percibía la presencia de Kobori, expectante y preparado.

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