Laura Rowland - La Marca del Asesino

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El sexto caso de Sano Ichiro, el «muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas»
Por primera vez desde que trabajan juntos en la resolución de los crímenes más variopintos, la singular pareja formada por Sano Ichiro y su combativa esposa Reiko se ve abocada a dos casos independientes. En efecto, una oleada de muertes inexplicables se abate sobre los más altos funcionarios imperiales y, cuando le toca el turno a Ejima Senzaemon, jefe del servicio de espionaje del sogún -asesinado misteriosamente durante una carrera de caballos en el castillo de Edo-, Sano recibe la orden de hacerse cargo. Entretanto, a petición de su padre, el juez Ueda, Reiko ha de investigar una turbia trama secreta con el fin de demostrar la inocencia de Yugao, una hermosa joven que se ha declarado culpable de cometer un espantoso crimen. Cuando en el transcurso de sus respectivas pesquisas Sano y Reiko descubren estupefactos que el hombre que él intenta atrapar y la mujer que ella intenta salvar están relacionados de algún modo, y que detrás de todo ello puede haber un movimiento clandestino para derrocar al sogún, enseguida comprenden que no sólo hay en juego vidas inocentes, sino la estabilidad del país. Ahora, todo dependerá de su acierto en desentrañar un laberíntico caso de ramificaciones y consecuencias imprevisibles.

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El miedo se acumulaba en Reiko como una charca de ácido que le corroyera el espíritu. Yugao ya había matado cuatro veces y no vacilaría en hacerlo una quinta. Completamente a merced de aquella posesa, de poco le serviría el cuchillo que Hirata le había dado. Presentía los pensamientos homicidas que se agitaban en la cabeza de Yugao, veía el atisbo de una sonrisa maliciosa curvarle la boca, notaba lo rápidos que eran sus reflejos. Si Reiko se llevaba la mano a la espalda y sacaba el cuchillo, la chica la mataría antes de que pudiera defenderse.

– No tienes por qué hacer esto -probó a convencerla-. Podemos salir caminando tranquilamente de aquí. -Su supervivencia dependía de que la manipulara-. Estarás segura.

– No digáis idioteces -replicó Yugao-. Me entregaréis a vuestro padre, y él hará que me ejecuten.

No parecía el momento oportuno para recordarle que ella había exigido con anterioridad que el magistrado Ueda la ejecutara. Yugao había cambiado de parecer y no parecía dispuesta a volver a su opinión anterior.

– Eso no pasará. Le he dicho a mi padre que creo que eres inocente, que no asesinaste a tu familia. Él me creyó. Si no hubieras huido te habrían absuelto -mintió Reiko.

Yugao la miró con aire burlón.

– No le dijisteis nada de eso. Me considerasteis culpable desde el primer momento.

– No, no es verdad. He intentado ayudarte todo el tiempo. -Reiko tenía el cuchillo tan cerca de la cara que notaba el olor a hierro; la piel le hormigueaba al imaginar el tajo, el dolor y la hemorragia-. Deja que te ayude ahora.

– ¡Oh, claro, cuando vuestro padre sepa que he matado a Tama seguro que me pone en libertad!

– Le diré que no querías matarla; ha sido un accidente -improvisó Reiko-. Lo único malo que has hecho ha sido escapar de la cárcel y asociarte con un criminal. Tú vuelve conmigo a Edo y todo se arreglará.

– ¿Por qué querría hacer eso? -replicó Yugao con desdén-. Allí no me espera nada.

– Mi padre te indultará. Podrás empezar una nueva vida y dejarás de ser una paria. -Reiko tendió la mano con cautela-. Dame el cuchillo.

Una súbita furia prendió en los ojos de Yugao.

– ¿Tanto queréis el cuchillo? ¡Pues bien, os lo daré!

Le asestó un corte en la mano. Reiko gritó cuando la hoja le rajó la palma. Manó sangre de una profunda brecha.

– Eso debería enseñaros a no intentar engañarme -dijo Yugao con malévola satisfacción-. Y ahora mantened la boca cerrada mientras decido qué hacer.

Sano ordenó a sus hombres que se agruparan y cerraran a Kobori cualquier vía de escape. Sin embargo, reinaba la anarquía, como si el Fantasma hubiera lanzado un hechizo que enloquecía a las tropas. Sano notaba crecer la histeria de sus soldados con cada grito que señalaba otra muerte a manos de Kobori. Se sobrepuso a su propio deseo de echar a correr como un poseso. Había cadáveres desperdigados entre los árboles y matorrales. En ese momento, tres soldados huyeron de los jardines y desaparecieron en el bosque. Los siguió una estampida general.

– Los muy cobardes están desertando -farfulló Marume, alarmado a la par que asqueado-. ¡Eh! -gritó-. ¡Volved aquí! -Y salió disparado en pos de los desertores.

– ¡No! ¡No vayas! -dijo Sano, pero demasiado tarde para detenerlo.

Una esbelta figura vestida de negro surgió de un macizo de arbustos en el bancal de arriba. Se erguía alerta pero relajada, como un tigre tras una caza provechosa, viendo huir a los soldados. Luego se volvió y clavó la mirada en Sano y Fukida. Sus ojos resplandecieron y sus dientes destellaron en una línea blanca curvada. A Sano le dio un vuelco el corazón.

Era Kobori.

– ¡Allí está! -exclamó Fukida.

Con la espada desenvainada, cargó cuesta arriba, impulsado por la locura que se había adueñado de los soldados. Sano se precipitó tras él, gritando:

– ¡Debemos permanecer juntos!

No debían cometer el mismo error que los soldados. Juntos tendrían una oportunidad contra Kobori. Solos, se arriesgaban a correr la suerte de sus camaradas.

Las pocas tropas restantes se reagruparon, convergiendo sobre Kobori desde todas las direcciones. El Fantasma esperó hasta que Fukida hubo coronado el bancal y sus perseguidores llegaron a unos diez pasos de distancia. Entonces se desvaneció entre los arbustos. Cuando Sano llegó allí, sus hombres correteaban de un lado a otro, dando voces.

– ¿Adonde ha ido?

Alguien chocó con él. Una espada pasó silbando por el aire cerca de su cara.

– ¡Cuidado! -gritó.

– ¡Se ha metido en el bosque! -anunció Fukida.

La horda salió en tropel en pos del Fantasma, pisoteando y arrancando matorrales y follaje. Sano soltó un reniego frustrado. Jamás lo encontrarían allí dentro. Podían darlo por desaparecido. Mientras el ruido de sus hombres peleándose con la maleza se perdía en la distancia, envainó su espada y se dobló, apoyando las manos en las rodillas, superado por el cansancio y el desespero.

– Chambelán Sano -susurró una voz. Era queda, pero aun así poseía un poder latente que la hacía audible por encima de los otros ruidos.

«Como el bufido de un gato», tal cual la había descrito Tama a Reiko.

A Sano se le puso piel de gallina. El Fantasma estaba allí. Debía de haber despistado a sus tropas para luego regresar.

Un terror visceral y primitivo lo paralizó. Sólo movía los ojos, tratando de localizar a Kobori entre las sombras circundantes. El corazón le martilleaba al ritmo del pavor. Sin embargo, aunque detectaba la presencia de Kobori como una podredumbre maligna que se criara en los jardines, no veía al Fantasma.

– Vuestros hombres están ocupados persiguiéndose unos a otros en el bosque -dijo Kobori-. Los que no he matado o espantado, se entiende. -Su tono era jocoso pero feroz, coloquial pero amenazador-. Estamos solos vos y yo.

Reiko se sentó en su rincón, con la mano herida envuelta en la manga y todavía sangrando. Yugao permanecía inmóvil frente a ella, cuchillo en mano. Escuchaban los gritos y carreras alrededor de la mansión. La mirada de Yugao divagaba, como si quisiera ver lo que pasaba pero no se atreviera a dejar a Reiko. La mano le temblaba y el cuchillo se estremecía con la tensión que Reiko notaba crecer en su interior. La linterna perdió potencia, un sol moribundo que emitía una luz ocre enfermiza y un humo rancio. El olor a sangre y la transpiración febril de Yugao espesaban el ambiente. Reiko sabía que tarde o temprano la chica estallaría. O arriesgaba la vida tratando de convencerla de que se rindiera, o se callaba y moría de todas formas.

– ¿Oyes el barullo? -dijo-. ¿Quieres saber lo que es?

– Callaos -ordenó Yugao-, u os volveré a cortar.

– Mi marido y sus tropas han tomado los alrededores de la casa -dijo Reiko-. Muy pronto estarán aquí dentro.

– No es cierto. -Y añadió con absoluta confianza-: Jamás lograrán superarlo.

Reiko entendió que se refería a Kobori, el Fantasma.

– Es un solo hombre. Ellos son centenares. No puede luchar contra todos.

– ¿Eso creéis? -Yugao adoptó una expresión maliciosa y despectiva-. Bueno, no lo conocéis.

Se oyó un chillido de dolor tan estridente que pareció atravesar las paredes. Reiko dio un respingo.

– ¿Habéis oído eso? -dijo Yugao-. ¿Queréis saber lo que es? -Su tono hacía escarnio de Reiko-. Está matando a los hombres de vuestro marido. ¡Escuchad! -Brotaron más chillidos-. Podéis contarlos a medida que mueren. ¡Es el mejor guerrero que ha existido nunca!

Rebosaba de admiración por Kobori, y una excitación que era casi sexual. De repente Reiko temió que las prodigiosas habilidades marciales del Fantasma de verdad pudieran derrotar a un ejército entero. Había contado con que Sano la salvaría, pero quizá él ya estaba muerto. Pensó en Hirata, que esperaba fuera. Si lo llamaba a gritos, Yugao la mataría antes de que él pudiese rescatarla. Tenía que salir de ese brete ella sola.

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