Laura Rowland - La Marca del Asesino

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El sexto caso de Sano Ichiro, el «muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas»
Por primera vez desde que trabajan juntos en la resolución de los crímenes más variopintos, la singular pareja formada por Sano Ichiro y su combativa esposa Reiko se ve abocada a dos casos independientes. En efecto, una oleada de muertes inexplicables se abate sobre los más altos funcionarios imperiales y, cuando le toca el turno a Ejima Senzaemon, jefe del servicio de espionaje del sogún -asesinado misteriosamente durante una carrera de caballos en el castillo de Edo-, Sano recibe la orden de hacerse cargo. Entretanto, a petición de su padre, el juez Ueda, Reiko ha de investigar una turbia trama secreta con el fin de demostrar la inocencia de Yugao, una hermosa joven que se ha declarado culpable de cometer un espantoso crimen. Cuando en el transcurso de sus respectivas pesquisas Sano y Reiko descubren estupefactos que el hombre que él intenta atrapar y la mujer que ella intenta salvar están relacionados de algún modo, y que detrás de todo ello puede haber un movimiento clandestino para derrocar al sogún, enseguida comprenden que no sólo hay en juego vidas inocentes, sino la estabilidad del país. Ahora, todo dependerá de su acierto en desentrañar un laberíntico caso de ramificaciones y consecuencias imprevisibles.

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El coro de insectos creció hasta una estridente cacofonía.

Los lobos aullaron.

Un viento gélido agitó el estanque.

Sano traspuso la puerta.

Capítulo 32

– No puedes matarme -dijo Reiko al tiempo que se apartaba del contacto de la hoja contra su cuello y veía la intención asesina en los ojos de Yugao-. Me necesitas para protegerte. -Aunque la muchacha estaba lo bastante loca para matarla de todas formas, intentaba disuadirla-. Los soldados llegarán en cualquier momento. Sin mí viva, estás muerta.

Yugao rió, temeraria y eufórica.

– Yo no los oigo llegar, ¿y vos? Él acabará con todos ellos. No os necesitamos.

Reiko oyó carreras que se alejaban corriendo de la casa: los soldados desertaban. ¿Y Sano? Aunque no estuviera muerto, aunque Hirata le contara que ella estaba allí dentro, ¿podría derrotar al Fantasma y rescatarla? La desesperanza la abrumaba.

– Me necesitas para salir de Edo. Se ha montado un gran dispositivo para impedir vuestra huida. Si voy contigo, mi marido y mi padre querrán salvarme. Podrás negociar con ellos: tu libertad a cambio de mi vida.

Yugao sacudió la cabeza.

– El puede moverse como el viento. Cuando vamos juntos es como si fuéramos invisibles. -Su mirada se desvió para atender a la acción del exterior. Los temblores nerviosos de su cuerpo sacudían el cuchillo contra la piel de Reiko-. Nos escurriremos entre los dedos mismos de vuestro ejército. No seríais más que un lastre.

Reiko veía acercarse la muerte inexorablemente. El cuello se le tensaba bajo el cuchillo. Con todo, al menos tal vez lograría atar un cabo suelto de su investigación.

– Si voy a morir, antes respóndeme a una pregunta. ¿Por qué mataste a tu familia?

Vio admiración mezclada con sorna en los ojos de Yugao.

– No os rendís nunca, ¿verdad?

– Después de todo el trabajo que he hecho por ti, lo mínimo que puedes ofrecer a cambio es satisfacer mi curiosidad. -Además, cuanto más tiempo hablaran, más oportunidades tendría Reiko de salvarse.

Yugao reflexionó y luego se encogió de hombros.

– De acuerdo. -Reiko notó que anhelaba la satisfacción de mostrar lo errada que había estado acerca de sus motivos-. Supongo que ahora no importa que os lo cuente.

La luz de la luna se colaba en el interior de la casa apenas lo suficiente para mostrarle a Sano un pasadizo que se extendía hacia un vacío negro. Pegó la espalda a una pared, tanteando por delante con la mano izquierda mientras la derecha aferraba la espada. Engullido por la penumbra, la vista lo abandonó, pero el resto de sus sentidos se agudizaron. Oía hasta el menor crujido del suelo bajo su peso; sus pies notaban las estrechas rendijas entre tablones. Sus dedos seguían el dibujo de un panel de celosía. Captó un dejo de sudor masculino en el olor mohoso del espacio cerrado y viciado.

Kobori había pasado por allí hacía muy poco. Había dejado su rastro.

Sano proyectó su mente hacia fuera, en busca de su enemigo, mientras avanzaba palmo a palmo. Percibió habitaciones vacías tras el panel y al otro lado del pasillo, sintió que el Fantasma lo esperaba no muy lejos. Si podía oler a Kobori, Kobori podía olerlo a él. Su corazón latía con tanta fuerza que debía de oírlo. Y era probable que Kobori hubiera memorizado tan bien hasta el último rincón de la casa que pudiese orientarse en la más completa oscuridad. A Sano se le tensaban los músculos en anticipación de un ataque repentino. Aún podía desistir y escapar de aquella trampa, pero el valor se imponía al sentido común. Siguió avanzando.

Echó un vistazo hacia atrás, hacia el vago y borroso contorno de la entrada iluminada por la luna. Parecía a un mundo de distancia aunque sólo hubiera recorrido treinta pasos. Al deslizar el pie hacia delante, el suelo desapareció bajo él. Tanteó con el dedo gordo, que tocó la contrahuella y el siguiente peldaño de una escalera que descendía hacia el nivel inferior de la casa. Se agarró a la barandilla mientras bajaba, poco a poco y con cautela. Al llegar abajo siguió adelante por otro pasillo. La absoluta oscuridad era como un tejido viviente que le insuflara bocanadas de moho y polvo en los pulmones. Tenía la espeluznante sensación de que la frontera entre él y el espacio que lo rodeaba se estaba disolviendo. Sintió el impulso de tocarse el cuerpo para asegurarse de que todavía existía.

– Adelante, honorable chambelán -susurró el Fantasma-. Ya casi estáis.

La mano de Sano notó que la pared terminaba. Había llegado a una esquina. La dobló centímetro a centímetro. Varios pasos más allá se encontró con una entrada, tras la cual se adivinaba una habitación. El pasillo lo llevó por delante de más habitaciones, alrededor de más recodos. Se imaginó vagando por un laberinto en cuyo centro esperaba Kobori, presto a abalanzarse. Su percepción aguzada rozaba lo sobrenatural. El olor del rastro del Fantasma era tan fuerte que podía saborearlo. Notó un desplazamiento de peso en algún punto del suelo: Kobori se hallaba en el mismo nivel de la casa.

El suelo chirrió una vez, luego dos más.

Sano se quedó inmóvil, escuchando la subrepticia aproximación de los pasos del Fantasma, tratando de dilucidar desde qué dirección.

– Aquí vengo -susurró Kobori.

Sano se volvió hacia la voz y sostuvo la espada en alto con las dos manos. Mientras esperaba, se sintió a la vez invisible y expuesto, aterrorizado por la confrontación a la par que sediento de ella.

Los pasos se acercaban desde todas las direcciones, como si el Fantasma se hubiese multiplicado en un ejército. ¿Había creado Kobori esa ilusión, o eran imaginaciones de Sano? Nunca se había sentido tan solo, confundido o vulnerable. Ni su alto rango ni su legión de subordinados podían protegerlo. Allí no importaba que tuviera poder sobre la práctica totalidad de los ciudadanos de Japón. El Fantasma lo había reducido a la condición del samurái sin señor, luchando por sobrevivir con sus propios medios, que en otro tiempo había sido. Su mujer, su hijo y sus logros se antojaban tan remotos como si los hubiera soñado. Lo único que tenía en ese momento, como entonces, eran sus espadas.

Su enemigo pretendía que se sintiera así para quebrantar su confianza, y la sensación de vulnerabilidad y aislamiento de Sano se intensificó contra su voluntad. Los pasos del Fantasma aceleraron a medida que se acercaban. Con ciego apresuramiento, Sano atravesó a trompicones una puerta. De repente los pasos cesaron. Sintió un aire cálido a sus espaldas.

Era el calor corporal del Fantasma.

El pánico se apoderó de él. Antes de que acertara a reaccionar, sintió un golpecito en la espalda, por debajo de su hombro derecho. Soltó la espada, que cayó al suelo. Mientras se doblaba con los dientes apretados por el dolor, lo agarraron por detrás. Le manosearon el cuerpo. Lanzó un golpe con el brazo izquierdo, pero sólo encontró vacío. El brazo derecho le colgaba inútil y dolorido. Sintió un tirón en la cintura y luego oyó unos pasos rápidos que se alejaban.

Kobori había atacado y ahora retrocedía, como una serpiente.

Solo en la oscuridad, Sano cayó de rodillas, trastornado y jadeante a causa del repentino y violento ataque. El dolor del brazo se perdió en una pesada insensibilidad, como si le hubieran cortado la circulación. Kobori había alcanzado algún punto vital que le había incapacitado el brazo. Buscó a tientas por el suelo, desesperado por encontrar su espada, pero sus manos barrieron una superficie vacía. Se palpó la cintura en busca de su espada corta, pero ésta también había desaparecido. Kobori le había arrebatado sus dos armas. Oyó sus carcajadas, que crepitaron como ñamas.

– Veamos lo bien que podéis combatirme sin vuestras espadas -susurró Kobori.

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