Sara Paretsky - Punto Muerto

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El jugador de los halcones Negros de Chicago, Boom Boom Warshawski, fue una leyenda del hockey. Más de mil personas asisten a su funeral, consternados al enterarse de que ha resbalado en un muelle y se ha ahogado. La policía se apresura a declarar que ha sido un accidente. Y no les gusta la idea de que V.I. Warshawski, meta su nariz femenina en un caso tan evidente. Pero entre atentados contra su propia vida y tragos de scotch, la intrépida e ingeniosa detective, se abre camino a través de un mundo de silos de cereal y cargueros de mil toneladas. Se introducirá en una senda que le hará descubrir si se está tomando las cosas de un modo demasiado personal o si su adorado Boom Boom fue en realidad asesinado…

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Intenté dirigirme una vez más a Harbor Road, pero él metió una mano por la ventanilla abierta y me agarró el brazo izquierdo. Éste estaba pegado al hombro dislocado y la presión me provocó un estremecimiento de dolor por el brazo y el hombro. Detuve el coche de nuevo.

– Bueno, no se dedica usted a divorcios, ¿verdad? -sus oscuros ojos azules estaban llenos de emoción: ira, nerviosismo, era difícil de decir.

Alcé los dedos para frotarme el hombro, pero los dejé caer. Que no supiese que me había hecho daño. Salí del coche, casi en contra de mi voluntad, arrastrada por la fuerza de su energía. Eso es lo que se llama tener una personalidad magnética.

– Se ha cruzado usted con su esposa.

– Ya lo sé; la vi en la carretera. Ahora quiero saber por qué está espiando en mis propiedades.

– Palabra de honor, señor Grafalk, no estaba espiando. Si así fuera no estaría aquí, delante de su puerta. Me habría ocultado y usted nunca habría sabido que yo estaba aquí.

La niebla se disipó un poco en los ojos azules y rió.

– ¿Qué está haciendo aquí entonces?

– No hacía más que pasar. Alguien me dijo que vivía usted aquí y yo estaba echando un vistazo. Vaya sitio.

– No encontró a Clayton en casa, ¿verdad?

– ¿Clayton? Oh, Clayton Phillips. No, supongo que tendría que estar trabajando un lunes por la tarde, ¿verdad? -No serviría de nada negar que había ido a casa de los Phillips. Aunque había usado un nombre falso, Grafalk podría averiguarlo fácilmente.

– Habló con Jeannine, entonces. ¿Qué le pareció?

– ¿Le va a ofrecer trabajo?

– ¿Qué? -pareció desconcertado y luego secretamente divertido-. ¿Qué le parece una copa? ¿O los detectives no beben cuando están de servicio?

Miré el reloj. Eran casi las cuatro y media.

– Déjeme quitar el Chevette de en medio de los peligros de Lake Bluff. No es mío y no me gustaría que le pasase algo.

A Grafalk se le había pasado la furia, o al menos la había enterrado bajo la civilizada urbanidad que había desplegado en el puerto la semana anterior. Se apoyó sobre una de las columnas de ladrillo mientras yo luchaba con el rígido volante y metía el coche en el arcén de hierba. En el interior de la verja, él me rodeó con el brazo para guiarme por el camino. Yo me solté suavemente.

La casa, hecha del mismo ladrillo que las columnas, se encontraba a unas doscientas yardas de la carretera. Los árboles la bordeaban por los lados, por lo que no se podía saber su verdadero tamaño hasta que te acercabas.

El césped estaba casi completamente verde. Una semana más y tendrían que darle la primera siega de la temporada. A los árboles les estaban saliendo las hojas. Tulipanes y narcisos ponían una nota de color en las esquinas de la casa. Los pájaros gorjeaban con el apremio de la primavera. Hacían sus nidos en una de las propiedades más caras de todo Chicago, pero seguro que no se sentían superiores a los gorriones de mi vecindario. Felicité a Grafalk por la casa.

– Mi padre la construyó allá por los años veinte. Es un poco barroca para los gustos de hoy, pero a mi esposa le gusta, así que no he hecho cambios.

Entramos por una puerta lateral hacia la parte de atrás y llegamos a un porche cubierto de cristal que dominaba el lago Michigan. El césped bajaba en una pronunciada pendiente hasta una playa de arena en la que había una pequeña cabaña y dos parasoles. Una balsa estaba anclada a unas treinta yardas de la orilla, pero no vi ningún barco.

– ¿No tiene aquí su barco?

Grafalk soltó su risita de hombre rico. No compartía la indiferencia social de sus pájaros.

– Aquí las playas tienen muy poca pendiente. No se puede tener nada de más de cuatro pies junto a la orilla.

– ¿Hay pues un puerto deportivo en Lake Bluff?

– El puerto público más cercano está en Waukegan. Pero está muy contaminado. No, el comandante de la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, el contraalmirante Jergensen, es un amigo personal. Amarro allí mi barco.

Aquello estaba muy a mano. La Escuela de Adiestramiento de los Grandes Lagos estaba en el extremo norte de Lake Bluff. ¿Dónde amarraría su barco Grafalk cuando Jergensen se jubilase? Los problemas a los que se enfrentan los muy ricos son bastante diferentes de los suyos y los míos.

Me senté en una tumbona de bambú. Grafalk abrió una ventana. Se puso a manipular con hielo y unos vasos en un bar empotrado en los paneles de teca de la habitación. Me decidí por jerez. Mike Hammer es el único detective que conozco que puede pensar y moverse mientras está bebiendo whisky. Al menos moverse. Puede que el secreto de Mike sea que nunca trata de pensar.

Aún de espaldas a mí, Grafalk habló:

– Si no estaba espiándome, tiene que haber estado espiando a Clayton. ¿Qué ha descubierto?

Coloqué los pies sobre el cojín de flores rojas cosido al bambú.

– Vamos a ver. Quiere saber qué opino de Jeannine y qué he descubierto de Clayton. Si me dedicara a divorcios, sospecharía que usted se acuesta con Jeannine y me preguntaría lo que sabe Phillips acerca de ello. Pero no me pega que sea usted de los que se preocupan de lo que piensen algunos hombres por el hecho de que esté usted retozando con su esposa.

Grafalk echó hacia atrás su cabeza blanqueada por el sol y soltó una risotada. Me trajo una copa alargada llena de un líquido pajizo. Di un sorbo. El jerez era tan suave como el oro líquido. Debería haber pedido un whisky. El whisky de un millonario debía ser algo único.

Grafalk se sentó frente a mí en un sillón tapizado de chintz.

– Creo que estoy siendo muy sutil, señorita Warshawski. Sé que ha estado haciendo preguntas por el puerto. Cuando la encontré aquí, pensé que habría descubierto algo acerca de Phillips. Transportamos mucho cereal para la Eudora. Me gustaría saber si hay algo en sus oficinas de Chicago que nosotros debiéramos saber.

Di otro sorbo al jerez y puse el vaso en una mesa de azulejos a mi derecha. El suelo estaba cubierto de azulejos italianos pintados a mano en rojos, verdes y amarillos brillantes, y la mesa hacía juego.

– Si hay problemas en la Compañía Eudora que usted deba saber, pregúntele a David Argus. Mi mayor preocupación se refiere a quién intentó matarme el jueves por la noche.

– ¿Matarla? -las espesas cejas de Grafalk se arquearon-. No me parece usted de tipo histérico, pero ésa es una acusación muy seria.

– Alguien me averió los frenos y el volante el pasado jueves. Fue una suerte que no me empotrase en un camión en la Dan Ryan.

Grafalk se acabó lo que fuera que estaba bebiendo. Parecía un martini. Un hombre de negocios al viejo estilo; nada de Perrier o vino blanco.

– ¿Tiene usted alguna razón para pensar que pudiera haberlo hecho Clayton?

– Bueno, desde luego, tuvo la oportunidad. Pero motivos… no. No más que usted, o Martin Bledsoe, o Mike Sheridan.

Grafalk se detuvo camino al bar y me miró.

– ¿También sospecha de ellos? ¿Está segura de que la… eh… avería se produjo en el puerto? ¿No podrían haber sido unos gamberros?

Tragué un poco más de jerez.

– Sí, sí, es posible, aunque yo no lo creo. Es verdad que cualquiera puede vaciar el líquido de los frenos con un poco de habilidad. Pero, ¿qué gamberros andan por ahí con una llave de trinquete y un soplete sólo por si encuentran un coche al que mutilar? Es mucho más probable que pinchen neumáticos, roben tapacubos o rompan las ventanillas. O las tres cosas.

Grafalk trajo la botella de jerez y me llenó el vaso. Intenté hacer como que bebía aquello a diario y no conseguí leer la etiqueta. Nunca podría permitirme aquel jerez; de todas formas, ¿qué podía importarme el nombre entonces?

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