– Esta semana no. No lo veo desde el jueves o el viernes. Ah, ahora entiendo de dónde has sacado el número del camerino.
– Sí, de Tony.
– Bueno, esta noche Layla no está, así que Tony no creo que venga. Pero tú ven igualmente; no hace falta que esté él para que te diviertas.
– Vale, intentaré pasarme.
Bosch colgó, se sacó una libreta del bolsillo y escribió el nombre del local, la dirección y los nombres Rhonda y Layla, subrayando este último.
– ¿Qué pasa? - preguntó Rider.
– Tenemos una pista en Las Vegas.
Bosch le recontó la conversación y lo que Rhonda había sugerido de una tal Layla. Rider estuvo de acuerdo en que se trataba de un hallazgo interesante y volvió a los archivos. Bosch continuó observando lo que había sobre el escritorio antes de pasar a los cajones.
– ¿Chuckie?
Meachum, que estaba apoyado contra la puerta con los brazos cruzados, arqueó las cejas como diciendo: «¿Qué pasa?».
– No tiene contestador. ¿Y cuando no está la recepcionista? ¿Las llamadas pasan a una operadora?
– Em, no. Todos tenemos un buzón de voz.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se accede a él?
– Con un código de tres cifras. Llamas al ordenador central, marcas el código y recoges tus mensajes.
– ¿Cómo puedo conseguir su código?
– No puedes. Lo programó él mismo.
– ¿No hay un código maestro que sirva para todos?
– No, no es un sistema tan sofisticado. Son sólo mensajes, tío.
Bosch volvió a sacar su libreta y comprobó la fecha de nacimiento de Aliso.
– ¿Cuál es el número del ordenador central?
Bosch le dio el número y Bosch llamó. Después de la señal, Harry marcó las cifras 217, pero el ordenador no lo aceptó. Bosch tamborileó sobre la mesa mientras pensaba en otra posibilidad.
Entonces marcó 862, el número que correspondía a las teclas TNA, y una voz cibernética le comunicó que tenía cuatro mensajes.
– Kiz, escucha.
Bosch conectó el manos libres y colgó el auricular. Tomó algunas notas mientras oía los mensajes, aunque los tres primeros eran de hombres informando de diversas cuestiones técnicas relativas a un rodaje, como el alquiler del equipo y los costes. Cada llamada iba seguida de la voz cibernética que informaba de la hora del viernes en que se había recibido.
El cuarto mensaje hizo que Bosch se inclinara hacia delante y escuchara con atención. Era la voz de una mujer joven que parecía estar llorando.
– Tony, soy yo. Llámame en cuanto oigas este mensaje. Casi telefoneo a tu casa; te necesito. El cerdo de Lucky me ha echado. Y sin razón; el muy guarro lo único que quiere es metérsela a Modesty. Estoy tan… No quiero tener que trabajar en el Palomino o en uno de esos sitios como el Garden… ni en broma. Quiero ir a Los Ángeles para estar contigo. Llámame, por favor.
La voz electrónica anunció que la llamada se había recibido a las cuatro de la madrugada del domingo, es decir, mucho después de que hubiera muerto Tony Aliso. La chica no había dado su nombre, lo cual indicaba que Aliso la conocía. Bosch se preguntó si sería Layla, la mujer que había mencionado Rhonda. Al mirar a Rider, ella se encogió de hombros. Les faltaba demasiada información para evaluar la importancia de la llamada.
Bosch se quedó un rato pensativo. Abrió el cajón pero no comenzó a registrarlo, sino que sus ojos se fueron a la pared de la derecha y recorrieron las fotos de Tony Aliso, que posaba sonriente junto a varios famosos. Algunos habían escrito dedicatorias, casi todas difíciles de leer. Bosch contempló la imagen de su alter ego cinematográfico, Dan Lacey, pero no logró descifrar la breve nota de la esquina de la fotografía. De pronto Bosch se fijó en lo que había debajo de las letras: una taza con el logotipo del Archway llena de bolígrafos y lápices.
Bosch descolgó la foto y llamó a Meachum.
– Alguien ha estado aquí - le informó.
– ¿Qué dices?
– ¿Cuándo vaciaron la papelera de ahí fuera?
– ¿Y yo qué sé? ¿Qué coño…?
– ¿Y la cámara del tejado? - preguntó - ¿Cuánto tiempo guardáis las cintas?
Meachum dudó un instante.
– Las cintas nos duran unos siete días, así que grabamos encima cada semana. La cámara sólo recoge diez fotogramas por minuto.
Bosch llegó a casa pasadas las cuatro, lo cual sólo le dejaba tres horas para dormir antes de la reunión matinal con Edgar y Rider. Sin embargo, la cafeína y la adrenalina le impedían pegar ojo.
La casa apestaba a pintura, así que abrió la puerta corredera de la terraza para que entrara un poco de aire fresco. Bosch se quedó un rato contemplando el paso de Cahuenga y los automóviles que circulaban por la autopista que discurría a sus pies. Nunca cesaba de sorprenderle que siempre hubiera coches en las autopistas de Los Ángeles, fuera cual fuera la hora del día.
Bosch pensó en poner un compacto, algo de música de saxofón, pero finalmente se sentó en el sofá a oscuras y encendió un cigarrillo. Entonces comenzó a considerar las distintas ramificaciones del caso. A juzgar por las apariencias, Anthony Aliso había gozado de una buena posición económica. Dicha posición suele conllevar una fuerte protección contra la violencia, lo cual explica que a los ricos casi nunca los maten. Pero, en su caso, algo había salido mal.
Bosch recordó la película de Aliso y fue a buscar el maletín, que había dejado en la mesa del comedor. Dentro había dos cintas de vídeo: la de la cámara de vigilancia del Archway y la copia de Víctima del deseo. Harry encendió el televisor y el vídeo, introdujo la cinta del largometraje y comenzó a verla en la oscuridad del salón.
A Bosch no le cupo la menor duda de que la película se merecía la acogida que había recibido. Estaba mal iluminada y en algunas secuencias se veía el micrófono por encima de los intérpretes, lo cual era especialmente molesto en las escenas rodadas al aire libre. Eran fallos básicos de cinematografía. Para colmo, al toque de aficionado en la realización, se añadían las pésimas interpretaciones de los actores. El protagonista, un actor desconocido, resultaba totalmente acartonado en su papel de hombre desesperado por conservar a su joven esposa. Ella se aprovechaba de la frustración sexual del marido para incitarlo a cometer una serie de crímenes, asesinato incluido; todo para satisfacer sus morbosos deseos. Las dotes interpretativas de Verónica Aliso, que daba vida a la mujer, no eran mucho mejores que las del actor principal.
Bien iluminada, Verónica estaba guapísima. Bosch contempló las cuatro escenas en las que aparecía parcialmente desnuda con la fascinación de un voyeur. Pero en general no era un buen papel para ella; resultaba evidente por qué su carrera, como la de su marido, se había truncado. Tal vez Verónica lo culpaba a él de su fracaso como actriz y le guardaba rencor, pero a decir verdad ella era una más de los miles de chicas que venían a Hollywood cada año. Tenía un cuerpo imponente, pero era absolutamente negada para la interpretación.
En la escena clave de la película, en la cual detenían al marido y la esposa lo inculpaba ante la policía, ella recitaba el guión con la expresividad de una hoja en blanco.
«Fue él. Está loco. No pude pararlo hasta que fue demasiado tarde. Y después tuve que callar porque…, porque habría parecido que la culpable era yo.»
Al terminar los rótulos, Bosch rebobinó la cinta con el control remoto. Sin levantarse, apagó el televisor y colocó los pies en el sofá. Más allá de las puertas correderas, la luz del amanecer empezaba a perfilar el contorno de las colinas del paso. Seguía sin tener sueño y sin parar de darle vueltas al modo en que las decisiones determinaban la vida de la gente. Se preguntó qué habría ocurrido si los actores hubieran sido mejores y hubiesen encontrado un distribuidor para la película. ¿Habrían cambiado las cosas? ¿Habría evitado que Tony Aliso acabara en aquel maletero?
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