Anne Perry - El Brillo de la Seda

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En la turbulenta Constantinopla del siglo XIII, una joven busca la verdad tras el exilio de su hermano.
Anna Zarides llega a Constantinopla disfrazada de eunuco dispuesta a dedicarse a la medicina. Desde el momento en que llega a la ciudad, amenazada por las cruzadas, Anna pasa a ser Anastasio.
Sin embargo, el viaje encierra un secreto: su hermano gemelo, Justiniano, ha sido acusado de asesinar al emperador Besarión, y ella desea probar su inocencia. Mientras tanto, Constantinopla está bajo el asedio de las tropas de Carlos de Anjou, y Anna aprovecha la oportunidad de salvar a su hermano.

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Su deseo había sido que los sicilianos se rebelaran, que arrojaran a un lago el yugo de la opresión, pero no había imaginado aquella terrible violencia. Si Giuliano hubiera sabido cuánto odio bullía por debajo, latente, ¿habría intentado despertarlo?

Sí. Lo habría intentado, porque la única alternativa que les quedaba era peor: la sumisión total hasta que les sorbiesen la vida y el alma enteras. Aquella misma muerte lenta aguardaba a Bizancio.

Recorrió el resto del camino con Tino en brazos. Varios hombres, enloquecidos al verse súbitamente armados de poder y cubiertos de sangre, vieron al niño y lo dejaron pasar, y Giuliano sintió vergüenza de contar con aquella protección. Pero no se detuvo, ni siquiera cuando oyó a hombres que suplicaban por su vida, mujeres que gritaban, gente que combatía. De modo que, sintiendo los dedos del pequeño aferrados a él con todas sus fuerzas, siguió adelante.

Cuando por fin llegó a la casa de Giuseppe y María estaba exhausto y estremecido. El estómago se le encogió de pánico ante la posibilidad de que no estuvieran dentro. Aún le faltaba un trecho cuando de pronto se abrió la puerta y salió María. Contuvo un sollozo cuando Giuliano le puso al pequeño en los brazos.

Giuseppe estaba en el umbral de la entrada, con las lágrimas rodándole por las mejillas y el cuchillo en la mano, preparado para defender a los hijos que le quedaban, si Giuliano hubiera sido un enemigo. Su rostro se relajó en una sonrisa, y acto seguido soltó el cuchillo, corrió hacia Giuliano y se abrazó a él con tanta fuerza que a punto estuvo de romperle las costillas.

– ¡Adentro! ¡Adentro! -gritó María.

Ellos la siguieron obedientes, y Giuseppe bloqueó la puerta con un tablón.

– Vuelve con Gianni-le dijo Giuseppe a María. Cuando ésta desapareció, miró a Giuliano-. Está herido -dijo con sencillez-. No puede dejarlo solo.

No había necesidad de dar explicaciones, pero Giuseppe no pudo apartar los ojos de Tino más que unos momentos y no dejaba de acariciarle la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que era real y de que estaba vivo.

Poco después de las primeras luces del alba llegó otro de los pescadores, un hombre llamado Angelo. Los niños estaban dormidos y María se encontraba con ellos en el piso de arriba.

– Vamos a reunimos en el centro de la ciudad -informó gravemente Angelo a Giuseppe y Giuliano. Tenía el rostro quemado y presentaba un corte en la frente que ya se había coagulado, y además llevaba el brazo izquierdo en una especie de cabestrillo improvisado. Estaba cubierto de polvo y se movía con rigidez, como si le dolieran todos los miembros-. Hemos de decidir lo que vamos a hacer ahora. Han muerto centenares, puede que millares. Los cadáveres taponan las calles y el empedrado está enrojecido por la sangre.

– Habrá guerra -advirtió Giuliano.

Angelo asintió.

– Debemos prepararnos para ella. Han mandado aviso a los hombres de todas las comarcas y todos los oficios, para que elijamos a uno que nos represente y pida al Papa que nos reconozca como comuna y nos otorgue su protección.

– ¿Contra Carlos de Anjou? -dijo Giuliano, incrédulo-. ¿Qué diablos creéis que va a hacer el Papa? ¡Por amor de Dios, es francés!

– Es cristiano -replicó Giuseppe-. Puede darnos su protección.

– ¿Eso es lo que esperas? -Giuliano estaba horrorizado. Giuseppe respondió con una sonrisa triste y una chispa en los ojos que recordó el humor de antaño. Angelo afirmó con la cabeza.

– Ya se han enviado emisarios a todas las ciudades y todos los pueblos, primero a los que están más cerca, a informar a sus habitantes de lo que ha ocurrido y llamarlos a que se subleven con nosotros.

Sicilia entera se volverá contra los angevinos. Vamos a presentarnos ante el Vicario y ofrecerle la posibilidad de que regrese a Provenza con un salvoconducto…

– O si no, ¿qué? -preguntó Giuseppe.

– O si no, morirá -repuso Angelo.

– Imagino que escogerá Provenza -comentó Giuliano irónicamente.

– Y tú, amigo mío -Giuseppe se volvió hacia Giuliano con el rostro contraído por la ansiedad y la mirada amable-, ¿qué decides tú? Hoy han sido los franceses, pero puede que la semana próxima, o el mes próximo, sean los venecianos. La flota se encuentra fondeada en Mesina. Tú no eres siciliano, esta disputa no te atañe. Y la hospitalidad que te hemos proporcionado está pagada más que de sobra. Vete ahora, antes de que actúes en contra de tu propio pueblo.

Todavía agotado y dolorido, con la ropa pegada al cuerpo con sangre ajena, Giuliano se dio cuenta de cuan solo estaba.

– No tengo pueblo propio -dijo lentamente-. Tengo amigos, tengo deudas y personas a las que amo. No es lo mismo.

– No sé qué deudas serán ésas -replicó Giuseppe-, desde luego conmigo no tienes ninguna. Pero eres amigo mío, y por eso te doy permiso para que te vayas, si el honor te obliga. Yo voy a ir con Angelo a Corleone, a decir a los de allí que se subleven también, y después iré a otras ciudades, y, si logro sobrevivir, a Mesina.

– ¿Adónde se encuentra la flota?

– Sí. Ahora, María y los niños ya están seguros aquí. Angelo y su familia se encargarán de protegerlos.

– En ese caso, voy contigo.

Mentalmente ya sabía lo que iba a hacer. Fue una sorpresa. Apenas tenía tiempo para sentir miedo o para asimilar la enormidad de la empresa, pero ahora que había llegado el momento, lo cierto era que no tenía otro remedio.

Giuseppe sonrió y le tendió la mano. Giuliano se la estrechó.

CAPÍTULO 95

Giuliano se fue con Giuseppe y con los demás hombres. Salieron de Palermo y viajaron deprisa, a menudo de noche. Para mediados de abril ya se había rebelado la isla entera y sólo se perdonó la vida a un gobernador francés, en respeto a la humanidad que había mostrado con sus súbditos. Todas las demás guarniciones fueron tomadas y los ocupantes de las mismas fueron pasados por la espada.

Para finales de mes, Giuliano y Giuseppe llegaron a Mesina. Juntos en la falda de la colina que daba al puerto, contemplaron la ingente flota de Carlos de Anjou, compuesta por naves de todo tamaño y aparejo que él conociera y en un número no inferior a doscientos, todas tan juntas entre sí que oscurecían el mar y apenas quedaba espacio para que otras pudieran permanecer ancladas sin tocarse.

¿Cuántas catapultas llevarían a bordo? ¿Cuántas torres de asalto para atacar las murallas de la ciudad? ¿Cuánto fuego griego para destruir y quemar?

– Por lo que se ve, están desiertas -comentó Giuseppe en voz baja, entrecerrando los ojos a causa del sol.

– Y probablemente así sea, únicamente habrán dejado una guardia -contestó Giuliano. Dos días antes, Mesina también se había levantado contra los franceses, los cuales se habían replegado hacia el magnífico castillo de granito de Mategriffon, pero carecían de la fuerza necesaria para tomar posesión de él-. Sin embargo, todavía suponen una amenaza para Bizancio. La flota veneciana traerá más hombres, más barcos, más armas. Las máquinas de asalto siguen aquí, y los caballos siempre se pueden robar de nuevo.

Giuseppe lo miró fijamente.

– ¿Qué es lo que pretendes? ¿Hundir las naves?

Giuliano sabría que si hacía tal cosa rompería el juramento que le había hecho a Tiépolo, a saber, que jamás traicionaría los intereses de Venecia. Pero el mundo ya no era el mismo que cuando murió Tiépolo. Venecia ya no era la misma, y desde luego Roma tampoco.

– Quemarlas -respondió en tono sereno-. Con brea. Empleando embarcaciones pequeñas que podamos remolcar detrás de un bote de remos. Lo haremos cuando tengamos el viento adecuado y la corriente…

– ¿Estás dispuesto a hacer eso? ¿Siendo veneciano? -dijo Giuseppe en tono calmo.

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