Simonis se encogió de hombros.
– Da igual, no tenía pensado vivir eternamente. -La voz le tembló un poco y aquello marcó el fin de la conversación.
Ana se tomó un breve respiro en la atención a los enfermos para ir de nuevo a Santa Sofía, no tanto para asistir a misa como para disfrutar de su singular belleza mientras continuara en pie.
Mientras recorría los pasillos exteriores y veía el oro de los mosaicos, las exquisitas madonas de ojos lánguidos y gesto pensativo y las figuras de Cristo y los apóstoles, pensó en Zoé y experimentó un sentimiento de pena mucho más profundo de lo que habría esperado. Bizancio sin ella era menos. La vida misma era más gris.
– ¿No termináis de decidir si preferís la sección de los hombres o la de las mujeres, Anastasio?
Se volvió y descubrió a Helena, a poca distancia de ella. Iba magníficamente vestida, con una túnica de color rojo oscuro y una dalmática de un azul tan intenso que casi parecía púrpura, demasiado atrevimiento para una persona que no perteneciera a la casa imperial. Los ribetes dorados y los reflejos que emitía el rojo obligaban a mirar dos veces para asegurarse.
Ana sintió el impulso de responder con alguna réplica cortante, pero dicho pensamiento quedó borrado por completo al ver que detrás de Helena había un hombre. Ana reconoció su rostro, aunque hacía por lo menos dos años que no lo veía. Era Isaías, el otro hombre, aparte de Demetrio, que había salido ileso de la conspiración de asesinato.
¿Por qué estaba allí, en Santa Sofía, con Helena, y por qué iba ella vestida casi de púrpura? Helena Comnena, hija de Zoé y del emperador. No se había casado con Demetrio; si lo único que quería de él era el apellido imperial, ya no había razón para ello. En cuestión de semanas el trono estaría en las manos de Carlos de Anjou, el cual podría entregárselo a quien se le antojara, algún títere que gobernaría moviendo él los hilos.
Nicéforo había dado por sentado que dicho títere iba a ser el yerno de Carlos, pero era posible que no. ¿Tendría pensado algo distinto, algo que sofrenara a una hija ambiciosa, recompensara a un lugarteniente más digno de su confianza y al mismo tiempo comprara un poco de paz a un pueblo levantisco, sirviéndose de una reina renegada de la familia de los Paleólogos? ¡Qué traición tan refinada!
No debía permitir que Helena leyera en sus ojos lo que estaba pensando. Debía decir algo enseguida, no una contestación de cortesía que Helena sospechase que pudiera enmascarar otra verdad.
– Estaba pensando en vuestra madre -dijo por fin, sonriendo muy levemente-. Al acordarme de cuando vi a Giuliano Dandolo limpiando la tumba de su bisabuelo. Ésa fue la única venganza que no se cobró.
La expresión de Helena se quedó petrificada.
– Fue todo una pérdida de tiempo -dijo en tono glacial-. Mi madre era una anciana que vivía en el pasado. Yo vivo para el futuro, pero es que tengo un futuro. Ella no lo tenía. ¿Y qué me decís de vos, Anastasia… porque así es como os llamáis, no?
– No.
Helena se encogió de hombros.
– En fin, da lo mismo. Os llaméis como os llaméis, aquí ya no hay sitio para vos. No sé qué fantasía os trajo, de entrada.
Ana se habría sentido herida si su cerebro no estuviera pensando a toda velocidad tratando de dilucidar qué estaría haciendo Isaías con Helena. Recordó el papel que había desempeñado en la conspiración original; fue él quien cortejó al joven Andrónico con la intención de asesinarlo también.
Si de verdad Helena estaba planeando una alianza de algún tipo con Carlos de Anjou, ¿era Isaías el que se encargaba de llevar y traer la información? Helena no sería tan tonta como para poner en papel nada condenatorio, y tampoco viajaría de un lado para otro. Además, seguramente no se fiaba de ninguno de los hombres de su madre. Helena estaba esperando una respuesta.
– De todos modos ya se ha acabado -repuso Ana en voz baja. Sabía que Justiniano era culpable de la muerte de Besarión, en un acto de lealtad a Bizancio, y dentro de pocas semanas, incluso días, ya no iba a tener la menor importancia.
Helena irguió un poco más la cabeza y se fue. Isaías, vestido de tonos rojos oscuros y flamígeros, se apresuró a ir tras ella.
Ana entró despacio en una de las capillas laterales e inclinó la cabeza en actitud reflexiva, casi orante.
Levantó la mirada hacia el oscuro rostro de la Madona que colgaba por encima de ella, rodeada por un millón de minúsculas teselas de oro. Si pudiera informar a Miguel de algo que él desconociera, algo que a su parecer todavía importaba, quizá lograra persuadirlo de que perdonase a Justiniano. Una carta del emperador todavía era ley para los monjes del Sinaí.
¿Qué pruebas serían necesarias para que Miguel quedara convencido? En aquella época de tinieblas, ¿estaría más dispuesto que antaño a realizar un último acto de clemencia? Quizás aún pudiera obtener su propósito.
Cerró los ojos.
– Santa María, Madre de Dios, perdóname por rendirme demasiado pronto. Te lo ruego. Puede que no puedas salvar Constantinopla y que tengamos que salvarnos solos, pero ayúdame a liberar a Justiniano…, te lo suplico.
Contempló largamente aquel bello rostro de fuertes líneas.
– No sé si somos merecedores de tu ayuda, es posible que no, pero la necesitamos.
Seguidamente giró sobre sus talones y se dirigió deprisa y sin hacer ruido en pos de Helena, para poder seguir a Isaías una vez que finalizara la misa. Necesitaba averiguar sobre él todo lo que le fuera posible.
Se lo contó a Leo y a Simonis porque necesitaba que la ayudaran.
– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó Leo, confuso. Estaban tomando una cena temprana.
– Necesito saber si ha viajado -contestó-. No puedo demostrar adonde ha ido, pero me haré una idea si descubro en qué barcos ha navegado.
– Yo averiguaré en qué fechas -interrumpió Simonis.
Los dos se volvieron sorprendidos hacia ella.
– Los criados saben muchas cosas -replicó ella, impaciente-. Por el amor de Dios, ¿no es suficientemente claro? La comida, los objetos personales, la ropa para el viaje, ¡hasta puede que cerrase una parte de la casa! A lo mejor trajo objetos para sí mismo o para su casa, ropa nueva. Seguro que los criados saben adónde se fue, y alguno de ellos lo habrá acompañado. Y desde luego que sabrán cuánto tiempo estuvo fuera.
Leo miró a Ana para preguntarle:
– Y cuando averigüemos todo eso, ¿qué vas a hacer tú? -Lo dijo en tono grave, con el semblante muy serio y una profunda tristeza en los ojos.
– Comunicárselo al emperador -respondió.
– Y él ejecutará a Helena -dijo Simonis con satisfacción.
– Lo más probable es que ordene que la asesinen en privado -añadió Leo, y a continuación se volvió hacia Ana-. Pero eso no ocurrirá antes de que ella le haya contado al emperador todo lo que sabe de ti, incluido el hecho de que eres una mujer y que lo has engañado a lo largo de todos estos años. Y que le has procurado atención médica personalmente… muy personalmente. De ésa no vas a salir sin pagar de algún modo, puede que con tu vida. ¿Estás dispuesta a comprar la libertad de Justiniano a cambio de la tuya? -le preguntó con un hilo de voz-. No estoy seguro de querer ayudarte a hacer tal cosa.
Simonis parpadeó, vaciló, miró primero a Ana y después a Leo.
– Ni yo tampoco -dijo por fin.
– ¿Acaso no deseáis impedir a Helena que actúe, si eso es lo que piensa hacer? -preguntó Ana.
Al no recibir respuesta, Ana probó de nuevo.
– Puede que cuando conquisten esta ciudad terminemos muertos de todos modos. Obtened esa información para mí -pidió Ana.
– ¡Tú debes vivir! -exclamó Simonis con enfado y lágrimas en la cara-. Eres un médico. Piensa en todo el esfuerzo que hizo tu padre para enseñarte.
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