En eso, explotó otra nave que llevaba fuego griego y provocó otra lluvia de escombros. El rugido que produjo fue ensordecedor, y el calor que despidió llegó a sentirlo Giuliano en la piel, pese a la distancia a la que se encontraba.
De pronto, muy cerca de él cayó un tablón ardiendo que se hundió en el agua. Agarró los remos y se sirvió de todo su cuerpo para hacer fuerza sobre ellos y salir disparado hacia delante.
Al cabo de quince minutos llegó a la orilla este, a un centenar de pies del punto del que había partido inicialmente. Permaneció allí unos momentos, contemplando cómo una de las naves de guerra se escoraba y se hundía un poco más en el agua. Para cuando amaneciera, ya no quedaría gran cosa de la flota de Carlos. El hecho de que él, un veneciano, hubiera sido el que había prendido el fuego que acabó con ella tal vez representara una pequeña dosis de redención para Venecia por el feroz saqueo de Bizancio que había perpetrado setenta años antes.
Se volvió lentamente y echó a andar en dirección a la ciudad. El resplandor del incendio le resultó muy útil para alumbrarle el camino. Las llamas se elevaban hacia el cielo iluminando el conjunto de naves destrozadas y a la deriva. El agua de la bahía parecía de latón entre los esqueletos ennegrecidos de los barcos. El fuego teñía de rojo y amarillo las fachadas de las casas, y Giuliano se fijó en los cristales de sus ventanas, luminosos entrepaños de oro liso que formaban un fuerte contraste con la oscuridad de la piedra.
La gente comenzó a salir a la calle para contemplar la escena con asombro y horror. Algunos se abrazaban cuando una nueva explosión desgarraba el aire; otros se quedaban paralizados, sin poder creerlo.
Giuliano avivó el paso y alargó la zancada. Giuseppe y Stefano regresarían a las montañas, en dirección al Etna, donde jamás los encontrarían los hombres de Carlos, pero él necesitaba ir a Bizancio. Debía llevar la noticia.
Ante él se irguieron los macizos contrafuertes de Mategriffon, en cuyas almenas se habían apiñado muchos hombres para contemplar el infierno en que se había transformado el mar. El resplandor de las llamas convertía sus caras en efigies de cobre. Giuliano levantó la vista y por un momento vio a Carlos en persona, con las facciones contorsionadas por la furia y empezando a comprender lo que le había ocurrido al sueño más preciado de su vida.
Carlos bajó un instante la mirada, tal vez porque captó algo familiar en la forma de andar de Giuliano o en el oscuro contorno de su figura al pasar junto a un muro iluminado por el fuego. Y se puso tenso al reconocerlo. Giuliano alzó el brazo a modo de saludo y a pesar del cansancio y las magulladuras que tenía por todo el cuerpo, de nuevo apretó el paso. Debía desaparecer antes de que acudieran los arqueros o se diera orden a los soldados de que lo capturasen.
Zoé estaba muerta, y tras la desaparición de Constantino y de Palombara Ana sentía una nueva angustia interior, una pena todavía más honda. En Constantinopla el pánico iba en aumento, a la espera de noticias más inmediatas acerca de la invasión. Los rumores se propagaban como un incendio en un bosque, saltaban de calle en calle, se distorsionaban al pasar de una persona a otra.
La gente hacía provisión de alimentos y de armas; los que vivían cerca de las murallas almacenaban brea para prenderle fuego y verterla sobre el enemigo llegado el momento. Todos los días se marchaba alguien, una constante sangría de personas que contaban con medios para viajar y tenían algún sitio al que dirigirse. Como siempre, los que se quedaron fueron los pobres, los enfermos y los viejos.
Los pescadores seguían saliendo a faenar, pero permanecían cerca de la costa y regresaban al caer la noche. Dejaban los botes atracados o varados en la playa, vigilados para que no se los robasen.
Ana continuó atendiendo a los enfermos, muchos de los cuales presentaban lesiones debidas a torpezas cometidas a causa del miedo y del descuido, porque tenían los músculos agarrotados y la atención en otra parte. La gente, ocupada en vigilar constantemente y en mantenerse alerta por si llegaba la noticia del desastre, no acababa de conciliar el sueño. Ana podía procurar cierto alivio a los sufrimientos físicos, pero no tenía ningún remedio para la realidad de lo que se avecinaba. Tan sólo centrando la atención todo el tiempo en las pequeñas responsabilidades cotidianas lograba no hacer mucho caso de las realidades de mayor importancia.
Actualmente ya eran muy pocas las personas cuya suerte le preocupaba. Nicéforo tenía la intención de quedarse en Constantinopla todo el tiempo que se quedara el emperador; para ellos resultaba impensable huir. Ana también habló con Leo:
– Cuando llegue la flota de los cruzados, ya será demasiado tarde -le dijo con voz serena una noche, mientras tomaban una cena a base de pescado y verduras-. Por Justiniano ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Y yo sé cuidarme sola. Me quedaré más tranquila sabiendo que tú estás a salvo.
Leo dejó el tenedor y la miró con una expresión cargada de reproche.
– ¿Eso es lo que esperas que haga? -preguntó.
– Es que me preocupo por ti, Leo. Quiero que no te pase nada. Me sentiré terriblemente culpable si te veo sufrir por haberte traído a Constantinopla.
– Vine por voluntad propia -replicó Leo.
Ana levantó la vista y lo miró a los ojos.
– Está bien, entonces me afligiré muchísimo si te ocurre algo.
– ¿Y Simonis? -inquirió Leo en voz baja. Todavía seguía yendo a la casa dos o tres veces por semana, pero elegía horas en las que Ana estaba ausente. Era casi como si estuviera vigilando la calle y esperando la oportunidad.
Ana vio compasión y angustia en sus ojos, y se avergonzó de no haber pensado antes en la soledad que debía de sentir. Simonis y él habían vivido y trabajado en la misma casa a lo largo de toda su vida de adultos. Discrepaban en multitud de cosas, y Leo deploraba lo que Simonis le había dicho a Ana respecto de Justiniano. Él siempre había opinado que se equivocaba al preferir a Justiniano, pero también reconocía que el favoritismo que sentía él hacia Ana era igual de reprochable. Leo debía de echar de menos a Simonis, incluso la familiaridad de aquellas peleas. Más que eso, ahora él temía por ella.
– Perdona -dijo Ana con voz queda-. Si tiene lugar una invasión… cuando… debería estar con nosotros. Te pido que le preguntes si desea volver… -Dejó la frase sin terminar.
– ¿Qué sucede? -la apremió Leo.
– Si está más segura en donde se encuentra ahora, no le digas nada -concluyó Ana.
Leo negó con la cabeza.
– La seguridad es estar con tu propio pueblo -dijo-. Cuando eres viejo es mejor morir con tu familia que escapar y vivir con extraños.
De repente, sin previo aviso, a Ana se le inundaron los ojos de lágrimas.
– Pregúntaselo… te lo ruego.
Simonis volvió tres días después, nerviosa, desafiante, decidida a que Ana hablase primero. Ana se sorprendió al advertir lo delgada que estaba y la expresión de dolor que mostraba su rostro. Habían transcurrido meses, pero parecía muy cansada, como si sufriera una rigidez en los miembros.
Ana tenía pensado lo que iba a decirle, pero ahora lo único que veía era una mujer solitaria y entrada en años que había perdido a todos sus seres queridos, y el discurso que tenía preparado se esfumó totalmente.
– Ya sé que es pedirte mucho que te quedes -le dijo en tono suave-, y entenderé que no quieras, dado que…
– Me quedo -la interrumpió Simonis con un brillo acerado en sus ojos negros-. No pienso huir porque se acerque una batalla.
– No es una batalla -señaló Ana-, sino la muerte.
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