El cuerpo de Constantino colgaba unos cuatro pies por debajo, con la sábana tensa alrededor del cuello y la cabeza inclinada hacia un lado. No era posible que aún siguiera con vida. Le vino a la memoria lo último que dijo y el Campo de Sangre que había a las afueras de Jerusalén. Debería habérselo imaginado.
Mareada y con el estómago revuelto, regresó tambaleándose al interior de la alcoba y se dejó caer sobre la cama. Permaneció inmóvil por espacio de un rato. ¿Era ella la culpable de lo sucedido? ¿Debería haber hecho algo más para impedir que Constantino tomara parte en el intento de fabricar un milagro?
Vicenze era el que había organizado todo el milagro y lo había diseñado para que fracasara. Los dos deberían haberlo imaginado desde el principio. Palombara lo sabía. Y al pensar en Palombara se inclinó hacia delante, enterró el rostro en la manta y rompió a llorar. Fue una especie de desahogo, después de tanto horror y tanto miedo, permitir que fluyeran las lágrimas y dejarse vencer por la pena.
Aquella misma mañana, Ana regresó a ver a Teresa Mocenigo y la consoló del modo que mejor supo. Después la acompañó a enfrentarse a lo que aún quedaba de la muchedumbre del día anterior. En silencio y con la dignidad que otorga el sufrimiento, Teresa les rogó que honrasen la vida de Mocenigo comportándose con toda la nobleza de que fueran capaces. Debían proceder con Vicenze según dictaba la ley. Aunque fuera culpable, asesinarlo sería mancillar sus propias almas.
Finalmente, Ana volvió a su casa a curarse las heridas del corazón así como las de su maltrecho y dolorido cuerpo. Allí lloró por su propio vacío, por Giuliano y por la soledad que radicaba en el trasfondo de todo.
En marzo de 1282, la vasta flota de Carlos de Anjou echó el ancla en la bahía de Mesina, al norte de Sicilia. Giuliano estaba de pie en la falda de la colina que miraba al puerto, contemplando su envergadura y su poderío, y se le cayó el alma a los pies. Las fuerzas con que contaba Carlos eran enormes, y se esperaba que llegaran más barcos de Venecia. Quizás en uno de ellos viniera Pietro Contarini. Había mencionado aquel tema la última vez que se vieron, antes de la separación definitiva. Porque fue definitiva. La próxima vez que se vieran no serían amigos, Pietro lo había dejado bien claro. Su lealtad estaba antes que nada con Venecia. Giuliano ya no podía prometer aquello.
Observó a los comandantes de la flota, que después de recorrer el muelle a pie comenzaron a ascender por las anchas calles al encuentro del vicario del rey y gobernador de la isla, Herberto de Orleans. Vivía en el magnífico castillo fortaleza de Mategriffon, conocido como «el terror de los griegos», y éste era el principal pensamiento que le venía a Giuliano a la mente cada vez que imaginaba las fuerzas de los cruzados saqueando el país para hacerse con animales y víveres a fin de, en el nombre de Cristo, recuperar la tierra en que el Salvador había nacido y restaurar en ella un reino cristiano.
Giuliano emprendió el regreso por el agreste terreno de las montañas que ocupaban el centro de la isla, con el cono del Etna dominando el paisaje en todo momento. Debía estar de vuelta en Palermo antes de que llegasen las fuerzas francesas. Si se hacía necesario oponer una última resistencia, él se pondría del lado de la gente que más le importaba, Giuseppe y sus amigos.
No sólo le dolían las piernas y las llagas de los pies se hacían notar a cada paso que daba, también sentía dolor en el corazón por la violencia absurda que suponía aquello, por el odio que empujaba a hombres ignorantes al pillaje y a la destrucción. Las pérdidas serían incalculables, no sólo en vidas humanas sino también en la belleza de obras que quitaban la respiración, como la Capilla Palatina, con sus majestuosos y altísimos arcos sarracenos y sus delicados mosaicos bizantinos. Varios siglos de razonamiento profundo y exquisito estaban a punto de ser barridos de un plumazo por hombres que apenas sabían escribir su nombre.
Tal vez lo peor de todo fuera el embuste de que aquello se hacía al servicio de Cristo, la fe ciega en que los pecados iban a ser perdonados, que aquel río de sangre humana era capaz de lavar cualquier cosa.
¿Cómo se había llegado a distorsionar de aquel modo el mensaje de Cristo, hasta transformarlo en aquella atrocidad?
Giuliano llegó a Palermo cansado y sucio, y recorrió deprisa sus familiares callejuelas bajo el claro sol de primeras horas de la mañana. Apenas se oían ruidos, a excepción de la música de las fuentes, algún que otro conjunto de pasos apresurados, y nuevamente el silencio contenido de la espera.
María ya estaba levantada y trajinando en la cocina. Al oírlo entrar por la puerta se volvió de repente, cuchillo en mano. Entonces lo vio y su semblante se relajó con una expresión de alivio. Dejó el cuchillo y corrió a su encuentro, le echó los brazos al cuello y lo abrazó con tanta fuerza, que Giuliano temió que incluso se hiciera daño. Se liberó suavemente de su abrazo y dio un paso atrás.
Ella lo recorrió de arriba abajo con la mirada.
– Necesitas comer -dijo en tono amable-, y ponerte ropa limpia. ¡Estás hecho un asco!
Se dio la vuelta y empezó a sacar pan, aceite, vino y queso, deseosa de hacer algo útil. Giuliano, desde atrás, vio las escasas provisiones que había en las alacenas.
– ¿Cuándo van a llegar? -preguntó finalmente María al tiempo que ponía delante de Giuliano un generoso plato de comida, demasiado generoso.
– ¿Lo compartes conmigo? -propuso.
– Yo ya he comido -respondió María.
Giuliano sabía que no era verdad. María nunca comía antes que su familia.
– Pues entonces come otra vez -insistió-. Así me sentiré como en casa, no como un desconocido. Puede que sea la última comida que podamos tomar así, juntos. -Sonrió sintiendo el hormigueo de las lágrimas en los ojos al pensar en todo lo que se iba a perder.
María obedeció y cogió un poco de pan y un vaso de vino tinto mezclado con agua.
– ¿Van a llegar hoy? -preguntó-. ¿Es que no vamos a luchar, Giuliano?
– Probablemente mañana -contestó él-. Y no sé si lucharemos o no. Por toda la isla el pueblo arde de ira, pero es algo que bulle por dentro y no alcanzo a interpretarlo bien del todo.
– Mañana es Lunes de Pascua -dijo María muy despacio-, el día siguiente a la resurrección de Nuestro Señor. ¿Podemos luchar en un día así?
– Cualquier día es bueno para luchar, si el fin es salvar a las personas que uno ama -replicó Giuliano.
– ¿Es posible que no luchen? -dijo María esperanzada.
– Es posible. -Pero él ya los había visto, y pensaba todo lo contrario.
El lunes amaneció espléndido. El Justiciero, Juan de Saint Remy, celebró la festividad en el palacio de los caballeros normandos como si sus hombres y él desconocieran la tensión y el odio que se agitaban a su alrededor en las gentes a las que tanto oprimían. Pero es que se habían negado a aprender las costumbres sicilianas, incluso la lengua que se hablaba.
Giuliano, en la calle, contemplaba cómo los sicilianos salían al aire libre y llenaban las callejas y las plazas con música y baile. Las coloridas faldas y pañoletas de las mujeres eran como flores al viento. Toda aquella energía, ¿era alegría por la resurrección del Señor, fe en la vida eterna, o tan sólo una manera de romper aquella tensión insoportable mientras esperaban a que llegasen los soldados a caballo y les arrebatasen hasta la última migaja de todo lo que poseían, no sólo la comida, sino también la dignidad y la esperanza?
Pasaron por su lado media docena de jóvenes abrazados a muchachas de faldas ondeantes, todos riendo. Una de ellas le sonrió y le tendió una mano. Giuliano dudó un instante. Sería una grosería no sumarse a ellos y además lo dejaría apartado, precisamente cuando ansiaba casi con desesperación sentirse unido a algo, al menos emocionalmente. Él formaba parte de la lucha de aquellas gentes, y decidió que también formaría parte de su victoria o de su derrota.
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