Anne Perry - El Grito Silencioso

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El respetable abogado Leighton Duff aparece muerto a golpes en un sórdido callejón. A su lado, se encuentra el cuerpo moribundo de Ryhs, su hijo. La policía no es capaz de profundizar en el caso hasta que aparece en escena el sagaz inspector William Monk, que intuye una relación entre este suceso y una serie de violaciones y palizas a prostitutas. Sorprendentemente, se cierne la sospecha de que ha sido el propio Ryhs quien ha matado a su padre.
En los barrios bajos del Londres victoriano los ciudadanos llevan a cabo sus más vergonzosos y secretos negocios. Con dinero se puede conseguir cualquier cosa pero, a veces, el precio a pagar es la propia vida…

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– ¿Acaso pretende proteger mis sentimientos, sargento? Le aseguro que no es necesario. Mi deber es estar donde resulte más útil, y además es lo único que me dará algún consuelo. -Lo miró de hito en hito. Tenía unos ojos asombrosos, tan oscuros que casi ocultaban sus emociones, otorgándole una peculiar reserva. Evan pensó que los grandes aristócratas españoles debían tener un aspecto parecido: orgullosos, reservados, celosos de su vulnerabilidad.

– No, señora Duff -contestó Evan-. Lo único que pretendo es que me explique cuanto pueda de lo que ocurrió ayer mientras aún lo tenga fresco en su memoria, antes de que se dedique de pleno a su hijo. Por ahora, lo que él necesita es la ayuda del doctor Riley. Y yo necesito la suya.

– Es usted muy directo, sargento.

No supo si debía tomarlo como una crítica o como una simple observación. Su voz carecía de expresión. Estaba demasiado trastornada por los hechos que acababa de referirle Evan. Se mantenía muy erguida, la espalda tiesa, los hombros rígidos, las manos inmóviles sobre el regazo. Evan imaginó que al tocarlas las encontraría fuertemente apretadas.

– Perdone, pero no es momento de andarse con remilgos. Esto es de suma importancia. ¿Su marido y su hijo salieron juntos de casa?

– No. No… Rhys se marchó antes. No le vi salir.

– ¿Y su marido?

– Sí… sí, a él sí le vi salir, por supuesto.

– ¿Le dijo dónde iba?

– No…, no. Solía ausentarse por las noches… Iba a su club. Es algo muy corriente entre los caballeros. Los negocios, igual que el ocio, dependen de las relaciones sociales. No dijo nada… en particular.

No sabía a ciencia cierta por qué, pero no acababa de convencerle. ¿Cabía la posibilidad de que ella supiera que su marido frecuentaba ciertos lugares dudosos e incluso, quizás, que tenía trato con prostitutas? Eran legión los que aceptaban de manera tácita ese tipo de cosas, aunque se habrían quedado pasmados si alguien osara tener el mal gusto y la falta de tacto de mencionarlo. Todo el mundo conocía las necesidades físicas. Nadie aludía a ellas jamás; era al mismo tiempo poco delicado e innecesario.

– ¿Cómo iba vestido, señora?

Levantó sus arqueadas cejas.

– ¿Vestido? Supongo que como ustedes le encontraron, sargento. ¿A qué viene esto?

– ¿Su marido llevaba reloj, señora Duff?

– ¿Reloj? Sí. Ah, ya entiendo. Le… robaron. Sí, tenía un reloj de oro muy bueno. ¿No lo llevaba puesto?

– No. ¿Tenía la costumbre de llevar mucho dinero encima?

– No lo sé. Puedo preguntárselo a Bridlaw, su ayuda de cámara. Seguramente nos lo sabrá decir. ¿Es importante?

– Podría serlo. -Evan estaba desconcertado-. ¿Recuerda si llevaba puesto el reloj de oro cuando salió? -Se le antojaba raro e incluso perverso ir a un sitio como St Giles, fuera cual fuese la razón, exhibiendo un artículo tan caro como un reloj de oro, tan llamativo además. Era casi una invitación al robo. ¿Tal vez se perdió? ¿Fue arrastrado hasta allí contra su voluntad?-. ¿Le comentó si tenía previsto encontrarse con alguien?

– No. -Contestó con bastante aplomo.

– ¿Y el reloj? -insistió Evan.

– Sí. Me parece que lo llevaba puesto. -Miró a Evan atentamente-. Casi siempre lo llevaba. Le gustaba mucho. Creo que me habría llamado la atención no vérselo puesto. Ahora recuerdo que llevaba un traje marrón. No el mejor, ni mucho menos, de hecho era bastante sencillo. Se lo hizo confeccionar para las ocasiones más informales, fines de semana y cosas así.

– Sin embargo, era miércoles -le recordó Evan.

– En ese caso, tendría planeada una velada informal -respondió de modo terminante-. ¿Por qué lo pregunta, sargento? ¿Qué importancia tiene eso ahora? ¡No le… asesinaron… por lo que llevaba puesto!

– Trataba de deducir adonde tenía intención de ir, señora Duff. St Giles no es precisamente el sitio donde uno espera encontrar a caballeros con los medios y la posición social del señor Duff. Cuando sepa por qué estaba allí, o con quién, estaré mucho más cerca de averiguar lo que le ocurrió.

– Comprendo. Supongo que he sido una tonta al no darme cuenta. -Apartó la vista. La estancia era muy acogedora, de bellas proporciones. No había más ruido que el crepitar de las llamas en la chimenea y el leve tictac del reloj en la repisa. Todo transmitía gracia y serenidad, no podía ser más opuesto al callejón donde había fallecido su dueño. Lo más probable era que su viuda no sólo no conociera St Giles sino que ni alcanzara a imaginárselo.

– ¿Su marido salió poco después que su hijo, señora Duff? -Se inclinó un poco hacia ella al hablar, como para atraer su atención.

Ella se volvió muy despacio.

– Me figuro que también querrá saber cómo iba vestido mi hijo.

– Sí, por favor.

– Pues no lo recuerdo. Llevaba algo muy corriente, gris o azul marino, creo. No… Abrigo negro y pantalón gris.

Era lo que llevaba puesto cuando le encontraron. Evan no dijo nada.

– Dijo que salía a divertirse un rato -prosiguió ella, con la voz quebrada por la emoción-. Estaba… enfadado.

– ¿Con quién? -Trató de reproducir la escena. Probablemente Rhys Duff no contaba más de dieciocho o diecinueve años y aún era inmaduro, rebelde.

Ella levantó un poquito un hombro. Era un gesto de negación, como si aquella pregunta no tuviese respuesta.

– ¿Hubo alguna discusión, señora, una diferencia de opinión con su marido?

Permaneció callada tanto rato que Evan temió que no fuera a responder. Desde luego era un trago amargo y doloroso. Se trataba de la última vez que habían estado juntos. Ahora ya no tendrían ocasión de reconciliarse. El hecho de que no se apresurara a negarlo de inmediato fue respuesta suficiente.

– Fue algo trivial -dijo al fin-. Ahora ya no importa. A mi marido no acababan de gustarle algunas de las compañías predilectas de Rhys. Oh… No era que fueran a hacerle daño, sargento. Me refiero a compañía femenina. Mi marido deseaba que Rhys conociera a jóvenes damas de buena familia. Estaba dispuesto a ofrecerle una posición si decidía casarse; suerte con la que no todos los chicos pueden contar.

– Desde luego que no -convino Evan de manera sentida. Conocía a docenas de muchachos, y también a hombres no tan jóvenes, que habrían contraído matrimonio encantados pero no podían permitírselo. Mantener una residencia adecuada para una esposa costaba más de tres o cuatro veces la cantidad precisa para llevar vida de soltero. Y a eso había que sumar los gastos casi inevitables de los hijos. Rhys Duff era un hombre inusualmente afortunado. ¿Por qué no se mostraba más agradecido?

Como respondiendo a sus pensamientos, la señora Duff le habló en voz baja.

– Quizás era… demasiado joven. Lo habría hecho de buena gana si… si no hubiese sido la voluntad de su padre. Los jóvenes son a veces tan… tan testarudos… incluso contra su propio interés.

Daba la impresión de dominar a duras penas la aflicción que anidaba en sus entrañas. Evan detestaba tener que imponerle más preguntas, pero también sabía que aquél era el mejor momento para que le contara la verdad sin tapujos. Al día siguiente se mostraría más cautelosa y le ocultaría cualquier cosa que pudiera desvelar intimidades o perjudicar a los suyos.

Evan se esforzaba por decir algo que le sirviera de consuelo, pero no encontraba nada adecuado. Recordaba con suma claridad el rostro pálido y magullado del muchacho, primero tendido en el callejón, abatido y ensangrentado, y luego en St Thomas, guardando en la mirada un horror literalmente indecible. Volvió a ver su boca abierta, esforzándose, sin conseguir pronunciar siquiera una palabra. ¿Qué podía decir nadie para consolar a su madre?

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