Ahora estaban al fondo del pabellón y Riley se detuvo junto a una cama donde yacía un joven, pálido e inmóvil. Un cristal empañado con su aliento era lo único que indicaba que se encontraba vivo. A simple vista no lo parecía.
Evan lo reconoció del callejón. Los rasgos eran los que había visto, la curva del párpado, el pelo casi negro, la nariz más bien larga, la boca delicada. Las magulladuras no ocultaban todos esos trazos, además le habían lavado las manchas de sangre. Evan supo que deseaba que sobreviviera; su cuerpo entero estaba en tensión, como si la fuerza de sus sentimientos pudiera contribuir a su curación, y, sin embargo, al mismo tiempo le aterraba el dolor que le esperaba cuando despertara, con el cuerpo destrozado, y recobrara la memoria.
¿Quién era R. Duff? ¿Estaba emparentado con el hombre mayor? ¿Qué había ocurrido en el callejón? ¿Por qué estaban allí? ¿Qué era lo que les había llevado a semejante lugar en una noche de enero?
– Deme los pantalones -susurró Evan, invadido de nuevo por el horror y la repulsa-. Se los llevaré al sastre.
– Más vale que se lleve el abrigo -contestó Riley-. Tiene la etiqueta y mucha menos sangre.
– ¿Menos sangre? ¡El abrigo del otro hombre estaba empapado!
– Ya lo sé. -Riley se encogió de hombros-. En su caso son los pantalones. Quizá terminaron todos en una especie de melé. Sea como fuere, si quiere que ese sastre le sirva de algo, llévese la chaqueta. No es preciso que lo asuste más de lo necesario.
Evan cogió la chaqueta tras examinar ambas prendas. Igual que las del hombre muerto, presentaban varios desgarrones, estaban asquerosas debido al barro y a las aguas residuales del callejón, con manchas de sangre en las mangas, en los faldones del abrigo, y con los pantalones empapados.
Evan salió del hospital horrorizado, con la mente, el alma y el cuerpo exhaustos, y con tanto frío que no conseguía dejar de temblar. Tomó un coche de caballos para ir a su casa. No iba a subirse a un ómnibus con aquella espantosa chaqueta y no albergaba el menor deseo de sentarse con otra gente, personas decentes, al final de un día de trabajo, que no tenían la más remota idea de lo que él había visto y sentido, ni nada sabían sobre el muchacho que yacía invisible en St Thomas y que tanto podía volver a despertar como no.
* * *
Llegó a la sastrería a las nueve en punto. Habló personalmente con el señor Jiggs de Jiggs & Muldrew, un hombre voluminoso que requería de todo su arte para disimular su inmensa barriga y unas piernas más bien cortas.
– ¿En qué puedo servirle, señor? -dijo con cierto tono de desaprobación al ver el paquete que Evan llevaba bajo el brazo. Le disgustaban los caballeros que doblaban la ropa de cualquier manera. No era forma de tratar una pieza de la más refinada artesanía.
Evan no estaba de humor ni tenía tiempo para preocuparse por la susceptibilidad de nadie.
– ¿Tiene un cliente que se llama R. Duff, señor Jiggs? -preguntó a bocajarro.
– Mi relación de clientes es un asunto confidencial, señor…
– Se trata de un caso de asesinato -le espetó Evan, más al estilo de Monk que con los buenos modales que le eran propios-. El dueño de este traje está a las puertas de la muerte en St Thomas. Otro hombre, que también llevaba puesto un traje con su etiqueta, está en el depósito de cadáveres. No sé quiénes son… Exceptuando esto… -Hizo caso omiso de la palidez de su semblante y de los ojos como platos de Jiggs-. Si usted puede decírmelo, le exijo que lo haga.
Dejó caer la chaqueta sobre la mesa del sastre.
Jiggs dio un paso atrás como si hubiese visto algo vivo y peligroso.
– Haga el favor de echarle un vistazo -ordenó Evan.
– ¡Oh, Dios mío! -El señor Jiggs se llevó una mano a la frente-. ¿Qué ha ocurrido?
– Todavía no lo sé -contestó Evan, un tanto más amable-. ¿Tendría la bondad de mirar esta chaqueta y decirme si sabe para quién la confeccionó usted?
– Sí. Sí, por supuesto. Conozco a todos los caballeros con los que trato, señor. -El señor Jiggs desdobló cautelosamente la prenda, sólo lo justo para ver la etiqueta de su firma. La miró fijamente, tocó el tejido con el dedo índice y luego levantó la vista hacia Evan-. Hice este traje para el joven señor Rhys Duff, de Ebury Street, señor. -Se le veía muy pálido-. Lamento mucho comprobar que le ha sobrevenido una desgracia. Me apena sinceramente, señor.
Evan se mordió el labio.
– No lo dudo. ¿Hizo también un traje de lana marrón para otro caballero, posiblemente pariente suyo? Le hablo de un hombre de cincuenta y tantos años, de mediana estatura y constitución más bien robusta. Tenía el pelo cano, bastante más rubio que el de Rhys Duff, diría yo.
– Sí, señor. -Jiggs suspiró temblorosamente-. Hice varios trajes para Don Leighton Duff, padre del señor Rhys Duff. Mucho me temo que es la persona que me acaba de describir. ¿También está herido?
– Siento decirle que ha muerto, señor Jiggs. Deme el número de su domicilio en Ebury Street, por favor. Tengo el triste deber de informar a la familia.
– Oh, vaya, por supuesto. Esto sí que es terrible. Ojalá supiera cómo ayudarle. -Dio un paso atrás al decirlo, pero por su mirada parecía realmente afligido y Evan estaba dispuesto a creerlo, al menos en parte.
– ¿El número de Ebury Street? -repitió-. Sí… Sí. Creo que es el treinta y cuatro, si la memoria no me falla, pero deje que lo compruebe en los libros. Sí, claro, ahora mismo se lo doy.
A pesar de todo, Evan no fue directamente a Ebury Street, sino que antes pasó de nuevo por St Thomas. En cierto sentido, resultaría más grato para la familia saber que, al menos, Rhys Duff seguía con vida, tal vez incluso que estaba consciente. Y si estaba en condiciones de hablar, quizá le contaría lo ocurrido y Evan tendría que hacer menos preguntas.
Además, una parte de su ser todavía no estaba preparada para ir a decirle a una mujer que su marido había muerto y que su hijo tal vez no sobreviviría, pues nadie sabía aún con exactitud el alcance de sus heridas, su dolor o su posible discapacidad.
Encontró a Riley de inmediato, con el aspecto de haber pasado toda la noche allí. Desde luego, parecía ir vestido con las mismas ropas, porque presentaban las mismas arrugas y manchas de la víspera.
– Sigue vivo -dijo en cuanto vio a Evan, anticipándose a su pregunta-. Empezó a despertarse hará cosa de una hora. Vayamos a ver si ha vuelto en sí. -Y emprendió la marcha a grandes zancadas, como si él también anhelara saberlo.
En el pabellón había mucho movimiento. Dos médicos jóvenes cambiaban vendajes y examinaban heridas. Una enfermera que no aparentaba más de quince o dieciséis años acarreaba cubos de agua sucia, con los hombros caídos debido al esfuerzo que hacía para no derramarlos. Una mujer vieja a duras penas podía con un cubo de carbón y Evan se ofreció a llevarlo, pero ella rehusó mirando nerviosamente a Riley. Otra enfermera agarró un amasijo de ropa sucia y pasó rozándolos apartando la mirada. Riley parecía no percatarse de nada, toda su atención se centraba en los pacientes.
Evan le siguió hasta el fondo del pabellón, donde vio con un profundo alivio, borrado de inmediato por la angustia, que Rhys Duff yacía inmóvil boca arriba con los ojos abiertos, unos ojos grandes y oscuros que miraban fijamente al techo donde se diría que sólo veían horror.
Riley se detuvo junto a la cama y le miró con cierta preocupación.
– Buenos días, señor Duff -dijo muy despacio-. Se encuentra usted en el hospital de St Thomas. Yo me llamo Riley. ¿Cómo se encuentra?
Rhys Duff volvió ligeramente la cabeza hasta que sus ojos encontraron a Riley.
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