Anne Perry - El Grito Silencioso

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El respetable abogado Leighton Duff aparece muerto a golpes en un sórdido callejón. A su lado, se encuentra el cuerpo moribundo de Ryhs, su hijo. La policía no es capaz de profundizar en el caso hasta que aparece en escena el sagaz inspector William Monk, que intuye una relación entre este suceso y una serie de violaciones y palizas a prostitutas. Sorprendentemente, se cierne la sospecha de que ha sido el propio Ryhs quien ha matado a su padre.
En los barrios bajos del Londres victoriano los ciudadanos llevan a cabo sus más vergonzosos y secretos negocios. Con dinero se puede conseguir cualquier cosa pero, a veces, el precio a pagar es la propia vida…

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– Igual. -En la chaqueta había una etiqueta con el nombre del sastre. Tomó nota de él y de su dirección. Quizá resultara suficiente para identificarlo-. ¿Dónde está el doctor Riley?

– Arriba, en los pabellones, supongo, a no ser que hayan vuelto a llamarlo. Ustedes los guindillas le hacen trabajar de lo lindo.

– No lo hacemos por gusto, se lo puedo asegurar -dijo Evan con cansancio-. Sin duda, preferiría no tener que molestarle.

El encargado suspiró y se atusó el pelo. No dijo más nada.

Evan subió escaleras y recorrió pasillos preguntando por el doctor Riley hasta que lo encontró saliendo de un quirófano, sin chaqueta, la camisa arremangada, los brazos salpicados de sangre.

– Acabo de extraer una bala -explicó entusiasmado-. Un accidente estúpido. Qué maravilla este nuevo anestésico. No había nada comparable en mi juventud. Es lo mejor que ha dado la medicina desde… ¡Yo qué sé! Quizá sea lo mejor, simple y llanamente. Supongo que está aquí por el cadáver de St Giles.

Metió las manos en los bolsillos. Se le notaba cansado. Tenía el rostro cruzado por finas arrugas, una mancha de sangre encima de una ceja y otra en la mejilla por habérsela frotado con la mano sin darse cuenta.

Evan asintió.

Un estudiante de medicina pasó a su lado silbando entre dientes hasta que reconoció a Riley, momento en que se detuvo y le saludó con respeto.

– Muerto a golpes -dijo Riley, frunciendo los labios-. Ninguna herida de arma… Salvo si considera que los puños y las botas lo son. Ni cuchillo, ni pistola, ni porra hasta donde alcanza mi capacidad de juicio. Nada en la cabeza aparte de la conmoción cerebral que supuso el golpe al caer sobre los adoquines. Eso no lo mató, probablemente ni siquiera perdió el conocimiento. Seguramente sólo quedó aturdido y un poco mareado. Murió debido a la hemorragia interna. Órganos reventados. Lo siento.

– ¿Es posible que se lo hiciera un solo hombre?

Riley meditó un buen rato antes de contestar, de pie en medio del pasillo, sin advertir que impedía el paso a los demás.

– Es difícil asegurarlo. No quisiera comprometerme. Basándome sólo en su cuerpo, sin tomar en consideración las circunstancias, supongo que fue obra de más de un asaltante. Si hubiera sido un solo hombre, tendría que estar loco de atar para hacerle esto a un semejante. Tendría que haberse puesto como una fiera.

– ¿Y si tomamos en consideración las circunstancias? -presionó Evan, haciéndose a un lado para que pasara una enfermera con un fardo de ropa sucia.

– Bien, el chico sigue con vida y, si resiste hasta mañana, es posible que se recupere -contestó Riley-. Es demasiado pronto para decirlo, pero para desafiarlos a ambos y hacerles tanto daño, diría que fueron dos asaltantes, fornidos y acostumbrados a la violencia, puede que incluso tres. O, una vez más, estaríamos hablando de dos locos de remate.

– ¿Es posible que pelearan entre ellos?

Riley se mostró sorprendido.

– ¿Y acabar medio muertos en el suelo? No es muy plausible.

– Pero ¿podría ser? -insistió Evan.

Riley negó con la cabeza.

– No crea que le será tan fácil dar con la respuesta, sargento. El más joven es más alto. El mayor estaba un poco fondón pero no le faltaba músculo, era bastante fuerte. Habría podido encajar muchos golpes, puesto que luchaba por su vida. Y no había un arma que diera ventaja a nadie.

– ¿Sabría decirme si las heridas se las hizo atacando o defendiéndose?

– La mayoría al defenderse, hasta donde yo puedo suponer, pero sólo es una deducción debido a su ubicación, en los antebrazos, como si los hubiese levantado para protegerse la cabeza. Puede que el ataque lo iniciara él. Sin duda atizó unos cuantos golpes, a juzgar por el estado de sus nudillos. Alguien lleva la marca de sus puños, tanto si se trata de una parte visible como si no.

– Había sangre en la parte externa de su ropa -dijo Evan-. Sangre de otra persona.

Observó atentamente el rostro de Riley.

Éste se encogió de hombros.

– Podría ser del muchacho o bien de un tercero. No tengo forma de saberlo.

– ¿En qué estado se encuentra el muchacho? ¿Qué heridas presenta?

Riley se mostró afligido, le abrumaba lo que sabía y con gusto lo habría olvidado.

– Está muy mal -dijo casi en voz baja-. Sigue inconsciente, aunque no cabe duda de que está vivo. Si no empeora esta noche va a necesitar muchos cuidados, varias semanas, quizá meses. Está muy malherido, pero es difícil concretar más. No puedo ver dentro de un cuerpo si no corto y abro. La sensación que tengo es que los órganos principales están terriblemente maltratados, pero no reventados. Si lo estuvieran, a estas alturas ya habría muerto. Por los sitios en los que recibió los golpes, tuvo más suerte que el otro hombre. Tiene las dos manos rotas, aunque eso apenas importa, comparado con lo demás.

– No habría nada en su ropa que lo identificara, supongo -preguntó Evan sin ninguna esperanza real.

– Sí -contestó Riley, abriendo los ojos algo más animado-. Según parece llevaba un recibo de calcetines a nombre de «R. Duff». Tiene que ser él. No me imagino a nadie llevando consigo el recibo de los calcetines de otro hombre. Y acude al mismo sastre que el hombre fallecido. Existe una ligera semejanza física en la forma de la cabeza, el corte de cara y, sobre todo, en las orejas. ¿Suele usted fijarse en las orejas de las personas, sargento Evan? No todo el mundo lo hace. Las orejas son muy distintivas. Creo que acabará descubriendo que estos dos hombres son parientes.

– ¿Duff? -A Evan le costaba creer en su buena suerte-. ¿R. Duff?

– Así es. No sé a qué corresponde la «R», pero quizá mañana sea capaz de decírnoslo él mismo.

De todos modos, puede probar suerte en casa del sastre. Un buen profesional suele reconocer su trabajo.

– Sí, sí, claro. Me llevaré una prenda para enseñársela. ¿Puedo ver las ropas del chico?

– Están junto a su cama, en el siguiente pabellón. Le acompañaré.

Se volvió y encabezó la marcha a lo largo del amplio pasillo vacío hasta un pabellón de camas alineadas, cubiertas por mantas grises, con pacientes tendidos o recostados. En el otro extremo, una estufa panzuda daba bastante calor y, pese a que no avanzaban despacio, una enfermera los adelantó tambaleándose, acarreando un cubo lleno de carbón para mantenerla bien alimentada.

Evan se acordó de repente de Hester Latterly, la muchacha a la que había conocido poco después de su primer encuentro con Monk. Había estado en Crimea como enfermera junto a Florence Nightingale. No podía imaginarse el coraje que había necesitado para hacer aquello, para enfrentarse a enfermedades terribles, a la carnicería del campo de batalla, al dolor y la muerte constantes y además encontrar en su fuero interno los recursos precisos para sobreponerse, para ayudar y brindar consuelo a quienes, de entrada, se sabía impotente para aliviar, por no hablar ya de salvarlos.

¡No era de extrañar que aún la consumiera la rabia por lo que ella consideraba incompetencia en la administración sanitaria! ¡Cuánto habían discutido ella y Monk! Sonrió al recordarlo. Monk aborrecía su afilada lengua al mismo tiempo que la admiraba. Y ella despreciaba la dureza que creía ver en él, la arrogancia y la indiferencia ante el prójimo. Y sin embargo, cuando tuvo que hacer frente a la peor crisis de su vida, fue ella quien se mantuvo a su lado, quien se negó a permitir que se diera por vencido, quien luchó por él cuando todo indicaba que no lograría vencer y, peor aún, que no merecía hacerlo.

Cómo se había rebelado contra tanto enrollar vendajes, barrer suelos y acarrear carbón, sabiendo que era capaz de mucho más, como bien había demostrado luego en las tiendas de los hospitales de campaña, ayudando a cirujanos que hacían más de lo que podían. Había querido reformar tantas cosas que su propio afán le cercó el camino.

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