Tomó la resolución de que por más tiempo que le llevara, por más duro que fuese, averiguaría lo que había ocurrido en aquel callejón y haría pagar al responsable.
Reanudó el interrogatorio.
– ¿No dijo nada sobre dónde tenía intención de ir? ¿Solía frecuentar algún sitio?
– Se marchó un tanto… acalorado -contestó la señora Duff. Parecía haber recobrado el dominio de sí misma-. Creo que su padre estaba más o menos al corriente de los sitios que frecuentaba. Quizá sea una de esas cosas de hombres. Hay… sitios. Aunque es sólo una impresión. No puedo ayudarle, sargento.
– En cualquier caso, ambos salieron de la casa de bastante mal humor.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo pasó desde que salió su hijo hasta que lo hizo su marido?
– No estoy segura, porque Rhys salió del salón y no fue hasta una media hora después cuando nos percatamos de que también había salido de casa. Entonces mi marido salió de inmediato.
– Comprendo.
– ¿Los encontraron juntos? -La voz se le volvió a quebrar y tuvo que hacer un visible esfuerzo para dominarse.
– Sí. Se diría que su marido alcanzó a su hijo y que poco después los asaltaron.
– ¿Cree que se habían perdido? -Le miró con inquietud.
– Es bastante posible -convino Evan, esperando que fuese cierto. De todas las explicaciones posibles, sería la más amable, la que a ella menos le costaría aceptar-. No es difícil perderse en semejante laberinto de callejones y pasajes. Basta con andar unos pocos metros en la dirección equivocada… -dejó la frase sin terminar. Deseaba creerlo casi tanto como ella, pues conocía demasiado bien las alternativas.
Llamaron a la puerta, algo nada habitual en un sirviente. Lo normal era que el mayordomo entrase sin más y aguardara el momento oportuno para servir lo que le hubiesen pedido o entregar un mensaje.
– Adelante -dijo Sylvestra, no sin cierta sorpresa.
El hombre que entró era delgado y moreno, de rostro atractivo, mirada intensa, y una nariz tal vez excesivamente pequeña. Su expresión era de profunda preocupación y tristeza. Hizo caso omiso de Evan y se dirigió de inmediato junto a Sylvestra, con unos modales que mostraban una mezcla de profesionalidad y familiaridad. Casi con toda probabilidad se tratase del médico que Wharmby había mandado llamar.
– Querida mía, no hallo palabras para expresar mi pena. Naturalmente, cualquier cosa que esté en mi mano hacer, no tienes más que decirla. Me quedaré contigo todo el tiempo que desees. Por descontado voy a recetarte algo que te ayude a dormir, y que te serene y conforte durante estos espantosos primeros días. Englantyne me ha dicho que si quieres irte de aquí e instalarte con nosotros, nos encargaremos de proporcionarte toda la paz e intimidad que precises. Nuestra casa será la tuya.
– Gracias… Sois muy amables… Yo… -Sufrió un estremecimiento-. Ni siquiera sé lo que quiero, todavía… Lo que tengo que hacer. -Se puso en pie, se tambaleó un instante y buscó el brazo que él le ofreció al instante-. Lo primero es ir a St Thomas y ver a Rhys.
– ¿Te parece prudente? -advirtió el doctor-. Acabas de sufrir una tremenda conmoción, querida. Permíteme ir en tu lugar. Yo al menos podré comprobar que recibe los mejores cuidados y atenciones profesionales. Me encargaré de que lo traigan a casa en cuanto sea viable desde el punto de vista médico. Mientras tanto, me ocuparé de él personalmente, te lo prometo.
Sylvestra titubeó, debatiéndose entre el amor y el sentido común.
– ¡Deja que por lo menos lo vea! -suplicó-. Llévame. Prometo no ser una carga. ¡Aún puedo dominarme!
El médico sólo dudó un instante.
– Por supuesto. Toma un poco de coñac para cobrar ánimo y te acompañaré. -Volvió la vista a Evan-. Estoy seguro de que ya ha terminado aquí, sargento. Cualquier cosa que precise saber podrá esperar a un momento más oportuno.
Fue poco menos que echarlo, cosa que Evan aceptó casi con cierto alivio. En ese momento, poco más sacaría en claro. Tal vez más adelante hablaría con el ayuda de cámara y otros sirvientes. El cochero quizá supiera dónde acostumbraba a ir su señor. Mientras tanto conocía a algunas personas en St Giles, confidentes, hombres y mujeres a quienes presionar un poco, preguntando con criterio, y con suerte sonsacarles un montón de información.
– Por supuesto -concedió, poniéndose en pie-. Procuraré molestarla lo menos posible, señora.
Se marchó mientras el doctor cogía la licorera que le alcanzó el mayordomo y servía una copa.
Una vez en la calle, donde empezaba a nevar, se levantó el cuello del abrigo y caminó a buen paso. Se preguntó qué habría hecho Monk. ¿Se le habrían ocurrido preguntas agudas y mordaces cuyas respuestas habrían revelado un nuevo hilo de verdad a seguir y desenmarañar? ¿Le habrían abrumado menos que a Evan la piedad y el horror? ¿Acaso sus emociones le habían impedido percatarse de algo evidente?
Seguramente lo más obvio fuese que padre e hijo habían ido de putas a St Giles y habían pecado de imprudentes, quizá pagaron menos de lo requerido, quizá se mostraron despóticos o arrogantes, haciendo ostentación de su dinero y sus relojes de oro, y un rufián, envalentonado por la bebida, les había atacado y luego, cual perro ante el olor de la sangre, había perdido totalmente el control.
Fuera como fuese, ¿qué podía saber la viuda al respecto? Había hecho bien en no hostigarla.
Agachó la cabeza contra el viento del este y apretó el paso.
Rhys Duff siguió ingresado en el hospital dos días más hasta que el lunes, cinco días después del asalto, le llevaron a su casa, aún con agudos dolores y sin haber pronunciado una sola palabra. En principio, el doctor Corriden Wade pensaba visitarlo a diario y luego, a medida que progresara, cada dos días, aunque por supuesto iba a ser necesario que contara con la asistencia de una enfermera profesional. Siguiendo la recomendación del joven policía que llevaba el caso, y tras efectuar las pesquisas de rigor acerca de su capacidad, Wade estuvo de acuerdo en contratar a una de las mujeres que habían ido a Crimea con Florence Nightingale, una tal señorita Hester Latterly. Por fuerza estaría acostumbrada a cuidar de hombres jóvenes que habían sufrido heridas casi mortales en combate. Su elección se consideró muy acertada.
Para la propia Hester suponía un cambio agradable tras haber cuidado a una dama anciana y en extremo pesada, cuyos problemas eran, en gran medida, cuestión de su mal genio y del aburrimiento, agravados, aunque sólo levemente, por dos dedos rotos de un pie. Probablemente se las habría arreglado igual de bien con una doncella competente, pero sentía que su situación entrañaba un mayor dramatismo con una enfermera y no perdía ocasión para impresionar a sus amigos comparando su estado con el de los héroes de guerra a quienes Hester había atendido antes que a ella.
A Hester le costaba un gran esfuerzo no perder la compostura con la anciana y conseguía hacerlo únicamente porque necesitaba el empleo para sobrevivir. La ruina económica de su padre la había dejado sin herencia. Su hermano mayor, Charles, siempre se mostró dispuesto a hacerse cargo de ella, tal como se esperaba que todo hombre hiciera con sus familiares solteras. Pero semejante dependencia habría resultado asfixiante para una mujer como Hester, que había llegado a saborear una extraordinaria libertad en Crimea, así como una responsabilidad al mismo tiempo estimulante y aterradora. Sin duda, no iba a pasar el resto de sus días llevando una vida hogareña, obedeciendo agradecida a un hermano más bien poco imaginativo, por amable que éste fuera.
Era infinitamente más práctico morderse la lengua y abstenerse de decirle a miss Golightly que era una estúpida… durante esas pocas semanas.
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