* * * * *
Cornwallis estaba en su oficina, pero se hallaba reunido con alguien. Isadora preguntó si podía esperar, y casi media hora más tarde un agente la acompañó, y encontró a Cornwallis de pie en mitad de la habitación.
El agente cerró la puerta detrás de ella, e Isadora se quedó allí parada.
Cornwallis abrió la boca para decir algo, un saludo convencional, con el fin de darse tiempo para adaptarse a su presencia. Pero antes de que pudiera hablar, advirtió el dolor que se reflejaba en la mirada de Isadora.
Dio medio paso hacia delante.
– ¿Qué pasa?
Ella se quedó donde estaba, guardando las distancias. Debía hacerlo con cautela y sin perder el dominio de sí misma.
– Esta mañana ha ocurrido algo que me hace pensar que tal vez sepa quién era la tercera persona que fue a la casa de Maude Lamont la noche de su muerte -empezó a decir-. Estaba representada con un pequeño dibujo que parece una pequeña efe con un semicírculo encima. -Era demasiado tarde para volverse atrás. Se había comprometido. ¿Qué iba a pensar Cornwallis de ella? ¿Que era desleal? Probablemente lo consideraría el peor pecado humano. Uno no traiciona a los suyos, bajo ninguna circunstancia. Le miró fijamente, pero no logró advertir nada en su rostro.
Cornwallis miró la silla como si deseara invitarla a sentarse, pero luego cambió de parecer.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– La policía ha publicado un comunicado en el que dice que cree que Maude Lamont conocía la identidad de esa persona -respondió ella-. Le estaba haciendo chantaje, y en su casa de Southampton Row todavía hay papeles, aparte de la información que el señor Pitt obtuvo del pastor Francis Wray. -Bajó la voz al pronunciar su nombre y, pese a todos sus propósitos, dejó que aflorara la cólera-. Descubrirá su identidad.
– Sí -asintió él, ceñudo-. El superintendente Wetron habló con la prensa.
Isadora respiró hondo. Le habría gustado poder controlar los vuelcos de su corazón y la sensación de mareo, las reacciones puramente físicas que iban a delatarla.
– Cuando mi marido lo ha leído durante el desayuno se ha quedado lívido -continuó-. Y luego se ha levantado, ha dicho que cancelaba todas sus citas de esta mañana y se ha marchado de casa. -Expresado así parecía absurdo, como si quisiera creer que se trataba de Reginald. Aquello no probaba nada en absoluto, excepto lo que sucedía en su cabeza. Ninguna mujer que amara a su marido se habría precipitado a sacar semejante conclusión. Cornwallis debía de haberse dado cuenta… ¡y la despreciaría por ello! ¿Acaso creía que trataba de inventar un pretexto para dejar a Reginald?
¡Eso era terrible! Debía hacerle comprender que realmente estaba convencida de ello, y que lo había comprendido poco a poco y muy a pesar suyo.
– ¡Está enfermo! -exclamó temblorosa.
– Lo siento -murmuró él. Parecía terriblemente incómodo, sin saber si mostrarse más compasivo, como si fuera algo irrelevante.
– Tiene miedo a morir -se apresuró a continuar ella-. Me refiero a que está realmente asustado. Supongo que debería haberme dado cuenta hace años. -Ahora hablaba demasiado deprisa, comiéndose las palabras-. Todas las señales estaban presentes, pero nunca se me ocurrió pensarlo. Predicaba con tanta pasión… a veces… con tanta fuerza… -Eso era cierto; o al menos asilo recordaba. Bajó la voz-. Pero no cree en Dios. Ahora, cuando realmente importa, no está seguro de si hay algo más allá de la tumba o no. Por eso acudió a una médium, para tratar de ponerse en contacto con alguna persona muerta, cualquiera, solo para saber si estaban allí.
Cornwallis parecía perplejo. Ella lo vio en su cara, en sus ojos que no parpadeaban, en sus labios apretados. No tenía ni idea de qué responder. ¿Era la compasión lo que le hacía callar, o la indignación?
Ella misma sentía ambas cosas, además de vergüenza porque Reginald era su marido. Por alejados que estuvieran en sus opiniones o afectos, seguían unidos por los años que llevaban casados. Tal vez ella habría podido ayudarle si le hubiera querido lo suficiente. Tal vez el amor profundo que ella anhelaba no tenía nada que ver con aquello. ¡El sentimientos de humanidad hacia el prójimo debería haber tendido un puente sobre el abismo y ofrecido algo!
Era ya demasiado tarde.
– Por supuesto, al enterarse de quién era él, ella encontró un arma para hacerle chantaje. -Su voz ahora era apenas un susurro. Sentía las mejillas encendidas-. ¡El obispo de la Iglesia de Inglaterra acude a una médium en busca de pruebas que demuestren si hay vida después de la muerte! Se convertiría en el hazmerreír, y eso acabaría con él. -Mientras decía aquello, se dio cuenta de lo cierto que era. ¿Habría matado para impedirlo? Había empezado bastante segura de que era posible… pero ¿lo era? Si su reputación se veía arruinada, ¿qué le quedaba? ¿Hasta qué punto se había trastornado por culpa de la enfermedad y el miedo a la muerte? El miedo podía alterar prácticamente cualquier cosa; solo el amor tenía bastante poder para vencerlo… pero ¿verdaderamente había algo que despertase en Reginald el suficiente amor para ello?
– Lo siento mucho -dijo Cornwallis con la voz quebrada-. Me… gustaría poder… -Se interrumpió, mirándola impotente, sin saber qué hacer con las manos.
– ¿No va a hacer… nada? -preguntó ella-. Si encuentra las pruebas, las destruirá. Para eso ha ido allí.
Cornwallis sacudió la cabeza.
– No hay ninguna -respondió en voz baja-. Hicimos que lo publicaran en el periódico para hacer que Cartucho apareciera.
– Oh… -Isadora estaba perpleja. Reginald se había delatado innecesariamente. Le cogerían. La policía le estaría esperando. Pero para eso había acudido ella allí; era algo que tenía que suceder. Nunca habría imaginado que Cornwallis se limitaría a escuchar sin actuar, y sin embargo, ahora que iba a ocurrir, se dio cuenta de la gravedad de todo aquello. Sería el final de la carrera de Reginald, una deshonra. No podría escudarse alegando que tenía mala salud, porque la policía tomaría cartas en el asunto. Incluso podrían acusarle de algo; tal vez de obstrucción u ocultamiento de pruebas. Se negaba a pensar, aunque solo fuera vagamente, en una acusación de asesinato.
De pronto, Cornwallis estaba de pie delante de ella agarrándole los brazos, sosteniéndola como si se hubiera desmayado y estuviera a punto de caerse.
– Por favor… -dijo con tono apremiante-. Siéntese, por favor. Deje que le pida un té… u otra cosa. ¿Coñac? -La rodeó con un brazo y la acompañó hasta la silla, y la sujetó incluso mientras se dejaba caer en ella.
– El dibujo -dijo ella, jadeando un poco-. No era una efe, sino un báculo de obispo debajo de una colina. Es muy ingenioso, si uno lo piensa detenidamente. No quiero coñac, gracias. Un té me vendrá muy bien.
* * * * *
Pitt sabía que si iba solo a Southampton Row no podría probar nada de manera satisfactoria: ni la identidad de Cartucho ni su implicación en la muerte de Maude Lamont. Tellman estaba en Devon, y no confiaba en nadie de Bow Street, aun suponiendo que Wetron accediera a asignarle algún hombre, lo que era poco probable si no le daba una explicación. Y naturalmente, no podría explicarle nada… sin saber con certeza si estaba implicado en el asunto.
De modo que acudió directamente a Narraway, y fue él quien le acompañó en persona a Southampton Row, bajo la brillante y temprana luz del sol de aquella mañana de julio. Guardaron silencio durante todo el trayecto en coche; cada uno estaba absorto en sus propios pensamientos.
Pitt no podía apartar de su mente el recuerdo de Francis Wray. No se atrevía a albergar la esperanza de que una autopsia revelara que Wray no se había suicidado.
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