El postre era una tarta de ciruelas con nata muy espesa. Se abstuvo de hacer más preguntas con un gran esfuerzo.
Wray parecía contento de poder comer en silencio. Tal vez le bastaba con tener a alguien sentado delante.
Después se levantaron y salieron a admirar el jardín. Solo entonces Pitt vio en el aparador un folleto que anunciaba los poderes de Maude Lamont, en el que se ofrecía a traer de vuelta a los desconsolados los espíritus de los seres queridos que habían fallecido y así darles la oportunidad de decirles todas las cosas importantes que la muerte les había impedido mencionar.
Wray se había adelantado y había salido al sol, deslumbrado por su reflejo en las flores brillantes y el limpio color blanco de la cerca pintada. Casi tropezándose con el umbral de la puerta vidriera, Pitt salió detrás de él.
El obispo Underhill no pasaba mucho tiempo hablando personalmente con sus feligreses. Cuando lo hacía era fundamentalmente en ocasiones formales: bodas, confirmaciones, algún que otro bautizo. Sin embargo, una de las obligaciones de su cargo consistía en estar disponible para aconsejar a los clérigos de su diócesis, y cuando tenían alguna carga espiritual, era razonable que acudieran a él en busca de ayuda y consuelo.
Isadora estaba acostumbrada a ver a hombres angustiados de todas las edades, desde coadjutores abrumados por sus responsabilidades o sus ambiciones de adquirir más, hasta clérigos de alto rango que a veces creían que no iban a dar abasto a la hora de atender a sus feligreses y ocuparse de las tareas administrativas.
A los que más temía ella era a los desconsolados, los que habían perdido a una esposa o un hijo y acudían en busca de un mayor consuelo y fortaleza en su fe que los que podían ofrecerles sus rituales diarios. Podían apoyar a otras personas, pero a veces les abrumaba su propia aflicción.
Aquel día era el pastor Arthur Patterson, que había perdido a su hija en el parto. Era un hombre entrado en años y de cuerpo enjuto, y permanecía sentado en el gabinete del obispo con la cabeza inclinada y la cara medio oculta entre las manos.
Isadora apareció con la bandeja de té y la dejó en la mesa pequeña. No se dirigió a ninguno de los dos hombres; se limitó a llenar las dos tazas en silencio. Conocía a Patterson lo suficientemente bien para no tener la necesidad de preguntarle si quería leche o azúcar.
– Creí que lo entendería -dijo Patterson desesperado-. ¡He sido pastor de la Iglesia durante casi cuarenta años! Sabe Dios a cuánta gente he ofrecido consuelo cuando ha perdido a alguien, y ahora todas esas palabras que he dicho con tanta dedicación no significan nada para mí. -Miró al obispo-. ¿Por qué? ¿Por qué no las creo cuando me las digo a mí mismo?
Isadora esperaba que el obispo respondiera que todo se debía a la conmoción, la indignación ante el dolor, y que debía darse tiempo para curarse. Hasta la muerte que es esperada constituye algo inmenso y extraño que requiere coraje para hacerle frente, tanto en el caso de un hombre dedicado al servicio de Dios como en el de cualquier otro. La fe no es una certeza, y el hecho de creer no hace que el dolor desaparezca.
El obispo parecía buscar las palabras adecuadas. Tomó aire y lo expulsó en un suspiro.
– Querido amigo, todos experimentaremos grandes pruebas de fe a lo largo de nuestras vidas. Estoy seguro de que en estos momentos sabrá estar a la altura con su habitual fortaleza. Usted es un hombre bueno, no le quepa la menor duda.
Patterson levantó la vista hacia él; el sufrimiento resultaba tan patente en su cara que parecía como si no hubiera reparado en la presencia de Isadora.
– Si soy un hombre bueno, ¿por qué me ha pasado esto a mí? -suplicó-. ¿Y por qué no siento nada más que confusión y dolor? ¿Por qué no veo la mano de Dios ni un susurro de lo divino por ninguna parte?
– Lo divino es un misterio infinito -respondió el obispo, mirando fijamente más allá de la cabeza de Patterson, en dirección a la pared del fondo, con una expresión de intensa preocupación. Parecía como si no viera más consuelo que el que veía el mismo Patterson-. Está fuera de nuestro alcance. Tal vez no estamos hechos para comprenderlo.
La angustia deformó las facciones de Patterson, e Isadora, que procuraba no moverse por miedo a hacerse notar, creyó que el hombre estaba a punto de gritar de frustración, ante la imposibilidad de encontrar respuestas a su alcance.
– ¡No tiene ningún sentido! -gritó, con voz estrangulada-. Estaba viva, totalmente viva, con la niña en sus entrañas. Resplandecía de alegría a medida que se acercaba la hora… y de pronto no hubo más que sufrimiento y muerte. ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo? ¡No tiene sentido! Es cruel y desproporcionado, y estúpido, como si el universo no tuviera sentido. -Rompió a llorar-. ¿Por qué me he pasado la vida diciendo a la gente que hay un Dios justo que nos ama, que todo forma parte de un plan perfecto que algún día veremos realizado? Y cuando yo mismo necesito convencerme de ello… no encuentro más que oscuridad… y silencio. ¿Por qué? -Su voz adquirió un tono más apremiante y airado-. ¿Por qué? ¿Toda mi vida ha sido una farsa? Dígame.
El obispo vaciló, incómodo, cambiando el peso del cuerpo al otro pie.
– ¡Dígamelo! -gritó Patterson.
– Querido amigo… -balbuceó el obispo-. Querido… amigo, estamos viviendo tiempos oscuros… Todos pasamos por ellos, tiempos en que el mundo parece monstruoso. El miedo lo cubre todo como la noche, y el amanecer es… inimaginable…
Isadora no pudo soportar más.
– Señor Patterson, su sensación de pérdida es terrible, desde luego -dijo con tono apremiante-. Si de verdad ama a alguien, su muerte tiene que dolerle, pero más aún si es alguien joven. -Dio un paso al frente, sin atender a la expresión sorprendida del obispo-. Pero la pérdida forma parte de nuestra experiencia humana, tal como Dios ha querido que sea. El hecho de que nos duela hasta situarnos al límite de nuestra capacidad de aguante es la clave. Al final todo se reduce a una pregunta: ¿confía usted en Dios o no? Si es así, debe soportar el dolor hasta que lo haya superado. Si no, será mejor que se examine y empiece a preguntarse en qué cree exactamente. -Bajó ligeramente la voz-. Creo que descubrirá que sus experiencias personales le dicen que su fe está ahí… no todo el tiempo, pero sí la mayor parte de él. Y con eso basta.
Patterson la miró asombrado. La angustia disminuyó a medida que empezaba a considerar lo que ella había dicho.
El obispo se volvió hacia ella; la incredulidad redujo la tensión de su cara hasta que tuvo exactamente la misma expresión que cuando dormía, un misterioso vacío esperando a ser llenado con pensamientos.
– La verdad, Isadora… -empezó a decir, y luego volvió a interrumpirse. Saltaba a la vista que no sabía cómo lidiar con ella o con Patterson, pero por encima de ambos había una profunda emoción que superaba incluso su cólera o su embarazo. Su habitual complacencia se había desvanecido; Isadora estaba tan acostumbrada a la sutil confianza del obispo en su capacidad para responder a todas las cuestiones que su ausencia era como una herida en carne viva.
Se volvió hacia Patterson.
– La gente no muere porque sea buena o mala -dijo ella con firmeza-. Y desde luego no lo hace para castigar a otra persona. Esa idea es monstruosa y destruiría los conceptos del bien y del mal. Hay montones de razones, pero muchas de ellas se limitan sencillamente a la mala suerte. Lo único a lo que podemos aferrarnos en cualquier momento, es a la certeza de que Dios es dueño de un destino más amplio, y no necesitamos saber cuál es. De hecho, no lo entenderíamos si nos lo dijeran. Lo único que necesitamos es confiar en El.
Читать дальше