Anne Perry - La médium de Southampton Row

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Londres, Junio de 1892. Pronto habrá elecciones. El clima está caldeado. En el Parlamento y en las calles se discute sobre la autonomía de Irlanda. La reducción de la jornada laboral a ocho horas, el coste y la preservación del Imperio, el derecho al voto de las mujeres. Los liberales creen que podrán acceder al poder; los conservadores, que deben jugar todas sus bazas para no perderlo. Y una de sus principales cartas es Charles Voisey, el acérrimo enemigo del superintendente Thomas Pitt.
Voisey va a presentarse a un escaño en un distrito electoral conflictivo. Pitt, que, pese al éxito de la resolución del complot de Whitechapel, ha vuelto a ser destinado a la Brigada Especial, recibe la orden de vigilar todos sus pasos. Sin embargo, cuando la médium consultada por toda la alta sociedad victoriana aparece muerta en su casa en sospechosas circunstancias, Pitt es apartado de sus actuales obligaciones para indagar en este extraño crimen. Ignora que ambos casos pueden estar más relacionados de lo previsto.

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Pitt abrió la verja y entró, y después de cerrarla detrás de él, echo a andar por el sendero. En el alféizar había un gato negro tumbado al sol, y otro de color pardo se paseaba a través de la sombra moteada de los tardíos dragones color carmesí. Pitt rezó para que le hubieran enviado allí por equivocación.

Llamó a la puerta principal y le abrió una joven con uniforme de criada que no debía de tener más de quince años.

– ¿Es esta la casa del señor Francis Wray? -preguntó Pitt.

– Sí, señor. -Estaba visiblemente preocupada porque era alguien a quien ella no conocía. Tal vez solo visitaban a Wray sus colegas clérigos, o los miembros de la comunidad local-. Si quiere hacer el favor de esperar aquí, iré a ver si está en casa. -Retrocedió sin saber si pedirle que pasara, dejarlo en el umbral o incluso cerrar la puerta por si había puesto los ojos en los relucientes medallones de latón que colgaban detrás de ella en el vestíbulo.

– ¿Puedo esperar en el jardín? -preguntó él, mirando de nuevo las flores.

La cara de la joven se llenó de alivio.

– Sí, señor. Por supuesto que puede. Da gusto ver cómo lo tiene, ¿verdad? -De pronto parpadeó como si se le hubieran llenado los ojos de lágrimas. Pitt supuso que Wray se había dedicado a cuidarlo desde la pérdida de su mujer. Tal vez era un trabajo físico que aliviaba parte de la emoción que le embargaba. Las flores eran una compañía agradable que acaparaban todos los cuidados y solo devolvían belleza, sin hacer preguntas ni entrometerse en nada.

No llevaba mucho rato allí, contemplando bajo el sol al gato de color pardo, cuando Wray en persona salió a la puerta y se acercó por el corto sendero. Era un hombre de estatura mediana, al menos diez centímetros más bajo que Pitt, aunque en su juventud debía de haber sido más alto. Tenía los hombros caídos y caminaba un poco encorvado, pero era en su rostro donde se veían las señales indelebles del sufrimiento interior. Tenía ojeras, profundas arrugas que recorrían de la nariz a la boca y más de un corte hecho con la cuchilla de afeitar en su piel fina como el papel.

– Buenas tardes, señor -dijo quedamente, con una voz extraordinariamente hermosa-. Mary Ann me ha dicho que quiere verme. Soy Francis Wray. ¿En qué puedo ayudarle?

Por un instante, Pitt incluso se planteó la posibilidad de mentir. Lo que estaba a punto de hacer no podía resultar más que doloroso, además de una intrusión. Luego esa idea se desvaneció. Aquel hombre podía ser «Cartucho» y proporcionarle por lo menos otra versión, no solo de la velada, sino de la otra ocasión en que había estado en casa de Maude Lamont con Rose Serracold y el general Kingsley. Habiendo estado toda la vida en el seno de la Iglesia, debía de ser un profundo observador de la naturaleza humana.

– Buenas tardes, señor Wray -respondió-. Me llamo Thomas Pitt. -Detestaba la idea de abordar el tema de la muerte de Maude Lamont, pero no tenía otro motivo para robarle tiempo e importunarle en su casa-. Estoy intentando por todos los medios ofrecer ayuda en una tragedia reciente que ha ocurrido en la ciudad, una muerte en circunstancias de lo más desagradables.

El rostro de Wray se tensó momentáneamente, pero la compasión que reflejaba su mirada no era fingida.

– Entonces será mejor que pase, señor Pitt. Si ha venido de Londres, tal vez no haya almorzado aún. Estoy seguro de que Mary Ann encontrará algo para los dos, si se contenta con un poco de comida sencilla.

Pitt no tuvo más remedio que aceptar. Necesitaba hablar con Wray. Entrar en su casa y rechazar la hospitalidad que le brindaba habría sido una grosería y habría ofendido al hombre por la simple razón de calmar su propia conciencia, y de manera bastante artificial. El hecho de poner distancia entre ambos no hacía que su visita fuese menos molesta, ni que sus sospechas resultasen menos desagradables.

– Gracias -aceptó, y siguió a Wray por el sendero y a través de la puerta principal, esperando no agobiar más de la cuenta a la joven Mary Ann.

Echó un vistazo al vestíbulo al cruzarlo en dirección al gabinete y esperó un momento mientras Wray hablaba con Mary Ann. Además de los medallones de latón, había un bastón de latón muy trabajado y un paragüero, un banco de madera tallada que a simple vista parecía de estilo Tudor y varios dibujos muy bonitos de árboles sin hojas.

Mary Ann entró corriendo en la cocina, y Wray volvió y siguió la mirada de Pitt.

– ¿Le gustan? -preguntó delicadamente, la voz empañada por la emoción.

– Sí, mucho -respondió Pitt-. La belleza de un tronco desnudo es tan grande como la de un árbol lleno de hojas.

– ¿Sabe apreciarlo? -Una sonrisa iluminó por un instante el rostro de Wray, como un rayo de sol en un día primaveral. Luego se desvaneció-. Los hizo mi difunta esposa. Tenía el don de ver las cosas como son en realidad.

– Y un don para comunicar esa belleza a los demás -respondió Pitt, y acto seguido deseó no haberlo hecho. Estaba allí para averiguar si aquel hombre había acudido a una médium en un intento por recuperar algo de los seres que había amado, aunque de un modo que contradecía todo lo que le habían enseñado la vida y la fe. Tal vez hasta tendría que considerar la posibilidad de que hubiera asesinado a la artista impostora que había traicionado su confianza.

– Gracias -murmuró Wray, volviéndose rápidamente para permitirse un momento de intimidad mientras le precedía en dirección a su gabinete, una pequeña habitación con demasiados libros, un busto de yeso de Dante sobre un pedestal, y una acuarela de una joven de pelo castaño sonriendo con timidez al espectador. Había un jarro de plata lleno de rosas de todos los colores colocado en equilibrio encima del escritorio, demasiado cerca del borde. A Pitt le habría gustado leer los títulos de una veintena de libros para ver de qué trataban, pero solo tuvo tiempo de reparar en tres: Historias, de Flavio Josefo, La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y un comentario sobre san Agustín.

– Siéntese y dígame en qué puedo ayudarle -ofreció Wray-. Dispongo de tiempo y no tengo nada que hacer. -Esbozó una sonrisa que expresaba más afecto que alegría.

Resultaba imposible seguir eludiendo completamente el tema.

– ¿Conoce por casualidad al general de división Roland Kingsley? -empezó Pitt.

Wray se quedó pensativo por un momento.

– Me parece que recuerdo el nombre.

– Un caballero alto, retirado del ejército, que sirvió en su mayor parte en África -explicó Pitt.

Wray se relajó.

– Ah, sí, por supuesto. En las guerras zulúes, ¿verdad? Prestó un gran servicio, si no recuerdo mal. No, no le conozco, pero he oído hablar de él. Lamento enterarme de que ha sufrido otra tragedia. Perdió a su único hijo, eso sí que lo sé. -Tenía los ojos brillantes y por un instante pareció casi ciego, pero controlaba su voz y se mostraba absolutamente dispuesto a ayudar a Pitt en todo lo posible.

– No se trata de otra pérdida -se apresuró a decir Pitt antes de pararse a pensar si se estaba contradiciendo o no-. Estuvo con cierta persona poco antes de que muriera… una persona a quien había acudido para hallar consuelo por la muerte de su hijo… o las circunstancias que la rodearon. -Tragó saliva, observando el rostro de Wray-. Una médium. -¿Se habría enterado del asesinato de Maude Lamont por los periódicos? La noticia había sido prácticamente eclipsada por la difusión de las elecciones.

Wray frunció el entrecejo y su expresión se ensombreció.

– ¿Se refiere a una de esas personas que afirman estar en contacto con los espíritus de los muertos, y aceptan el dinero de la gente vulnerable a cambio de hacer voces e inventar señales?

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